1. Varsovia, entre nieve,
reflectores y vagones de ganado
-en el gueto, la madrugada del
trece de enero de 1943-
Primero, los concentraron en ese inhumano gueto,
hacinados, apiñados, quince personas en un piso, sin comida y sin apenas agua,
con la prohibición expresa de salir del recinto, expuestos al maltrato de las
patrullas de las SS que se internaban
periódicamente por las calles del lugar; confinados entre enfermedades y
cadáveres, sin posibilidad de asistencia sanitaria...
Después, empezaron las listas de evacuados
elaboradas por los miembros del Judenrat,
que citaban a la gente para la deportación.
La verdad era que Yaacob Rosenthal, al principio, no
sabía si marcharse como integrante de uno de los grupos seleccionados para la
evacuación. Le llegaban terribles rumores que hablaban de campos de trabajo y
de condiciones de vida durísimas. ¿Acaso sería eso peor que la vida en el gueto?
Ahora bien podría asegurar que no y, por ello, deseaba que lo incluyeran en una
de las listas de salida.
Yaacob se encaminó a la calle Nisca, sede del Judenrat
del gueto de Varsovia, para presionar personalmente a uno de los rabinos que
formaban parte del Consejo con el fin
de ser incluido en la siguiente lista.
El rabino Moshe se encontraba desbordado de trabajo, a cada día recibían una
nueva petición que exigía más y más deportados por parte de las autoridades del
Gobierno General de Hans Frank.
-¡Has debido de enloquecer, Yaacob Rosenthal! –le
recriminó el rabino, que sabía del irremediable destino que aguardaba al final
del camino. En varias ocasiones el rabino se las vio y se las deseó para evitar
incluir a Yaacob en las listas. La amistad que le unía con su padre, muy
anciano y que milagrosamente aún resistía con vida en el interior del gueto,
además de la responsabilidad que representaba dejar indefensa a la hermana de
Yaacob, de diez años, llevaron al rabino a silenciar el nombre del muchacho,
incluso en la que fue, hasta esos instantes, la última gran operación de
embarque de deportados, la del trece de septiembre de 1942. Entonces, se
marcharon de golpe siete mil personas en dirección a las cámaras de gas de
Treblinka y Yaacob Rosenthal no las acompañó. El rabino le salvó el pellejo esa
vez, pero no podía asegurar que fuera capaz de seguir lográndolo por mucho
tiempo.
Entonces, llegó esa tarde, la tarde en que los
alemanes se quejaron airadamente al Judenrat
del gueto de Varsovia de que en los últimos transportes de evacuados viajaron
demasiados ancianos inanes, requerían un mayor número de hombres jóvenes y más
cuota de mujeres; Yaacob Rosenthal figuraba en las listas que el Gobierno General de Polonia preparó para
el envío del trece de enero de 1943 a Treblinka. Un transporte compuesto por
diversos focos residuales que
deberían ser liquidados inmediatamente, nada más llegar al complejo.
Se tomaron nombres de aquí y de allí hasta alcanzar
el número de siete mil deportados, extraídos de varios guetos esquilmados. La
inclusión de Rosenthal entre ellos fue inevitable. Éste, en su insensata
ignorancia, se alegró de marcharse de allí, pero le dolía y le preocupaba
sobremanera dejar a su padre y a su hermana en el interior del gueto. Sin
embargo, opinaba que mejor ayuda podría ofrecerles desde fuera, ya que pensaba escaparse del control de los
nazis a la menor oportunidad. Veía tan sencillo arrojarse de un tren en
marcha...
Los reunieron a las seis de la madrugada, bajo una
intensa nevada, en la no muy extensa explanada de la calle Stawki, frente a la estación de la línea de ferrocarril que se
adentraba en el gueto. Dos camiones de las SS,
equipados con un reflector, barrían la zona en donde formaban los hombres
congelados de frío, tan débiles de hambre y enfermedades.
Yaacob miró a ambos lados y sintió un escalofrío
ante el drama que contemplaba: no eran sino un batallón de emaciados que se
tambaleaban en mitad de la nieve, azotados y agitados por un gélido vendaval.
Los encargados de las SS, en
comandita con la policía judía del gueto, pedían la documentación del individuo
antes de embarcar y comprobaban en sus largas y caóticas listas la coincidencia
de los nombres allí consignados. Toda la operación se llevaba a cabo entre
insultos, empellones, gritos, ruegos y súplicas, mientras las tétricas sombras
de los focos dibujaban febriles arabescos en cada barrido.
Tras más de dos horas de espera le llegó su turno.
