martes, 29 de noviembre de 2011

Una historia vocálica y alfabética


Había una vez un grupo de tres letras, tres aes, que aborrecían mucho, pero mucho, a un par de letras e: tanto las odiaban que con su furia eran capaces de hacer, cuando se enfadaban, que el día se volviera noche y, algo mucho más difícil, que la noche se hiciera día.

Como las letras, las tres aes, eran medio brujillas, decidieron lanzar un hechizo para alejar de allí, para siempre, a las poco amistosas es. Movieron la varita mágica por aquí y por allí y zas, las convirtieron en dos barcos, en dos bajeles que inflaban sus velas y flotaban sobre sus graciosos pies curvados. Incluso se adornaron de llamativos mascarones con una sirena y un tritón; en el puente de una de las es aparecía un capitán con loro y garfio que miraba por un largo catalejo.

Las letras a remataron la faena con un último movimiento de varita: desencadenaron un viento huracanado que se llevó volando por los mares, generalmente tranquilos en ese equinoccio, a las dos letras e: muy muy lejos de allí. Más allá de las Antillas, de Cayena, mucho más allá. Y así, un grupo de consonantes desanimadas que llevaban una existencia herrumbrosa, imantada por culpa de aquellas es impertinentes, pudo recuperar, poco a poco, su relumbrón.

Y las aes, satisfechas, empezaron a maquinar que podían hacer para acabar con los días festivos, que les caían tan gordos, o incluso más, que las propias letras e que ya bogaban más allá, mucho más allá, de las Columnatas de Hércules, de Zanzíbar o de Fernando Poo.

Quizás, sí, sería buena idea convertir las tiradas de días festivos en ristras de salchichas… y juntas, las tres letras a movieron a la vez su varita…

Pero eso ya es otra historia.

O, al menos, no es historia para que sea contada aquí.

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