miércoles, 24 de agosto de 2011

Ultima noche en la tierra de Joseph Roth




En Paris, a 23 de Mayo de 1939: Café Tournon:

Llevaba varios días sin comer: parecía ser capaz de alimentarse del aire; del aire o del alcohol: Henessy tras Henessy: copa tras copa: coñac tras coñac; bebía vaso tras vaso mientras los demás ingerían comida tras comida. ¿Cuánto tiempo puede durar un hombre así? Él, a menudo, manifestaba orgulloso que no comía nunca, pero eso era pura fanfarronería, desde luego, porque, de vez en cuando, le tocaba una buena cena, una sopa, un borsch, incluso un puñado de albóndigas. Ahora, tras varios días enteros sin comer nada, su estado general se había deteriorado muchísimo. La cara enrojecida, hinchada, abultada como una máscara grotesca. Los labios carnosos siempre húmedos, por ellos se pasaba la lengua como si saboreara el último trago de licor. Daba lástima decirlo, pena, pero el amigo se acababa de convertir, finalmente, en alguien, más bien en algo repulsivo: los tobillos retenían líquidos, monstruosamente embotados, apenas era capaz de dar dos o tres pasos seguidos sin caer en una enorme fatiga, padecía un gran insomnio que tan sólo paliaba emborrachándose y, lo peor, se daba con demasiada frecuencia al Pernod, bebida que, de largo, era la que peor le sentaba. En ese estado de debilidad, de agotamiento absoluto, parecía lógico que cualquier adversidad, por nimia que fuera, diera al traste con su estado físico, con su delicado equilibrio, tan precario, que se colapsara su anatomía.

Eso fue lo que sucedió: la noticia lo convulsionó, revolvió su existencia del revés y la tumbó.

El humo en el café Tournon era espeso. No quedaba una mesa libre. En una esquina unos emigrados rusos fumaban de sus enormes puros y, en gran parte, eran los principales culpables de la humareda. En el centro, un grupo de polacos reía a grandes carcajadas y consumía enormes cantidades de vodka. En un rincón, el rincón habitual, Joseph Roth y su camarilla de austriacos desarraigados departían sobre política y sobre amargura, es decir: sobre los viejos tiempos que parecían ya tan olvidados. La atmósfera densa y pesada se iba depositando sobre los hombros de los contertulianos, sobre sus párpados pesados, sobre las conversaciones cada vez más atascadas y anodinas. Por encima de los discursos flotaban las palabras de Roth: escuchado con un silencio reverencial mientras peroraba sobre cómo retomar el poder en Austria, arrojar a patadas a Hitler y reinstaurar al Antiguo Régimen Austrohúngaro de los Habsburgo. Esas palabras brotaban de su boca almibaradas de alcohol y vagaban por el recinto del café cargadas del bouquet y del retrogusto ácido y empalagoso, pronunciadas entre toma y toma, entre buche y buche de coñac.

Aquella noche, Roth estaba cada vez más bebido, más débil, más compungido, más extrañado. Una de las soflamas subió de tono y dio la sensación de que fuera a ponerse en pie para enfatizarla. Sus manos regordetas se apoyaron en la mesita del café, pero aunque realizó un considerable esfuerzo, que no fue ajeno a la concurrencia que lo escuchaba arrobado, apenas pudo elevar unos centímetros el cuerpo de la silla, con el cuello perlado de sudor por el esfuerzo –señal de que algo iba realmente mal porque el nunca transpiraba- para dejarse caer, de nuevo, derrotado, dejando la aseveración huérfana flotando en el pestífero aire del tabaco.

Roth hizo una pausa y miró a su alrededor: caras enrojecidas por la bebida y bocas abiertas hasta la mueca se desencajaban en risotadas alcohólicas: labios que apuraban tagarninas y cigarrillos de liar hasta quemarse las comisuras: dientes amarillentos que mordisqueaban boquillas de pipas descascarilladas.

Entonces, se abrió de golpe la puerta del café y un aire fresco despejó el ambiente moribundo. Las carcajadas, los tragos, el humo, los cigarros, las pipas, las charlas, todo quedó en suspenso al ver la figura que penetró, descompuesta, como si con él no trajera la frescura de la noche parisina de las callejas sino todo un huracán de muerte y destrucción. Y, en efecto, todo un huracán venía con él, lo traía de su mano, prendido a su impecable pechera blanca y almidonada. Era un joven austriaco exiliado recién llegado a París y que se había dejado caer por el círculo de Roth en un par de ocasiones, sin demasiado éxito de momento, aunque ya había conseguido dinero, algo que Roth jamás negaba a los desplazados.

El joven dio dos pasos y se detuvo en el centro del café, consciente de la expectación que acababa de provocar: buscó y halló con la mirada a Roth: lo contempló fijamente y, sabiendo que portaba noticias de uno de los mejores amigos de Roth y que, por ello, tal vez sería desde ahora tenido en mayor consideración en su círculo: colocado allí solo, en medio, en mitad del silencio, pronunció sus malignas palabras que hendieron el humo, el alcohol y la densa atmósfera del café para que ya, nunca más, fuera el mismo lugar:

-¡Ernst Toller se ha ahorcado en su hotel de Nueva York!

Los ojos del joven se clavaron en los de Roth, que apenas podían digerir lo que acababa de oír. Como movido por una fuerza sobrehumana, la que le faltó antes para afirmar una sentencia cuando peroraba, se levantó de un brinco sin necesidad de sujetarse a la mesita. Señaló en dirección del joven y, a la par que expulsaba una bocanada de aire, le gritó con violencia:

-¡Eso es mentira! ¿Me oye? ¡Mentira!

Roth tragó una gran bocanada de aire: como un gran pez fuera del agua: y todos se dieron cuenta de que ese aire ya no alcanzaba a llegar a sus pulmones: colapsado: la cara se le enrojeció: luego tornó a un color violáceo: se apoyó con ambas manos sobre la mesita: los vasitos de licor, las tacitas de café y las botellas se agitaron con un suave tintineo.

Sin pronunciar palabra, se abalanzó sobre la mesita: la arrastró consigo al suelo en medio de un enorme estruendo y desplomó sus sueños de literatura en el abismo de la inmortalidad.

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