“¡Rosenthal, Yaacob!”, escuchó de boca de uno de los policías judíos. Empezaba
a encontrarse sumido en un estado de calma, con un pesado sueño que indicaba el
inicio del proceso de congelación. Ya no sentía su cuerpo, se notaba como
dormido de pie. La voz repitió su nombre por segunda vez. Alertado, tomó
conciencia de sí, notó como su organismo iniciaba un desesperado intento por
recuperarse y generaba una reacción similar a la de sentirse atravesado por miles
de agudos alfileres –recordó que una de sus primeras novias, Therése, llamaba
aquello como tener hormigas en los pies-;
al fin, sus piernas obedecieron mientras lamentaba, una vez más, que la pobre
Therése se topase con una patrulla de las SS
durante el toque de queda, todo por conseguir unos míseros colinabos: sin
contemplaciones, le rompieron la cabeza a porrazos.
Al acudir con tanto retraso a la llamada, pese a que
ya emergía de entre las filas de los despojos humanos, el reflector se centró
sobre él y lo deslumbró, circunstancia que le llevó a trastabillarse y a punto estuvo de caer al suelo. Cuando a
duras penas ya recuperaba el balbuciente equilibrio se le acercó un soldado de
las SS y le asestó un culatazo en la
cabeza que le abrió una considerable brecha. Su sangre tiñó la nieve y su boca
se llenó de barro. Escuchaba los desaforados gritos del soldado, malhumorado
por permanecer allí, bajo ese frío y a esas horas intempestivas por culpa de un
puñado de malditos judíos piojosos que remoloneaban a la hora de embarcar.
Yaacob no se percataba de que el SS amenazaba
con matarlo si no se ponía en pie. La situación parecía ya insostenible,
momento en el cual intercedió el rabino Moshe, el amigo de la familia.
-¡Ya se levanta, ya se levanta, no pasa nada! -le
dijo en tono conciliador al soldado mientras se interponía entre el hombre y
Yaacob, al que ayudó a incorporarse. El soldado de las SS se apartó a un lado; pronto la emprendería a golpes con otra
persona. El rabino condujo a Yaacob junto a la mesita plegable en la que un
funcionario del Reich verificaba el
registro. El joven, bien sujeto de un brazo para no derrumbarse de nuevo, cayó
entonces en la cuenta de quién le ayudaba:
-Gracias rebbi...
–murmuró-, sin usted no podría marcharme de aquí...
-¡Cállate insensato, no me des las gracias por esto!
-No sólo por esto... gracias... por incluirme en la
lista -el funcionario le exigió la documentación a Yaacob, pero fue el rabino
Moshe quién se la extendió. Los papeles estaban mojados por la caída en la nieve
y manchados de sangre a causa de la brecha abierta en la cabeza, que goteaba
abundantemente, pero esto ya no representaba un grave problema para el
muchacho. Sería la última vez que un
representante del Reich le pediría la
documentación.
-¿Rosenthal, Yaacob? –preguntó, de nuevo, el obtuso
y obstinado funcionario. Esa era la maldita manía alemana de comprobarlo todo
cien veces, de preguntar y preguntar, de verificar obsesivamente las cosas. Por
eso, un sencillo embarque podía demorarse durante horas.
Asintió con la cabeza: sí, era él. El funcionario le
devolvió la documentación, que Yaacob recogió con blanquecina y temblorosa
mano. Ayudado del rabino continuó con su avance en dirección al cuarto vagón
del convoy. Los tres primeros ya se encontraban cerrados con gruesas cadenas y
firmes candados, abarrotados de gente moribunda en la mayoría de los casos.
El rabino empujó un poco a Yaacob para ayudarlo en
la ascensión por la rampa. Los guardias aún no habían instalado a mucha gente
en el interior del vagón y pudo elegir un lugar a mitad de camino de la única
ventanilla existente. No era cosa de asfixiarse durante el trayecto, pero
tampoco podía exponerse a helarse con la corriente.
Al volverse para, de
nuevo, darle las gracias al rabino, comprobó que acababa de irse a toda
velocidad. En realidad, la presencia del rabino allí obedecía a la obligación,
ya que las autoridades nazis exigían que siempre permaneciera presente un
miembro del Judenrat a la hora de
llevarse a cabo un embarque y, esa noche, la nefasta noche en la que Yaacob
Rosenthal acudió a su cita con la muerte, le tocó al rabino. Ya le fastidiaba,
sobre todo porque no tuvo forma de evitar al ingenuo chaval. ¡Si hasta tuvo que
ayudarle! ¡Y Yaacob se lo agradeció! ¿Pero cómo era posible que no fuera
consciente de lo que le aguardaba al final del trayecto?
