sábado, 18 de agosto de 2012

Rosas de Lídice


I. Operación Antropoide
 –mañana del 27 de mayo de 1942-

-Buenos días, mi comandante –saludó el chófer Klein, tan solícito como todas las mañanas, a su jefe, Reinhard Heydrich.

-Buenos días, Klein- le contestó, mientras miraba su reloj, preocupado por el ligero retraso que acumulaban. Heydrich acostumbraba a salir un poco antes de las nueve y media de su sede en el palacio de Panenske Brezany, a unos veinte kilómetros de Praga. Residía allí desde su llegada al Protectorado de Bohemia y Moravia, junto con su esposa Lina y sus dos hijos, Klaus y Heide, pero todas las mañanas se dirigía a despachar a su cuartel general, sito en el castillo de Hradcany y en calidad de Reichsprotektor, una pesadilla para los checos que soportaban la ocupación nazi.

Se detuvo a medio camino de las escalinatas y se caló los guantes. Klein, que sujetaba servilmente la portezuela del coche, le advirtió:

-No los necesitará usted, mi comandante, hace un día espléndido.

Heydrich miró al cielo tapándose ligeramente la vista con una mano: comprobó que era cierto, hacía muy buena mañana. Ambos, chófer y comandante, subieron al Mercedes 320 e iniciaron el viaje de unos cuarenta minutos de duración. Era un auto descubierto y en días tan claros era una bendición circular y sentir el aire fresco en la cara. Heydrich le rogó a Klein que pisara a fondo el acelerador, algo que pedía con frecuencia y, un día más, como de costumbre, el coche de escolta se quedó rezagado.

Heydrich viajaba absorto en sus pensamientos: se encontraba satisfecho por algunos informes recibidos de Adolf Eichmann acerca de la situación tan satisfactoria encontrada en su visita a Auschwitz y le remitía una entrevista mantenida con Höss, el comandante del campo. Repasaba los papeles y se congratulaba de lo bien que cumplían todos con la sagrada labor que se les encomendó en Wansee.

El coche se detuvo en una curva muy cerrada a la entrada de Praga, en la confluencia de la avenida Kirchmayerstrasse con la Holeschonitzerstrasse, que obligaba a los vehículos a disminuir de velocidad para tomarla.

Un operativo sufragado por el gobierno checo en el exilio y la inteligencia británica, cuyo objetivo era atentar contra la vida del Reichsprotektor –bajo el nombre en clave de Operación Antropoide-, eligió esa curva de la Kirchmayerstrasse como el lugar idóneo para ejecutarlo. Jan Kubis y Jozef Gabcik llegaron en bicicleta a la curva a las ocho y media de la mañana. Portaban sendas carteras de cuero que contenían granadas en su interior, además de un subfusil desmontado y sus respectivas pistolas. Josef Valcik aguardaba a varios metros de distancia, calle arriba, estacionado en una parada de tranvía desde la que se divisaba la recta anterior a la curva: su misión era la de avisar a Kubis y Gabcik de la llegada del Mercedes de Heydrich. Adolf Opalka los cubriría desde el otro lado.

La espera resultó insoportable. En contra de sus costumbres, el Reichsprotektor había salido del palacete rural con casi media hora de retraso, pero todos suspiraron aliviados -para luego tensar sus músculos con una fuerte descarga de adrenalina- cuando Valcik les envió las señales oportunas desde el inicio de la curva, marcadas con un espejo orientado al luminoso sol que engalanaba la bella mañana de Praga.

II. La curva de la Kirchmayerstrasse
–mañana del 27 de mayo de 1942-

Así que Höss obtenía unos resultados maravillosos en Auschwitz con el gas que adquirió la administración del campo para fumigar los barracones infestados de insectos, ese Zyklon B de la empresa de pesticidas Tesch y Stabenow, radicada en Hamburgo... ¡Se harían millonarios con las partidas de insecticida que el Reich pensaba encargarles! ¡Fantástico, él se llevaría una buena comisión!

