domingo, 12 de agosto de 2012

Suite lacrimosa

1. Varsovia, entre nieve, reflectores y vagones de ganado
 -en el gueto, la madrugada del trece de enero de 1943-

Primero, los concentraron en ese inhumano gueto, hacinados, apiñados, quince personas en un piso, sin comida y sin apenas agua, con la prohibición expresa de salir del recinto, expuestos al maltrato de las patrullas de las SS que se internaban periódicamente por las calles del lugar; confinados entre enfermedades y cadáveres, sin posibilidad de asistencia sanitaria...

Después, empezaron las listas de evacuados elaboradas por los miembros del Judenrat, que citaban a la gente para la deportación.

La verdad era que Yaacob Rosenthal, al principio, no sabía si marcharse como integrante de uno de los grupos seleccionados para la evacuación. Le llegaban terribles rumores que hablaban de campos de trabajo y de condiciones de vida durísimas. ¿Acaso sería eso peor que la vida en el gueto? Ahora bien podría asegurar que no y, por ello, deseaba que lo incluyeran en una de las listas de salida.

Yaacob se encaminó a la calle Nisca, sede del Judenrat del gueto de Varsovia, para presionar personalmente a uno de los rabinos que formaban parte del Consejo con el fin de ser  incluido en la siguiente lista. El rabino Moshe se encontraba desbordado de trabajo, a cada día recibían una nueva petición que exigía más y más deportados por parte de las autoridades del Gobierno General de Hans Frank.

-¡Has debido de enloquecer, Yaacob Rosenthal! –le recriminó el rabino, que sabía del irremediable destino que aguardaba al final del camino. En varias ocasiones el rabino se las vio y se las deseó para evitar incluir a Yaacob en las listas. La amistad que le unía con su padre, muy anciano y que milagrosamente aún resistía con vida en el interior del gueto, además de la responsabilidad que representaba dejar indefensa a la hermana de Yaacob, de diez años, llevaron al rabino a silenciar el nombre del muchacho, incluso en la que fue, hasta esos instantes, la última gran operación de embarque de deportados, la del trece de septiembre de 1942. Entonces, se marcharon de golpe siete mil personas en dirección a las cámaras de gas de Treblinka y Yaacob Rosenthal no las acompañó. El rabino le salvó el pellejo esa vez, pero no podía asegurar que fuera capaz de seguir lográndolo por mucho tiempo.

Entonces, llegó esa tarde, la tarde en que los alemanes se quejaron airadamente al Judenrat del gueto de Varsovia de que en los últimos transportes de evacuados viajaron demasiados ancianos inanes, requerían un mayor número de hombres jóvenes y más cuota de mujeres; Yaacob Rosenthal figuraba en las listas que el Gobierno General de Polonia preparó para el envío del trece de enero de 1943 a Treblinka. Un transporte compuesto por diversos focos residuales que deberían ser liquidados inmediatamente, nada más llegar al complejo.

Se tomaron nombres de aquí y de allí hasta alcanzar el número de siete mil deportados, extraídos de varios guetos esquilmados. La inclusión de Rosenthal entre ellos fue inevitable. Éste, en su insensata ignorancia, se alegró de marcharse de allí, pero le dolía y le preocupaba sobremanera dejar a su padre y a su hermana en el interior del gueto. Sin embargo, opinaba que mejor ayuda podría ofrecerles desde fuera,  ya que pensaba escaparse del control de los nazis a la menor oportunidad. Veía tan sencillo arrojarse de un tren en marcha...

Los reunieron a las seis de la madrugada, bajo una intensa nevada, en la no muy extensa explanada de la calle Stawki, frente a la estación de la línea de ferrocarril que se adentraba en el gueto. Dos camiones de las SS, equipados con un reflector, barrían la zona en donde formaban los hombres congelados de frío, tan débiles de hambre y enfermedades.

Yaacob miró a ambos lados y sintió un escalofrío ante el drama que contemplaba: no eran sino un batallón de emaciados que se tambaleaban en mitad de la nieve, azotados y agitados por un gélido vendaval. Los encargados de las SS, en comandita con la policía judía del gueto, pedían la documentación del individuo antes de embarcar y comprobaban en sus largas y caóticas listas la coincidencia de los nombres allí consignados. Toda la operación se llevaba a cabo entre insultos, empellones, gritos, ruegos y súplicas, mientras las tétricas sombras de los focos dibujaban febriles arabescos en cada barrido.