Salir de allí, del
gueto... esa era la esperanza de Yaacob. Se trataba del mero instinto de
supervivencia, que podía más que cualquier terrible certeza. La suerte, al fin
y al cabo, bien podría darse la vuelta. Desde luego, nunca se sabía cuando
podía hacerlo.
Aunque en el caso de
Yaacob Rosenthal, la suerte ya estaba
echada. O así, al menos, podía asegurarlo el rabino Moshe, que comenzó a orar
por él.
2. Autómatas del sufrimiento en un vagón de ganado
-trece de enero de 1943-
Reconocía que allá, en la explanada, barajó la
posibilidad de escapar, pero después, tras las horas de espera, sus fuerzas se
vieron mermadas tan deprisa que ya no pensó más que en llegar al campo de
trabajo para poder, con el empleo de todas las artimañas posibles, recuperarse.
Una vez logrado ese empeño, entonces sí que emprendería la huida.
En el instante en que el tren abandonó el gueto y
partió de la estación de Malkinia,
con su demoniaco concierto de portazos, de puertas corredizas que restallaban a
la luz del alba, de ladridos de los perrazos excitados bajo la copiosa nevada,
de candados y de cerrojos que se cerraban, de órdenes y de gritos, del pitido
de la locomotora y del rechinar de la máquina, allí dentro, apiñado con otras
cien personas, en una posición en la que apenas podía moverse, con la cabeza
incómodamente torcida para un lado, con unos jirones de ropa que actuaban como
compresa sobre la brecha, jirones arrebatados a un anciano que murió al poco de
entrar en el vagón, así, en esa situación, sintió un enorme alivio al saber que
abandonaba el gueto.
Pensó en su padre y en su hermana.
Poco tiempo después, de tan agotado como se
encontraba y de la alarmante manera en que notaba como sus fuerzas lo abandonaban,
ni tan siquiera pudo pensar ya en nada; ni en nada ni en nadie.
Se convertía en otro autómata más, como la mayoría
de los que abarrotaban el compartimento y que se dejaban conducir mansamente,
en medio del gran sufrimiento, al matadero.
Tan exhaustos que no eran capaces ni de llorar.
3. La estación del reloj de las manecillas pintadas
– un indeterminado día de
mediados de enero de 1943-
Se trataba de una nueva y sorprendente sensación
dentro del drama: experimentó alegría al bajarse del tren que los sacó del
gueto, contento de apearse allí aunque ignorase lo que pudiera esperarle, feliz
por vencer al extenuante y largo viaje, perdida ya la cuenta de los días
transcurridos y de los muertos que se sucedieron; exultante por aún conservar
la vida que otros muchos ya perdieron.
Lo primero que los deportados escuchaban al llegar a su destino eran unos ensordecedores
altavoces que repetían consignas pronunciadas en un agresivo alemán. Y lo
primero que leían, los que aún conservaban las fuerzas y las ganas de leer,
eran dos letreros tranquilizadores:
Treblinka. Cajero.
Transbordo a los trenes con destino al Este.
-Entonces
es cierto... nos transportan a territorios rusos, más al este... Esperaremos
aquí por unas horas hasta que llegue el tren que nos conducirá allá... Así que
esas terribles afirmaciones no tienen fundamento alguno... –le susurró Yaacob a
su compañero, un retal humano que apenas sí podía sostenerse en pie, mientras
formaban sobre el andén, repleto de nieve y charcos, entre el pavoneo de los
jefes de los batallones de las SS que
se paseaban por delante de ellos con soberbia y contemplados por la nerviosa
excitación de los perros que olfateaban la amalgama hedionda que provenía de
los vagones que ahora tan sólo albergaban los cuerpos de los muertos, los
despojos de quienes no fueron capaces de resistir los rigores del trayecto:
aplastados, sofocados, asfixiados; una peste que también exudaban los viajeros,
una mezcla de orina, vómitos, excrementos, junto a la putrefacción de algún
miembro congelado, gangrenado ya... Todo un festín oloroso para los delicados
hociquilos de los animales.
Un relámpago de pavor cruzó por la cabeza de Yaacob
al caer en la cuenta de que las manecillas del reloj de la estación de
Treblinka eran falsas, estaban pintadas, detenidas en el tiempo... Eso no era
lo apropiado para una estación con la importante función de enlazar trenes y
que debería de cumplimentar sus salidas con puntualidad. La calavera de las
unidades de la Totenkompfverbänden
que lucían los soldados de las SS a
modo de insignia en las gorras en nada ayudaba a tranquilizarse, pero decidió
no desesperarse, tan sólo debería limitarse a soportar la espera hasta la
llegada del nuevo tren... ¿Pero a que venían esas manecillas pintadas? Esa
insignificancia le acudía a la cabeza una y otra vez, su inconsciente elaboraba
pavorosas teorías, edificaba una pesadilla de la nada, se alarmaba ante una
circunstancia que seguro que tendría una risible –de puramente lógica-
explicación.