En esas cosas pensaba Heydrich mientras repasaba el informe de Eichmann y releía los resultados técnicos del gaseamiento, en el pasado mes de abril, de un grupo de judíos eslovacos. No cabían mayores dudas, el gas era mucho más eficaz que el humo de los escapes de esos motores de los tanques arrebatados a los soviéticos. Así le informaría a Himmler; sin duda, a punto de marcarse el mayor tanto de todos... quién podía saberlo, pero tal vez esos rumores que colocaban a Heydrich como el número tres del Reich empezaran a ser fundados. Göring sometía a un desprestigio cada vez mayor a la Luftwaffe, se comportaba como un fantoche sin remedio, Bormann no era sino un lameculos advenedizo, siempre al lado de Hitler, pero sin unas aspiraciones claras, Goebbels era abnegado... no se podía negar, fiel, en efecto....

El repaso a sus oponentes políticos en el poder arrojaba un resultado meridianamente claro, tras Hitler y Himmler aparecía él: Reindhard Heydrich. En la Cancillería especulaban ya con trasladarlo a Francia, en breve, puesto que su trabajo en Praga ya tocaba a su fin con el brutal desmantelamiento de las redes de resistencia...

 Entonces, advirtió que el automóvil se detenía casi por completo al tomar la curva. Se inclinó  para ordenarle a su chofer que acelerara de nuevo, que se les hacía muy tarde, pero no le dio tiempo a ello.

Una explosión en el coche, sobre la rueda trasera, y cuya onda expansiva destrozó los cristales de un par de tranvías que circulaban próximos al lugar, sacudió la zona. La granada acababa de arrojarla Kubis, pero el planeado complemento a su actuación, un barrido de fuego del subfusil, no se produjo al encasquillarse el arma de Gabcik. Por eso, de entre la humareda de la explosión aparecieron Heydrich y Klein, con sus armas cortas en ristre, unas negras y brillantes Lugers que disparaban a todos los lugares. Kubis, imprudentemente herido por la explosión, huyó calle abajo en su bicicleta. El chófer Klein persiguió a Gabcik; en la persecución, el checo se ocultó en el local de una carnicería e hirió al Klein en ambas piernas con dos precisos disparos. Después, se perdió entre la multitud que abarrotaba un tranvía. Opalka se marchó con disimulo, como si diera un tranquilo paseo.

Heydrich fue capaz de caminar unos pasos tras sus agresores… pero, de repente, sintió un intenso dolor en la espalda y se desplomó sobre el adoquinado. El Reichsprotektor acababa de resultar malherido.


III. Brindis por unas heridas en la columna
–27/28  de mayo de 1942-

-¡No, no quiero que me toque nadie que no sea un médico alemán! –bramaba Heydrich, que se retorcía de dolor en la camilla del hospital.

-¡Pero las radiografías revelan que tiene usted esquirlas de la bomba incrustadas en la columna vertebral!

-¡He dicho que no quiero ser operado nada más que por cirujanos alemanes! –y la cara de Heydrich se contraía de dolor a cada instante con espasmos brutales que le obligaban a crisparse.

Los doctores checos se miraban unos a otros anonadados y, aunque intentaron que el preboste del Reich entrase en razón, terminaron por darse cuenta de que era inútil, de que en ningún caso admitiría su ayuda. Así que optaron por retirarse, no sin cierto agrado de ver como sufría el animal.

Heydrich sangraba abundantemente por la espalda, como sangró tendido sobre el adoquinado de la calle. Fue socorrido por una mujer alemana que pasaba por el lugar y un grupo de policías lo transportó al hospital de Bulovka en el interior de un camión. Poco antes de que los cirujanos del agrado de Heydrich llegaran al hospital, un comando de las SS  tomó el edificio por entero y lo convirtió en una fortaleza. En la segunda planta se encontraba ingresado el Reichsprotektor, el acceso se vetó a cualquier médico checo desde ese instante. Pese al secretismo, más de un ciudadano de Praga pudo brindar con una cerveza tipo Pilsen al enterarse de la gravedad del asunto. Supieron del golpe contra el Reich en su figura de Heydrich por el trajín de ramos de flores que comenzaron a inundar las dependencias del hospital al siguiente día, enviados por las más altas autoridades alemanas.

