miércoles, 17 de agosto de 2011

Pereira, el de las Pompas Fúnebres


Sostiene Pereira que ya, esa mañana, después de desayunar sus huevos fritos con torreznos, mientras se lavaba los dientes, se miró al espejo y, entonces, se vio en el interior de uno de los ataúdes de su tienda. Sostiene Pereira que no tuvo miedo, entonces, porque conocía muy bien su género, del que era gran aficionado, y muchas veces se decía que para sí quisiera aquellos féretros encaobados, enmaderados y enriquecidos, acolchados de almohadones, de ricas terminaciones y tantos ceros de presupuesto, sólo aptos para los clientes más exigentes y más pudientes. Sostiene Pereira que por eso, entonces, allí, ante el espejo del baño, no tuvo miedo.
Sostiene Pereira que la segunda visión ya le provocó una moderada preocupación: esa mañana, cuando a poco de abrir la tienda, nada más encender las luces, creyó ver un cuerpo en uno de los ataúdes cercanos al escaparate, se aproximó y se descubrió a sí mismo, con las manos plácidamente cruzadas sobre el pecho y sonrisa de beatitud disimulada con abundantes polvos de arroz y un colorete algo impúdico aplicado a las mejillas fofas y maceradas.

Sostiene Pereira que la tercera premonición le causó pavor, porque se produjo mientras atendía a una distinguida señorona, una cliente de toda la vida, cuya familia de abolengo siempre había sido abastecida por su marca de ataúdes: cuando le extendió el nuevo y mejorado muestrario se creyó ver depositado en la caja del fondo del escaparate, de un extremo salían puntiagudos sus zapatos lustrosos y renegridos de betún.

Sostiene Pereira que la cuarta visión ya no fue tal. Que fue consciente de que estaba en el interior de un ataúd, sobre el cual se cerraba la tapa y se hacía una oscuridad con olores a maderas podridas y mojadas y, sostiene, que en el pecho tenía varios agujeros de bala, no estaba maquillado ni amortajado de lujo, que en sus oídos todavía retumbaban las descargas y que lo habían ejecutado frente a un paredón, tras ser apresado por la policía política y golpeado sin compasión, arrastrado a las tapias traseras de un cementerio y fusilado después de haber denunciado en su artículo el brutal asesinato de Monteiro Rossi, amargarle así la vida a unos cuantos amigos que lo ayudaron y que, vaya usted a saber, si no habían tenido o iban a tener su mismo final.

Y cuando lo arrojaron a la fosa en el interior del ataúd barato sostuvo, Pereira, que jamás poseyó negocio alguno de pompas fúnebres, que ya le hubiera gustado a él, y que el final de la novelita de Tabucchi era eso, tan sólo un final que hacía justicia, con algunos toques de amargura, tal vez, pero un final casi feliz, y que lo que sucedería después fue lo que no pasaba en las novelas, lo que no querían que sucediera sus autores, pero que, al cabo, ocurría.

Eso sostuvo Pereira, sí, Pereira, mientras sentía, de nuevo, como la limonada azucarada que tanto le agradaba corría garganta abajo, o eso sostenía él, porque en realidad eran las paletadas de tierra, el polvo de su fosa, que se introducía por su boca y sus narices.

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