Al principio de la apertura de Treblinka, a finales
de julio de 1942, no llegaban hasta allí más de cinco mil deportados al día,
por lo que podía dárseles un recibimiento calificado en el procedimiento nazi
como de tranquila bienvenida, donde
los soldados simulaban parsimoniosamente que los viajeros acababan de arribar a
una estación intermedia de tránsito y que, tras atravesar por el trámite de una
desinfección, continuarían su trayecto en dirección a los enclaves de
reasentamiento del Este. Pero el rápido aumento de personas deportadas alcanzó
la cifra de hasta doce mil al día. Eso obligó a la autoridades a emplear otros
métodos mucho más directos con el objeto de ganar tiempo y, forzosamente,
cambió esa situación de tranquila
bienvenida que los mandos consideraban fundamental para el equilibrio
mental de los soldados. Las maniobras de distracción y disimulo nunca
pretendieron que los desdichados conducidos hasta las cámaras de gas murieran
sin darse cuenta por motivos humanitarios
–hubiera tenido gracia que el término
humanitario se implicara en el procedimiento sistemático del asesinato-
sino que las pantomimas de las duchas
y las orquestas que recibían a los convoyes de condenados a pie de anden debían
facilitar así el impacto emocional que la masacre podría tener en sus ejecutores,
dulcificándola.
En el momento en que el breve periodo de tranquila bienvenida desapareció del
procedimiento, desbordados por la gran masa a la que debían de aniquilar, la
oficialidad se vio obligada a incrementar, como una manera de que la faena fuera algo más llevadera, los días
de permiso y las raciones extra de aguardiente y de vodka asignadas a los
grupos de las SS encargados de las
tareas inherentes a la aplicación de la Solución
Final.
Desde lo alto de la cabina de control de la estación
de ferrocarril de Treblinka el Oberleutnant y comandante del campo,
Franz Stangl, dio la orden con tan sólo un imperceptible golpe de cabeza que
fue interpretado por uno de los fieles miembros de la guardia ucraniana del campo, el brutal Fedorenko, que puso en curso
el procedimiento habitual.
A continuación, Franz Stangl se marchó a
comer tranquilamente. Tenía hambre porque la resaca de la borrachera de la
noche anterior le impidió desayunar como era debido.
Los soldados comenzaron a hostigar con empellones y
golpes al famélico grupo con el objeto de que pasaran al interior de las
dependencias de la estación. Lentamente, la masa se puso en marcha, espoleada,
de repente, por una andanada mucho más sañuda de culatazos, puñadas y de
aterradoras fauces dentudas que lanzaban mordiscos por doquier. Yaacob sintió
de nuevo esa sensación de miles de alfileres clavados por todo el cuerpo con la
que pudo poner el organismo en movimiento y allí, en mitad del pavor, volvió a
recordar a la pobre Thérese, la de las
hormigas y su cráneo descerebrado a porrazos.
Dentro, en el vestíbulo de la estación, los instaron
a desnudarse para que tomasen una ducha desinfectante... El imprevisto causó
algunos recelos acerca de lo que podría sucederles a las ropas dejadas en los
bancos. Esas eran sus únicas pertenencias y, en medio de tanto frío, adquirían
un valor inusitado a la hora de conservar la vida.
-Nos van a desinfectar para que así entremos limpios
en los vagones, quizás hasta nos den unas ropas nuevas, para no llevar hasta
los reasentamientos del este liendres y parásitos -argumentó Yaacob a una parte
del grupo, en un descomunal ejercicio de fe-. Seguro que por ese mismo motivo,
por el problema de los piojos -continuó elucubrando- nos van a cortar el pelo
al cero. Es una mera cuestión de higiene. ¡Los alemanes son unos maniáticos con
la limpieza!
Los peluqueros se daban maña, mucha más que los
encargados de los recuentos en la explanada del gueto, aún mayor que los
conductores de los lentos trenes; tanta maña demostraban que parecían ser los
únicos trabajadores del Reich
competentes. El corte de pelo fue la única operación en todo el viaje que
Yaacob vio desempeñar con presteza y diligencia. Para su desgracia, bien pronto
comprobaría que le faltaba asistir a otra actividad librada con igual celo
profesional.