IV. La maldición de la corona
 -4 de junio de 1942-

-Ese desgraciado no sabía con lo que estaba jugando… -musitaba Jaroslav en la taberna, mientras bebía su cerveza en honor de los que habían terminado con la vida de Reinhard Heydrich.

A su alrededor, varios personajes acodados a la barra, le rogaron silencio. Todos eran presa del pánico a que pudieran ser escuchados…  El rumor popular inundaba Praga.

Era cierto, en efecto, la maldición de San Wenceslao se había cumplido. La maldición era terrible para con sus enemigos. Quién osara ceñirse la corona sin pertenecerle dinásticamente, hallaría la muerte en el plazo de un año. Y se comentaba que el Reichsprotektor, en un ataque de soberbia, no pudo evitar, tras su deslumbrante contemplación, colocarse la corona sobre la cabeza, ahora hacía de eso, más o menos, un año…

Incluso, se decía que desafío en voz alta a las supercherías del pueblo para, a continuación, desdibujarse la seriedad de su rictus con tremendas carcajadas que nunca se le habían escuchado, risotadas que retumbaron en los ecos de la cripta de la catedral de San Vito…

-¡Bebamos! –ordenó Jaroslav.

Y todos, allí, bebieron con una mezcla de alegría y pavor.

V. “Una estupidez o una imbecilidad pura”.
 -4 de junio de 1942-

Cuando Hitler viajaba en avión camino de Finlandia para realizar una visita al barón Carl Mannerheim, comandante supremo de las fuerzas armadas finesas, se recibió por radio la noticia de que Heydrich acababa de morir. Goebbels se enteró por una llamada telefónica desde Praga y avisó al vuelo del Führer.

Hitler, que apenas unos momentos antes se encontraba en silencio, pensativo, que miraba por la ventanilla las blancas extensiones nevadas intentando averiguar si Finlandia seguiría colaborando con el Reich, montó en cólera al saber lo de Heydrich.

Daba miedo verlo, medio incorporado en su butaca; alzó el puño y exclamó:

-¡Esta muerte sólo es achacable a una estupidez o una imbecilidad pura que ha hecho que un hombre tan insustituible como Heydrich hubiese de exponerse al peligro de esos asesinos viajando en un coche descapotable y sin la correspondiente escolta!

Tras una pausa, en la que recobró el ánimo templado y el resuello perdido, anunció:

-¡Todos los dirigentes del Reich deberán, desde ahora, atenerse a las medidas de seguridad adecuadas! Yo siempre le recomendé a Reinhard que fuera en automóvil blindado...
           
Inició una perorata sobre sus precauciones, sus consejos al valeroso Reinhard, sobre esos traicioneros perros checos… pero eso ya no le devolvería la vida a Heydrich.

VI. Melancolía en la sala de mosaicos
-9 de junio de 1942-

Adolf Hitler se mostraba preocupado, cabizbajo y pensativo en el funeral de Reinhard Heydrich, que se celebraba en Berlín. Rumiaba multitud de ideas que se le abalanzaban sobre la mente. Hitler se puso ciertamente melancólico con la pérdida de su inestimable colaborador y, aunque todavía no se habían detenido a los asesinos, se mostraba convencido de que sería una cuestión de tiempo, para ello se trabajaba en Praga sin reparar en los medios.

Lo que atormentaba a Hitler era el sentimiento de tristeza que inundaba, primero, la sala de mosaicos de la nueva Cancillería del Reich y, después, a todo el cortejo fúnebre en el cementerio de los Inválidos. La capilla ardiente fue instalada con solemnidad en la Cancillería. Allí montaron guardia, junto al féretro, una amplia representación de las SS y de los ejércitos. Hitler rendía los honores al cadáver cuadrado frente al ataúd y con el brazo en alto durante un buen rato. El fuego de las antorchas en sus pebeteros laterales dotaba a la escena de un ambiente apocalíptico, culminado con la doble runa de las SS expuesta en unas grandes telas. Después, Hitler se aproximó a los hijos del fallecido y los consoló con una caricia de la palma de la mano en sus mejillas. Entre ambos chavales se encontraba Himmler y, frente a ellos, la plana mayor del Reich, con Göring, Rosenberg, Lutze, Schirach, Frick y Ley entre otros ministros y delegados.