Tras más de dos horas de espera le llegó su turno. “¡Rosenthal, Yaacob!”, escuchó de boca de uno de los policías judíos. Empezaba a encontrarse sumido en un estado de calma, con un pesado sueño que indicaba el inicio del proceso de congelación. Ya no sentía su cuerpo, se notaba como dormido de pie. La voz repitió su nombre por segunda vez. Alertado, tomó conciencia de sí, notó como su organismo iniciaba un desesperado intento por recuperarse y generaba una reacción similar a la de sentirse atravesado por miles de agudos alfileres –recordó que una de sus primeras novias, Therése, llamaba aquello como tener hormigas en los pies-; al fin, sus piernas obedecieron mientras lamentaba, una vez más, que la pobre Therése se topase con una patrulla de las SS durante el toque de queda, todo por conseguir unos míseros colinabos: sin contemplaciones, le rompieron la cabeza a porrazos.

Al acudir con tanto retraso a la llamada, pese a que ya emergía de entre las filas de los despojos humanos, el reflector se centró sobre él y lo deslumbró, circunstancia que le llevó a trastabillarse y  a punto estuvo de caer al suelo. Cuando a duras penas ya recuperaba el balbuciente equilibrio se le acercó un soldado de las SS y le asestó un culatazo en la cabeza que le abrió una considerable brecha. Su sangre tiñó la nieve y su boca se llenó de barro. Escuchaba los desaforados gritos del soldado, malhumorado por permanecer allí, bajo ese frío y a esas horas intempestivas por culpa de un puñado de malditos judíos piojosos que remoloneaban a la hora de embarcar. Yaacob no se percataba de que el SS amenazaba con matarlo si no se ponía en pie. La situación parecía ya insostenible, momento en el cual intercedió el rabino Moshe, el amigo de la familia.

-¡Ya se levanta, ya se levanta, no pasa nada! -le dijo en tono conciliador al soldado mientras se interponía entre el hombre y Yaacob, al que ayudó a incorporarse. El soldado de las SS se apartó a un lado; pronto la emprendería a golpes con otra persona. El rabino condujo a Yaacob junto a la mesita plegable en la que un funcionario del Reich verificaba el registro. El joven, bien sujeto de un brazo para no derrumbarse de nuevo, cayó entonces en la cuenta de quién le ayudaba:

-Gracias rebbi... –murmuró-, sin usted no podría marcharme de aquí...

-¡Cállate insensato, no me des las gracias por esto!

-No sólo por esto... gracias... por incluirme en la lista -el funcionario le exigió la documentación a Yaacob, pero fue el rabino Moshe quién se la extendió. Los papeles estaban mojados por la caída en la nieve y manchados de sangre a causa de la brecha abierta en la cabeza, que goteaba abundantemente, pero esto ya no representaba un grave problema para el muchacho. Sería  la última vez que un representante del Reich le pediría la documentación.

-¿Rosenthal, Yaacob? –preguntó, de nuevo, el obtuso y obstinado funcionario. Esa era la maldita manía alemana de comprobarlo todo cien veces, de preguntar y preguntar, de verificar obsesivamente las cosas. Por eso, un sencillo embarque podía demorarse durante horas.

Asintió con la cabeza: sí, era él. El funcionario le devolvió la documentación, que Yaacob recogió con blanquecina y temblorosa mano. Ayudado del rabino continuó con su avance en dirección al cuarto vagón del convoy. Los tres primeros ya se encontraban cerrados con gruesas cadenas y firmes candados, abarrotados de gente moribunda en la mayoría de los casos.

El rabino empujó un poco a Yaacob para ayudarlo en la ascensión por la rampa. Los guardias aún no habían instalado a mucha gente en el interior del vagón y pudo elegir un lugar a mitad de camino de la única ventanilla existente. No era cosa de asfixiarse durante el trayecto, pero tampoco podía exponerse a helarse con la corriente.

Al volverse para, de nuevo, darle las gracias al rabino, comprobó que acababa de irse a toda velocidad. En realidad, la presencia del rabino allí obedecía a la obligación, ya que las autoridades nazis exigían que siempre permaneciera presente un miembro del Judenrat a la hora de llevarse a cabo un embarque y, esa noche, la nefasta noche en la que Yaacob Rosenthal acudió a su cita con la muerte, le tocó al rabino. Ya le fastidiaba, sobre todo porque no tuvo forma de evitar al ingenuo chaval. ¡Si hasta tuvo que ayudarle! ¡Y Yaacob se lo agradeció! ¿Pero cómo era posible que no fuera consciente de lo que le aguardaba al final del trayecto?