Sin el pelo y desnudos, hombres, mujeres y niños se
agolpaban en la parte trasera de la estación. Muchos aún se tapaban con las
manos, se sentían ridículos, avergonzados de su desnudez, como si ya no
tuvieran otra cosa de la que preocuparse (o tal vez es que no quisieran
preocuparse de otra cosa) en una situación tan delicada.
De repente, un nutrido grupo de guardianes armados
con látigos entraron en la estación y cargaron contra ellos.
El grupo, aterrorizado, entre gritos y chillidos,
buscó la escapatoria por la única puerta abierta existente, colocada en un
lateral y que daba a un embarrado camino, a un sendero bautizado por las SS como el camino del cielo, también conocido como el tubo. La masa, que ahora corría desnuda en volandas de un súbito
y estruendoso silencio, porque el esfuerzo ya no les permitía derrochar las
fuerzas, tan escasas, en continuar con los estériles alaridos de pavor, no
podía ni imaginar cómo denominaban los alemanes al lugar por el que transitaban.
Los perros, -¡bien lo sabían los animales y por eso
esperaban su momento desde que el grupo se bajó en el andén!- sueltos ahora de
sus cadenas, perseguían y apresaban a los más débiles, que devoraban entre el
fango, sin dejar de ser azuzados por los guardianes.
Los que ganaron el final del sendero no tuvieron
tiempo de ver como otros compañeros se trastabillaban con los sarmentosos
miembros de los ya caídos, ni contemplaron como los perros se abalanzaban sobre
ellos, ni como se desgarraban dedos, jirones de piel, genitales arrancados de
cuajo... Tan sólo podían escuchar el angustioso “¡deprisa, daos prisa!”, que les ordenaban los guardianes. Y ellos
se limitaban a obedecer. Obedecían en mitad de un sepulcral silencio tan solo
violentado por los ladridos de los perros, por los vozarrones de los verdugos y
por los lastimeros lamentos de dolor de las víctimas que se quedaban atrás,
sobre el barro del camino.
Al final del sendero no podían avanzar nada más que
a la derecha. Tras subir cinco peldaños
ingresaron por una puerta hasta el interior de un barracón de hormigón.
Cuando los casi quinientos condenados se encontraban ya en su totalidad dentro
de la cámara, la puerta se cerró con un sonido que les heló el alma.
Automáticamente, el jadeo que la carrera provocó en
muchos se detuvo en seco, cortado de raíz por el sentimiento de pavor ante una
muerte segura.
Junto a la maquinaria, otros dos guardias
ucranianos, Nikolai Shalaiev e Ivan Marchenko, accionaron los engranajes. Mientras
aguardaban el final del proceso se fumaron un cigarrillo y trasegaron unos
tragos de sus petacas de vodka.
En la cámara se escuchó el rugido del motor diesel
de un tanque soviético modelo T-4, de
500 CV de potencia, que expulsó el
monóxido de carbono por los orificios del barracón. La gente comenzó a
convulsionarse, se asfixiaban y se golpeaban contra otros cuerpos que
experimentaban una agitación similar, hacinados, sin espacio para desplomarse
contra el suelo.
En el horror, antes de morir, Yaacob pensó:
-¡He aguantado tanto para esto!
Ni tan siquiera se acordó de su padre y de su
hermana, que morirían poco después, entre los meses de abril y mayo, durante la
trágica insurrección y posterior liquidación del gueto de Varsovia, ni fue
consciente de que su ilusión por formar parte de las listas del Judenrat era un suicidio.
Ni siquiera recordó a Therése.
No reparó ya en las manecillas pintadas del reloj de
la estación, carentes ahora de todo significado.
No, no pensó en nada de eso... Tan sólo le dio
tiempo a lamentarse de lo inútil de su resistencia.
Tanto esfuerzo para, al final, nada.
Yaacob moría, según lo acordado por Heydrich y sus
secuaces en el bucólico paraje de Wansee, cuando se reunieron con las panzudas
copas de coñac entre las manos y las sentencias de muerte prendidas en sus
corazones.
Mientras tanto, Franz Stangl comía con buen apetito,
su dolor de cabeza remitía y la guardia
ucraniana fumaba, bebía y reía satisfecha.
Y allá, en los sórdidos y enmoquetados despachos del
Reich, en Berlín, Adolf Eichmann continuaba
entregado a su labor de coordinar envíos, de cuadrar cifras, de que la tarea de
exterminio fuera lo menos costosa y deficitaria posible para la Alemania de
Adolf Hitler.
Porque al final, Yaacob se había tratado de eso: de
un mero asunto económico en el cual se debía procesar su muerte con el menor
gasto posible.
(pintura de Lucien de Cassan: A través de Treblinka)
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