Y tanta melancolía llevó a Hitler, al término de las exequias que culminaron con el desfile de los restos de Heydrich por las abarrotadas calles en las que la gente, en silencio respetuoso, despedía el paso del féretro con el brazo en alto, a recordar, en un mano a mano con Goebbels, los buenos tiempos de los discursos de Múnich, de los discursos en el Circus Krone y en el Sportpalasz, como si se tratara de un soldado cansado que rememorase batallitas de escaso interés...

O a lo mejor le sucedía eso, que empezaba a no vislumbrar una salida airosa de la situación en la que se encontraba y la muerte de Heydrich era una muy seria advertencia, un golpe durísimo, a lo que deparaba el inminente futuro.


VII. El hombre de Lídice
-10 de junio de 1942-

-¡Salgan inmediatamente, entréguense o lo pagará todo el pueblo!

Ya muy de mañana, un nutrido grupo de soldados de las SS rodeó la aldea checa de Lídice, al noroeste de Praga y que, según las últimas investigaciones de la Gestapo, podría ser el escondite de los asesinos de Heydrich. En cualquier caso, no quedaba duda de que allí se ocultaban familiares y allegados de los comandos checos.

-¡Es la última vez que lo repetimos, salgan inmediatamente, están rodeados, o salen o lo pagará todo el pueblo!

Los camiones, las camionetas y los coches de la Gestapo y las SS cerraron cualquier ruta de posible escape. Luego, por medio de unos desagradables altavoces, comenzaron a proferir sus amenazas. O se entregaban los asesinos de Heydrich o se reduciría el pueblo a cenizas. De pronto, un hombre que representaba a la atemorizada población de Lídice, se aproximó al máximo responsable de la operación con cautela, no fuera a ser que le pegaran un tiro por error.

-¡Ellos no están aquí! –gritaba en una dificultosa mezcla lingüística de checo y burdo alemán al grupo de soldados de las SS que le apuntaban mientras se acercaba por un polvoriento camino de tierra -¡Le juro que no se encuentran ocultos aquí!

El jefe de las SS a cargo de la operación cruzó una mirada con el hombre de la Gestapo. Este le apoyó con una seña desganada que indicaba un de acuerdo, parlamente con él. El hombre de las SS se aproximó al representante que mantenía los brazos en alto. Al llegar a su altura lo miró con desprecio, sin dejar de encañonarlo.

-¡Sabemos que se ocultan aquí! –le gritó brutamente. Se podían escuchar los llantos de algún niño provenientes del interior de una de las casas del pueblo.

-¡Les han informado mal, se lo juro! –el SS miró hacia el pueblo, luego dirigió su vista al hombre de la Gestapo y le gritó, con media sonrisilla perversa:

-¡Parece que dice la verdad, que no se encuentran aquí!

-¡Pero sabemos que viven familiares de los asesinos, que eran de este pueblo! –le contestó el de la Gestapo.

El SS miró al checo, que continuaba con las manos en alto.

-¡Ya ha oído! –le dijo-: ¡Que salgan los parientes!

-¡Vamos, por favor, en este pueblo, en la zona, unos somos parientes de otros! –le razonó al alemán -¿No irán a matarnos a todos por eso?

Aquí, se equivocaba el hombre de Lídice, ellos eran capaces de eso y de mucho más. El sicario de las SS se volvió en dirección al pueblo del que provenía el eco de unos ladridos. El llanto del niño cesó, entonces. Después, miró al colega de la Gestapo con una expresión sonriente. Entretenido en secar el sudor del forro de su gorra, el de la Gestapo meneó la cabeza en señal de aprobación. El SS miró de nuevo al paisano, que aún mantenía las manos en alto. A continuación, escupió al suelo, sonrió de nuevo y disparó una breve ráfaga de metralleta sobre la cabeza del checo. Se escuchó el seco tableteo y el cuerpo se desplomó sobre el polvo del camino con el cráneo prácticamente desintegrado.

Fue la señal para que las unidades de las SS y de la Gestapo irrumpieran en el pueblo.