Salir de allí, del gueto... esa era la esperanza de Yaacob. Se trataba del mero instinto de supervivencia, que podía más que cualquier terrible certeza. La suerte, al fin y al cabo, bien podría darse la vuelta. Desde luego, nunca se sabía cuando podía hacerlo.

Aunque en el caso de Yaacob Rosenthal,  la suerte ya estaba echada. O así, al menos, podía asegurarlo el rabino Moshe, que comenzó a orar por él.

2. Autómatas del sufrimiento en un vagón de ganado
 -trece de enero de 1943-

Reconocía que allá, en la explanada, barajó la posibilidad de escapar, pero después, tras las horas de espera, sus fuerzas se vieron mermadas tan deprisa que ya no pensó más que en llegar al campo de trabajo para poder, con el empleo de todas las artimañas posibles, recuperarse. Una vez logrado ese empeño, entonces sí que emprendería la huida.

En el instante en que el tren abandonó el gueto y partió de la estación de Malkinia, con su demoniaco concierto de portazos, de puertas corredizas que restallaban a la luz del alba, de ladridos de los perrazos excitados bajo la copiosa nevada, de candados y de cerrojos que se cerraban, de órdenes y de gritos, del pitido de la locomotora y del rechinar de la máquina, allí dentro, apiñado con otras cien personas, en una posición en la que apenas podía moverse, con la cabeza incómodamente torcida para un lado, con unos jirones de ropa que actuaban como compresa sobre la brecha, jirones arrebatados a un anciano que murió al poco de entrar en el vagón, así, en esa situación, sintió un enorme alivio al saber que abandonaba el gueto.
           
Pensó en su padre y en su hermana.
           
Poco tiempo después, de tan agotado como se encontraba y de la alarmante manera en que notaba como sus fuerzas lo abandonaban, ni tan siquiera pudo pensar ya en nada; ni en nada ni en nadie.

Se convertía en otro autómata más, como la mayoría de los que abarrotaban el compartimento y que se dejaban conducir mansamente, en medio del gran sufrimiento, al matadero.

Tan exhaustos que no eran capaces ni de llorar.
           
3. La estación del reloj de las manecillas pintadas
– un indeterminado día de mediados de enero de 1943-

Se trataba de una nueva y sorprendente sensación dentro del drama: experimentó alegría al bajarse del tren que los sacó del gueto, contento de apearse allí aunque ignorase lo que pudiera esperarle, feliz por vencer al extenuante y largo viaje, perdida ya la cuenta de los días transcurridos y de los muertos que se sucedieron; exultante por aún conservar la vida que otros muchos ya perdieron.

Lo primero que los deportados escuchaban al  llegar a su destino eran unos ensordecedores altavoces que repetían consignas pronunciadas en un agresivo alemán. Y lo primero que leían, los que aún conservaban las fuerzas y las ganas de leer, eran dos letreros tranquilizadores:
           
            Treblinka. Cajero.

            Transbordo a los trenes con destino al Este.
           
 -Entonces es cierto... nos transportan a territorios rusos, más al este... Esperaremos aquí por unas horas hasta que llegue el tren que nos conducirá allá... Así que esas terribles afirmaciones no tienen fundamento alguno... –le susurró Yaacob a su compañero, un retal humano que apenas sí podía sostenerse en pie, mientras formaban sobre el andén, repleto de nieve y charcos, entre el pavoneo de los jefes de los batallones de las SS que se paseaban por delante de ellos con soberbia y contemplados por la nerviosa excitación de los perros que olfateaban la amalgama hedionda que provenía de los vagones que ahora tan sólo albergaban los cuerpos de los muertos, los despojos de quienes no fueron capaces de resistir los rigores del trayecto: aplastados, sofocados, asfixiados; una peste que también exudaban los viajeros, una mezcla de orina, vómitos, excrementos, junto a la putrefacción de algún miembro congelado, gangrenado ya... Todo un festín oloroso para los delicados hociquilos de los animales.

Un relámpago de pavor cruzó por la cabeza de Yaacob al caer en la cuenta de que las manecillas del reloj de la estación de Treblinka eran falsas, estaban pintadas, detenidas en el tiempo... Eso no era lo apropiado para una estación con la importante función de enlazar trenes y que debería de cumplimentar sus salidas con puntualidad. La calavera de las unidades de la Totenkompfverbänden que lucían los soldados de las SS a modo de insignia en las gorras en nada ayudaba a tranquilizarse, pero decidió no desesperarse, tan sólo debería limitarse a soportar la espera hasta la llegada del nuevo tren... ¿Pero a que venían esas manecillas pintadas? Esa insignificancia le acudía a la cabeza una y otra vez, su inconsciente elaboraba pavorosas teorías, edificaba una pesadilla de la nada, se alarmaba ante una circunstancia que seguro que tendría una risible –de puramente lógica- explicación.

