martes, 23 de agosto de 2011

Gregorio Samsa: liquidador de plagas




Cuando lo recibí me quedé helado. Me extendió su tarjeta: Gregorio Samsa, liquidador de plagas. Y sí, soy ese Gregorio Samsa en el que está usted pensando, Señoría, el mismo, el del insecto y todo eso: me conviene siempre aclararlo al principio, así no perdemos más tiempo con tonterías y podemos dedicarnos a nuestro cometido: matar bichejos. Pero… pero… no acertaba a reaccionar, con ese tipo enfrente que, además, paliducho y delgado, emaciado, era el vivo retrato de Franz Kafka. Por fin, mientras lo encaminaba a mi biblioteca, pude preguntarle: ¿Usted no fallecía al final del relato? ¿Recuerdo que sus familiares barrían su caparazón? Samsa me miró con sus ojos profundos y oscuros como dos cucarachas y sin alterar ni un músculo de la cara sentenció: en efecto, así sucedió, pero al final me repuse. Había entrado en estado de larvación, de pupa, de pupación… no sé si usted, Sire, está familiarizado con las fases y las vidas de los insectos… Y entonces, le abrí las puertas de mi agonizante biblioteca.
No viene al caso la forma, pero he reunido una gran fortuna. La vida me ha sonreído, me ha ido muy bien, y poseo un palacete que había culminado con una de las aspiraciones de mi vida: una gran biblioteca coronada, en lo alto de la puerta de la entrada, con un busto de Palas como ese al que se refiere Poe en su poema El cuervo. Entre mis plúteos se encontraban joyas de un enorme valor, como un Leopardi y un Sterne o varios Cervantes, un Eliot o un Dostoievski. Además, una Recherche y un Thomas Mann y además un Thackeray y un De Quincey y varios Shakespeare, y además… bueno, ya basta.
El problema era, que semejante biblioteca, estaba siendo atacada por una plaga de insectos más terrible que las termitas, puesto que, incluso, de mi busto de Palas, en mármol, caía el polvillo arenoso, producto de esos bichejos. Devoraban los anaqueles, los muebles, y pronto atacarían los volúmenes, si no acababa con ellos. Llamé a la mejor y más cara, carísima, empresa de exterminadores. No se preocupe, me tranquilizaron, le enviamos al mejor de los mejores. Y allí estaba: Gregorio Samsa: el liquidador.
Gregorio se subió en una escalera y alcanzó la altura del busto de Palas. Allí, los bichejos estaban roe que te roe, incluso se podía escuchar un leve rechinar horrible. Reflexionó un instante y se dirigió a mí sin rodeos: No voy a engañarlo, Señoría. Prácticamente, puede dar por perdida la biblioteca, pero puede usted morir matando, me explico Sire, tengo un sistema que acabará con su plaga, que por cierto es la peor de las plagas, pero apenas podrá salvar algo, tal vez uno o dos volúmenes… incluso si supiera que al final salvábamos uno sólo yo lo firmaría sin dudarlo.
Era una cruda noticia. Mi biblioteca exterminada. Asentí con un golpe de cabeza: adelante, ellos se llevarán mis libros, mi Palas, mis Pasternak y mis Chéjov, pero que lo paguen con la vida.
Samsa forró de un extraño plástico toda la habitación: le llevó horas. Después fumigó con unos polvos extraños por debajo de las lonas y dijo secamente: ahora no nos queda más que aguardar unas horas…
La espera fue insoportable: me arrellané en mi sillón de orejas favorito e intenté, con una copa de Napoleón y un buen cigarro puro en la mano, anestesiar mi dolor con la lectura de unos aforismos de Lichtenberg… mientras, el liquidador aguardaba, impasible, en el interior de su camioneta. Entonces, un estruendo, una enorme debacle acababa de suceder en la biblioteca. Se había hundido y un polvo blanquecino salía por la puerta. Acudimos rápidamente y yo me detuve en el umbral, justo en donde yacía mi busto de Palas con medio rostro demacrado, como roído por un cáncer. Samsa, decidido, se introdujo en la nube blanquecina mezcla de sus polvos asesinos y de la escombrera: se habían derrumbado las estanterías, parte de una pared y un trozo de techo.
Y entonces, justo cuando me preguntaba si era prudente que ese hombrecillo, por muy liquidador que fuera, se metiera entre esa nube de vapores, salió. Samsa salió de entre la neblina tóxica completamente teñido de blanco: su cara como una mortaja. Llevaba un libro debajo del brazo: era lo que había podido salvar.
Sonrió: con una sonrisa mucho más blanca que la nube blanca suspendida detrás, que su pelo blanco, que su ropa blanca, que los escombros blancos, y me extendió el libro y me animó: podía haber sido peor, Señoría, al final hemos podido salvar esto.
Tomé ese volumen en mis manos: era La metamorfosis, de Franz Kafka.

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