VIII. Nacht und Nebel
-10 de junio de 1942-

Como, en efecto, los reclamados no se encontraban allá, los alemanes ejecutaron sus amenazas. Se entró casa por casa, se sacó a los inquilinos a las calles a empellones y a punta de fusil. Los sesenta hombres del pueblo formaron en la plaza. Un todoterreno que llevaba montada una ametralladora en su parte trasera se detuvo delante de ellos.

-¡Por última vez!, ¿quiénes son los familiares y amigos de esos bastardos? –preguntó el miembro de la Gestapo. No obtuvo respuesta alguna. Con un movimiento de su mano la ametralladora abrió fuego. No quedaron supervivientes.

Después, con los pequeños estallidos de los disparos de gracia de las Lugers en las nucas de los ajusticiados, que resonaban en las ya desiertas calles del pueblo condenado, se embarcó con gran violencia -con profusión de empujones, culatazos, puñetazos y patadas- a las mujeres en camiones y se las trasladó a los campos de Ravensbrück, Auschwitz y Mauthausen. Allí murieron.

Se separó a las familias por entero, los ochenta y ocho niños de la aldea fueron enviados, directamente, a las cámaras de gas.

Por último, para que Hitler cumpliera su venganza por la muerte de Heydrich, se dinamitaron las casas, se quemó la iglesia, se borró a Lídice del mapa. Era como si la noche y la niebla se cernieran sobre Lídice, desaparecidos sus habitantes y sus edificaciones en la bruma de los tiempos.


IX. Por un millón de Reichsmarks
 -11 de junio de 1942-

El día del atentado a Heydrich se declaró el toque de queda en todo el país y más de cuatro mil hombres de las SS, de la Gestapo y pertenecientes al cuerpo de la policía checa peinaron Praga en busca de los terroristas. Se purgó la red de la resistencia, se detuvo, incluso, al menor de los simpatizantes por el menor de los indicios, pero entre los quinientos arrestados no se encontraban Kubis, Gabcik, Valcik y Opalka. Desde Berlín se ordenó al nuevo Reichsprotektor, el secretario de Estado Karl Frank, que fusilara a todos los colaboradores en el atentado, con sus familias, y que tomara a diez mil rehenes checos como medida de prevención. Después, como las acciones coercitivas no daban los resultados apetecidos, se paso a ofrecer un millón de marcos por la delación.

Los cuatro hombres más buscados por el Tercer Reich se sirvieron de la red de la resistencia y se les encontró acomodo en la cripta de la iglesia de San Cirilo y San Metodio, situada en la calle Resslova, en donde se atrincheraron.

X. La delación
-16 de junio de 1942-

-Me llamo Karel Curda, vine desde Inglaterra y fui lanzado en paracaídas sobre Moravia a principios de mayo... –así empezaba la declaración del traidor, que comenzó a dar todos los datos, con minuciosidad, de los nombres de las familias y personas de la resistencia checa implicadas en el asesinato de Heydrich y que ayudaron a cobijarse a los ejecutores, con profusión de informaciones sobre las actividades de los resistentes en Bohemia y Eslovaquia. La recompensa de un millón de marcos le condujo a efectuar la delación que llevaba a cabo en el cuartel general de la Gestapo de Praga. A consecuencia de la traición, en la medianoche del diecisiete de junio, Karl Frank ya sabía dónde encontrar a los asesinos de Heydrich: en el interior de la cripta de San Cirilo y San Metodio.

XI. En la cripta de San Cirilo y San Metodio
-madrugada del 17 de junio de 1942-

A las cuatro y cuarto de la madrugada los hombres del general de las SS Karl von Trenenfeldt rodearon la iglesia. A la cripta se accedía por unas angostas escaleras por las que tan sólo podían descender de uno en uno; un diminuto ventanuco enrejado que daba a la calle proporcionaba el aire necesario en el interior del lugar, un antiguo panteón de los monjes. A Kubis, Valcik, Gabcik y Oplaka se les unieron en el refugio otros tres paracaidistas de la resistencia checa, Svarc, Bublik y Hruby.