Al principio de la apertura de Treblinka, a finales de julio de 1942, no llegaban hasta allí más de cinco mil deportados al día, por lo que podía dárseles un recibimiento calificado en el procedimiento nazi como de tranquila bienvenida, donde los soldados simulaban parsimoniosamente que los viajeros acababan de arribar a una estación intermedia de tránsito y que, tras atravesar por el trámite de una desinfección, continuarían su trayecto en dirección a los enclaves de reasentamiento del Este. Pero el rápido aumento de personas deportadas alcanzó la cifra de hasta doce mil al día. Eso obligó a la autoridades a emplear otros métodos mucho más directos con el objeto de ganar tiempo y, forzosamente, cambió esa situación de tranquila bienvenida que los mandos consideraban fundamental para el equilibrio mental de los soldados. Las maniobras de distracción y disimulo nunca pretendieron que los desdichados conducidos hasta las cámaras de gas murieran sin darse cuenta por motivos humanitarios –hubiera tenido gracia que el término humanitario se implicara en el procedimiento sistemático del asesinato- sino que las pantomimas de las duchas y las orquestas que recibían a los convoyes de condenados a pie de anden debían facilitar así el impacto emocional que la masacre podría tener en sus ejecutores, dulcificándola.

En el momento en que el breve periodo de tranquila bienvenida desapareció del procedimiento, desbordados por la gran masa a la que debían de aniquilar, la oficialidad se vio obligada a incrementar, como una manera de que la faena fuera algo más llevadera, los días de permiso y las raciones extra de aguardiente y de vodka asignadas a los grupos de las SS encargados de las tareas inherentes a la aplicación de la Solución Final.

Desde lo alto de la cabina de control de la estación de ferrocarril de Treblinka el Oberleutnant y comandante del campo, Franz Stangl, dio la orden con tan sólo un imperceptible golpe de cabeza que fue interpretado por uno de los fieles miembros de la guardia ucraniana del campo, el brutal Fedorenko, que puso en curso el procedimiento habitual.

A continuación, Franz Stangl se marchó a comer tranquilamente. Tenía hambre porque la resaca de la borrachera de la noche anterior le impidió desayunar como era debido.

Los soldados comenzaron a hostigar con empellones y golpes al famélico grupo con el objeto de que pasaran al interior de las dependencias de la estación. Lentamente, la masa se puso en marcha, espoleada, de repente, por una andanada mucho más sañuda de culatazos, puñadas y de aterradoras fauces dentudas que lanzaban mordiscos por doquier. Yaacob sintió de nuevo esa sensación de miles de alfileres clavados por todo el cuerpo con la que pudo poner el organismo en movimiento y allí, en mitad del pavor, volvió a recordar a la pobre Thérese, la de las hormigas y su cráneo descerebrado a porrazos.

Dentro, en el vestíbulo de la estación, los instaron a desnudarse para que tomasen una ducha desinfectante... El imprevisto causó algunos recelos acerca de lo que podría sucederles a las ropas dejadas en los bancos. Esas eran sus únicas pertenencias y, en medio de tanto frío, adquirían un valor inusitado a la hora de conservar la vida.

-Nos van a desinfectar para que así entremos limpios en los vagones, quizás hasta nos den unas ropas nuevas, para no llevar hasta los reasentamientos del este liendres y parásitos -argumentó Yaacob a una parte del grupo, en un descomunal ejercicio de fe-. Seguro que por ese mismo motivo, por el problema de los piojos -continuó elucubrando- nos van a cortar el pelo al cero. Es una mera cuestión de higiene. ¡Los alemanes son unos maniáticos con la limpieza!

Los peluqueros se daban maña, mucha más que los encargados de los recuentos en la explanada del gueto, aún mayor que los conductores de los lentos trenes; tanta maña demostraban que parecían ser los únicos trabajadores del Reich competentes. El corte de pelo fue la única operación en todo el viaje que Yaacob vio desempeñar con presteza y diligencia. Para su desgracia, bien pronto comprobaría que le faltaba asistir a otra actividad librada con igual celo profesional.

