lunes, 29 de agosto de 2011

Hank Chinaski, director de un grupo de Alcohólicos Anónimos



Cuando uno se levanta más días de su vida con resaca o todavía borracho, que sereno, necesita una ayuda: pues bien: yo había alcanzado tal límite: me encamine a la AAAA, es decir: la Asociación Americana de Alcohólicos Anónimos: donde aguardaba recibir esa ayuda.
El centro de mi localidad, en Pomona, era un cochambroso edificio de convenciones que había quedado relegado a eso, para actividades sociales, y en el que la AAAA llevaba mucho tiempo con sus reuniones… aunque yo nunca le presté el menor caso: hasta ese día.
Cuando entré para presentarme como nuevo miembro me quedé absolutamente alucinado: el director del centro era Hank Chinaski: el mayor borracho que ha existido y existirá: el Gran Borracho de Occidente. El personaje literario, el alter ego de Bukowski, que se bebía todo lo bebible.
Llevo sobrio desde el 9 de marzo de 1994… calcula: un montón de años… me confesó, para animarme. Lo dejó, en efecto, dejó la bebida para dedicarse ahora a ayudar a los demás, cansado de ser un estereotipado personaje de novela. Increíble, no porque un personaje de novela apareciera ante mis ojos, de carne y hueso, con un enorme parecido al propio Bukowski, que va, eso no me sorprendía, en mis borracheras y delirios había visto y sentido cosas peores. Lo que no podía creer: que Chinaski estuviera al frente de la AAAA, y sobrio.
Obviamente: en cuanto terminó aquella sesión del grupo lo invité a tomar algo. Fuimos a un bar e intenté beberme unos whiskys con él, pero no le servían. Un enorme letrero, en cada bar al que fuimos, avisaba: NO DEN DE BEBER A CHINASKI.
Acabamos en mi casa. Descorché una botella de vino y llené hasta arriba dos vasos: le ofrecí a Chinaski, derrotado sobre mi sofá. Me miró. Contempló el vaso. Me volvió a mirar. Su mirada seria y ceñuda, de reprimenda, se ablandó: me sonrió.
¡A la mierda!, dijo. Se sacudió el vaso de vino. Acababa de arruinar sus décadas de abstinencia y, chico, que bien nos sentíamos. A la botella de vino le siguieron otras, y cervezas, y vodkas, y whiskys, hasta que la luz de la mañana entró por la ventana para iluminar con su fuego nuestra enorme borrachera.
Sí, fue muy sonado: Chinaski despertó de aquello con una mala resaca. O yo que sé: tal vez cansancio, hartura de haber vuelto a lo mismo. Contempló su cara picada frente al cristal del baño y lo reventó de un puñetazo. Con los dos trozos más grandes se cortó venas y tendones, insensibilizado por el alcohol se pasó de la raya tajando, para suicidarse no necesitaba montar la carnicería que montó. A su lado: varias botella de Canadian apuradas hasta la desesperación.
Esa noche, cuando mi nuevo director del grupo de la AAAA se presentó, no pude evitar exclamar un: ¡OH DIOS MÍO!, ¡DIOS MÍO! Y es que, Arturo Bandini, el gran Arturo Bandini, el personaje de las novelas de John Fante, había acudido a sustituir al malogrado Chinaski. Y llevaba, también, una eternidad sobrio…

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