-¡Ríndanse, se les ofrecerá el tratamiento de prisioneros de guerra! –la propuesta la hizo el intérprete del superintendente Pannwitz, que fue el encargado de dirigir la investigación de la Gestapo y que acababa de entrar por la puerta de la iglesia junto a varios policías y soldados de las SS.

Por toda respuesta a sus proposiciones, los resistentes contestaron con una ráfaga de ametralladora que causo varios muertos entre los alemanes y que desencadenó una encarnizada lucha de más de dos horas de duración, en la que parecía imposible vencer a los hombres del interior de la cripta. Opalka, Kubis y Svarc, que abandonaron el refugio en una acción suicida, presentaron una furibunda oposición que acabó con sus vidas cerca de las siete de la mañana.

Pannwitz les ofreció, a los cuatro checos restantes, una renovada oferta de rendición, pero no obtuvo ninguna respuesta a tal efecto, ni tan siquiera la voz de las ametralladoras. La única manera de sacar a esos tipos de allí era inundar la cripta de agua, para lo que se empleó a los bomberos de Praga, que introdujeron sus mangueras por el ventanuco que daba a la calle tras un larguísimo combate que costó numerosas bajas en el cuerpo por la enconada defensa que los atrincherados hicieron del tragaluz. El destino de Hruby, Bublik, Valcik y Gabcik acababa de sellarse y, por si esto fuera poco, con el agua que ya les alcanzaba a la altura de las rodillas, la policía acababa de descubrir un nuevo acceso a la cripta -tras dinamitar una losa del suelo de la iglesia- por el que se abalanzaban al interior.

Los checos pudieron repeler la primera oleada de las SS, pero ya tan sólo les restaban las balas de las recámaras de sus armas. Se miraron unos a otros, con el agua a la altura de la cintura, en silencio.

Con las pistolas se apuntaron a las cabezas. 

           
XII. Héroes de inscripción en piedra, de otros tiempos
 -17 de junio de 1942-

Lo que encontró la nueva remesa de soldados de las SS que descendían a la vez por las escaleras de la cripta y por el nuevo acceso ganado por la fuerza de la dinamita, fue a los cuatro cuerpos de los resistentes checos flotando panza arriba sobre el agua vertida por las mangueras de los bomberos, con sendos disparos descerrajados en las sienes.

Karl Frank no pudo capturarlos con vida.

El tres de septiembre de1942 el obispo de Praga, el párroco de la iglesia de San Cirilo y San Metodio, y otros doscientos cincuenta colaboradores en el atentado de Heydrich, fueron fusilados, al igual que los familiares de los integrantes del comando, que en absoluto se encontraron nunca entre los asesinados en Lídice, lugar al que las pesquisas habían conducido a los hombres de la Gestapo de manera errónea, lo que añadía una absoluta gratuidad a su desgraciado destino.

La actividad de los tres principales campos de exterminio de los judíos del Gobierno General de Polonia se bautizó como Aktion Reinhard en homenaje al miembro caído. Sobibor, Belzec y Treblinka pasaron a formar una red independiente dentro del entramado de campos de concentración. Así, se reconocían en el Reich los esfuerzos del hombre que activó  Wansee, el brutal protector de Bohemia y Moravia, el comandante de las SS, el extraordinario, al parecer, tirador de esgrima.

Una curiosa manera de honrar su memoria: indivisiblemente unida al holocausto.

Sobre la ventana enrejada de la iglesia de la calle Resslova hay una lápida de piedra con los nombres de los agentes checos. La historia los honra como héroes en el recuerdo. Encima de ella, rosas, las rosas del jardín que se ha construido sobre las ruinas de Lídice, como una forma de recordar el destino del pueblo borrado en la noche y en la niebla.

Algunos turistas, los menos, esa es la verdad, ya que Praga ofrece mayores atractivos al viajero que una placa, la leen con cierta desgana y piensan que se tratan de cosas que pertenecen a otros tiempos; tiempos, tal vez ya, demasiado lejanos y demasiado brutales… a la vista del magnífico aspecto que presenta el Puente Karlov son unos tiempos que se hacen, incluso, difíciles de creer, pero, luego, al visitar el cementerio del gueto judío, súbitamente, cobran una pesada y opresiva realidad.


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