Sin el pelo y desnudos, hombres, mujeres y niños se agolpaban en la parte trasera de la estación. Muchos aún se tapaban con las manos, se sentían ridículos, avergonzados de su desnudez, como si ya no tuvieran otra cosa de la que preocuparse (o tal vez es que no quisieran preocuparse de otra cosa) en una situación tan delicada.

De repente, un nutrido grupo de guardianes armados con látigos entraron en la estación y cargaron contra ellos.

El grupo, aterrorizado, entre gritos y chillidos, buscó la escapatoria por la única puerta abierta existente, colocada en un lateral y que daba a un embarrado camino, a un sendero bautizado por las SS como el camino del cielo, también conocido como el tubo. La masa, que ahora corría desnuda en volandas de un súbito y estruendoso silencio, porque el esfuerzo ya no les permitía derrochar las fuerzas, tan escasas, en continuar con los estériles alaridos de pavor, no podía ni imaginar cómo denominaban los alemanes al lugar por el que transitaban.

Los perros, -¡bien lo sabían los animales y por eso esperaban su momento desde que el grupo se bajó en el andén!- sueltos ahora de sus cadenas, perseguían y apresaban a los más débiles, que devoraban entre el fango, sin dejar de ser azuzados por los guardianes.

Los que ganaron el final del sendero no tuvieron tiempo de ver como otros compañeros se trastabillaban con los sarmentosos miembros de los ya caídos, ni contemplaron como los perros se abalanzaban sobre ellos, ni como se desgarraban dedos, jirones de piel, genitales arrancados de cuajo... Tan sólo podían escuchar el angustioso “¡deprisa, daos prisa!”, que les ordenaban los guardianes. Y ellos se limitaban a obedecer. Obedecían en mitad de un sepulcral silencio tan solo violentado por los ladridos de los perros, por los vozarrones de los verdugos y por los lastimeros lamentos de dolor de las víctimas que se quedaban atrás, sobre el barro del camino.

Al final del sendero no podían avanzar nada más que a la derecha. Tras subir cinco peldaños  ingresaron por una puerta hasta el interior de un barracón de hormigón. Cuando los casi quinientos condenados se encontraban ya en su totalidad dentro de la cámara, la puerta se cerró con un sonido que les heló el alma.

Automáticamente, el jadeo que la carrera provocó en muchos se detuvo en seco, cortado de raíz por el sentimiento de pavor ante una muerte segura.

Junto a la maquinaria, otros dos guardias ucranianos, Nikolai Shalaiev e Ivan Marchenko, accionaron los engranajes. Mientras aguardaban el final del proceso se fumaron un cigarrillo y trasegaron unos tragos de sus petacas de vodka.

En la cámara se escuchó el rugido del motor diesel de un tanque soviético modelo T-4, de 500 CV de potencia, que expulsó el monóxido de carbono por los orificios del barracón. La gente comenzó a convulsionarse, se asfixiaban y se golpeaban contra otros cuerpos que experimentaban una agitación similar, hacinados, sin espacio para desplomarse contra el suelo.

En el horror, antes de morir, Yaacob pensó:

-¡He aguantado tanto para esto!

Ni tan siquiera se acordó de su padre y de su hermana, que morirían poco después, entre los meses de abril y mayo, durante la trágica insurrección y posterior liquidación del gueto de Varsovia, ni fue consciente de que su ilusión por formar parte de las listas del Judenrat era un suicidio.

Ni siquiera recordó a Therése.

No reparó ya en las manecillas pintadas del reloj de la estación, carentes ahora de todo significado.

No, no pensó en nada de eso... Tan sólo le dio tiempo a lamentarse de lo inútil de su resistencia.

Tanto esfuerzo para, al final, nada.

Yaacob moría, según lo acordado por Heydrich y sus secuaces en el bucólico paraje de Wansee, cuando se reunieron con las panzudas copas de coñac entre las manos y las sentencias de muerte prendidas en sus corazones.

Mientras tanto, Franz Stangl comía con buen apetito, su dolor de cabeza remitía y la guardia ucraniana fumaba, bebía y reía satisfecha.

Y allá, en los sórdidos y enmoquetados despachos del Reich, en Berlín, Adolf Eichmann continuaba entregado a su labor de coordinar envíos, de cuadrar cifras, de que la tarea de exterminio fuera lo menos costosa y deficitaria posible para la Alemania de Adolf Hitler.

Porque al final, Yaacob se había tratado de eso: de un mero asunto económico en el cual se debía procesar su muerte con el menor gasto posible.
(pintura de Lucien de Cassan: A través de Treblinka)

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