viernes, 4 de noviembre de 2011

Quijano de la Mancha, picador


6 toros 6 se anunciaban en el cartel de la plaza de toros de Albuquerque. Mucho sombrero texano y una mayoría de mexicanos. El sol cayendo a plomo, golpeando a plomo sobre el tendido. Cervezas heladas gaznate abajo, perritos con chile y guacamole, quesadillas y picante. 6 toros 6, y debajo del nombre de los diestros: el picador en su última corrida, el picador que, por ignotos motivos que yo, uno más del público, desconocía, había elegido aquella plaza para retirarse. No pudo hacerlo en Ronda, Málaga, Madrid o Pensacola, no: tuvo que ser allí, en Albuquerque.

6 toros 6: y al pie del cartel el anuncio de la gloriosa retirada del picador: de Quijano de la Mancha. Por una vez, todo el mundo acudía a ver al picador en acción, no atraían los toreros, ni sus medias envinadas ni sus taleguillas enlucidas ni sus manoletinas de barro y sangre. Importaba ese Quijano, ese Quijano de la Mancha.

Era como una fiebre: la expectación tal que yo no pude contenerme y, cuando apareció por el portón, mientras le colocaban al toro Salinero en suerte (¿quién o qué tipo de hijoputa le ponía el nombre a estos animales?: Armarito, Tuertecillo, Moradito, Albañilillo…), exclamé: ¡Y monta a Rocinante! Desde luego, el animal huesudo lo recordaba, pero alguien cercano, no recuerdo bien, entre trago y trago que bajaba por su garganta con sonidos de tubería, me sacó del error: No, Rocinante murió hace años, en la plaza de Zaragoza, se le salieron los intestinos como una ristra de chorizos, rebozados en la arena, fue una mala cogida, yo estaba allí y yo lo vi.

En efecto, Alonso Quijano había querido demostrar que había vida más allá de los dos tomos, más allá de las segundas partes, esas que nunca fueron buenas, y tras dedicarse a rodar algunas películas porno que pasaron a la historia de la industria como El Quijote porno, con millones de búsquedas y descargas en Internet, superó, incluso, la pérdida en aquella desgraciada cogida de su caballo Rocinante en Zaragoza, y había prolongado su actividad como picador por más de veinte años. Ahora ya era tiempo, todos opinaban que fue tiempo hacía mucho, que la demora era peligrosa, que en cualquier corrida podría pagarlo con la vida, y que era momento de abandonar los ruedos.

El ahora Quijano de la Mancha apareció a lomos de su enfermizo caballo que de inmediato me recordó a ese otro caballo escuálido del Guernica, el que estira el belfo como si fuera a tocar una trompeta, sí, ese. Su armadura orinada y su yelmo polvoriento: la astrosa pica en ristre.

Se parece al caballo de ese mamarracho… musitó un tipo al lado, mientras engullía un perrito, sí, a ese del cuadro: había pensado lo que yo. Salinero, los dos cuernos repletos de sabiduría, conociendo que su destino era el vientre del caballo, no lo dudó un instante.

Embestida: Quijano que no acierta con la pica, una voltereta, el vientre del animal rajado y rojo, y las tripas enarenadas de albero como una ristra de chorizos picantes espolvoreados de pimentón.

No tardamos mucho en darnos cuenta que esas tripas eran también, las de Quijano de la Mancha, inerte, junto al rocín: ambos parecían, en el estertor, estirar los labios, los belfos, como si intentaran soplar en una trompeta imitando al mamarracho del cuadro, y yo tuve la extraña sensación, cuando el sol caía más a plomo sobre mi cabeza, que esas tripas, además, eran mis propias tripas y el pimentón el mismo pimentón de mi sangre, enarenados en nuestra postrera playa de Barcelona.

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