miércoles, 18 de julio de 2012

Funesta perspectiva desde las torres del Kremlin (y un epílogo histórico)



Funesta perspectiva desde las torres del Kremlin –Moscú, cuatro de diciembre de 1941-

-Nos encontramos ante una situación crítica, Gran Camarada -pero  las palabras de Lavrenti Beria apenas sí fueron escuchadas por Stalin, tal vez no quiso oírlas, tan reticente como era a las manifestaciones derrotistas o, en verdad, el endiablado viento decembrino que azotaba las torres del Kremlin ensordecía al hombre de acero ahora asediado por las tropas de Adolf Hitler.
           
Stalin apartó los prismáticos de sus ojos. Se encontraba absolutamente anonadado por lo que acaba de ver: tropas nazis en firme avance por los arrabales de Moscú, a tan sólo veinte kilómetros escasos del centro de la capital. Con una leve mejoría del tiempo, sin la tremenda ventisca que dificultaba la visión, ni tan siquiera necesitaría de los prismáticos para aterrorizarse con la imagen de las divisiones Panzer apuntando en dirección a la Plaza Roja, empecinadas en percutir contra los muros del Kremlin. Ni en la peor de sus pesadillas Stalin soñó jamás con que los alemanes pudieran llegar tan cerca.

Lavrenti Beria, su fiel camarada, dejó caer la posibilidad de un abandono inmediato de la ciudad. Para ello tenía preparado un tren especial secreto. Beria era un tipo inteligente y, como tal, sabía mantenerse al lado de Stalin cuando otros cayeron por menos, incluso cuando formulaba ideas que desagradaban al dictador. Siempre era mejor sugerir un repliegue a una huida, definir una situación insostenible como crítica, en lugar de perdida...        

En cualquier caso, la población no era tonta y tampoco se mostraba ajena a las circunstancias. El pavor a los invasores desencadenó el llamado bolshoi drap, el gran pánico que se apoderó de las calles de la ciudad. Los moscovitas eran conscientes de que los alemanes se encontraban a las puertas de la capital e iniciaron un dramático éxodo masivo para huir de lo que se avecinaba. Stalin movilizó a medio millón de hombres para la construcción de un formidable anillo de fortificación, de una barrera anticarros que frenara aquello que, en el sentimiento popular, incluso en el de los atemorizados integrantes del PCUS y del Politburó, ya parecía imparable: el avance de los Panzer nazis. Menos mal que las nevadas y los barrizales atascaron, con mayor efectividad que la barrera Stalin, a los blindados alemanes y que, gracias a ello, Moscú aún resistía. Moscú aún resistía, sí, pero la cuestión era ¿por cuánto tiempo lo haría?

-Camarada Lavrenti -le dijo Stalin en el tono paternal que solía utilizar con sus hombres de confianza- no voy a tomar en cuenta tus palabras, sé que tú no eres un militar, eres un policía que vela por la seguridad y por el orden de la patria que, por otra parte, es para lo que te elegí. Por lo tanto, cumples con fidelidad tu trabajo y, al sugerirme que abandonemos la ciudad, obedeces a tus obligaciones; eso te honra... Aunque no albergo la más mínima intención de salir de aquí- ahora, de momento y ante las palabras de Stalin, tan sólo le quedaba a Beria actuar como sabía que era la manera más prudente. Así que se mantuvo en silencio, se caló el gorro de abrigo e intentó soportar, estoico, el inhumano frío que azotaba la torre sur del complejo del Kremlin.

-Esos malditos están ahí al lado... –murmuró Stalin, que de nuevo miró por los prismáticos. En la puerta de acceso a la terracilla de la torre se encontraban dos sicarios de Beria que componían la guardia personal de Stalin. Esa mañana, como todas las mañanas desde que se inició el ataque alemán contra la URSS, Stalin se levantó temprano. Tras desayunar un té con un chorrito de vodka se dirigió a su despacho para tratar con los mariscales sobre las últimas circunstancias de la guerra. Apenas se encontraban al inicio de la reunión cuando el propio Lavrenti osó interrumpir para dar la fatídica noticia:

-¡Gran Camarada Stalin! –dijo solemnemente mientras prorrumpía sin apenas protocolo en mitad del círculo de militares- ¡Podemos ver a los alemanes desde las torres!

Stalin saltó de su butacón y miró con furia al consejo militar. Su mirada los acusaba de no saber nada de la situación, como si dijera: “¡Me habláis de avances, frentes, rupturas, embolsamientos de tropas, de Kiev, Leningrado, Sebastopol, Odessa, pero el enemigo se encuentra en los arrabales de Moscú! ¿Pensabais informarme de ello cuando entraran en mis dependencias para pegarme un tiro?”.

Una vez ya en la balconada, Beria le extendió a Stalin los prismáticos y le dijo:

-¡Mire, Gran Camarada!

Stalin miró. No pudo creer lo que veía.

-¡No abandonaré Moscú! -fue lo último que dijo. Giró sobre sí mismo y desapareció escaleras abajo para reanudar su charla con los jefes militares. ¡Debía tomar medidas de emergencia! Como ninguno de los integrantes de esa pandilla de brutos era capaz de hacerlo tendría que ser él quién solucionara el apuro. Entró de nuevo en la sala y, ante las expectantes miradas de los militares que aguardaban la orden inmediata de iniciar la completa evacuación de la ciudad, les espetó:

-He contemplado una funesta perspectiva desde la torre sur del Kremlin, camaradas oficiales –los prebostes se preparaban para aceptar, con agrado disimulado, la orden de huida- pero no pienso ceder un metro de terreno sin lucha, si ese malnacido de Hitler desea Moscú deberá conquistar con muerte cada palmo.

La oficialidad allí reunida sintió un escalofrío, ese hombre no pensaba en huir, en rendirse, se volvía loco, no cabía otra explicación. En su locura pensaba arrastrar a todos con él. Tal vez pesara en Stalin la circunstancia de que durante el bolshoi drap, ante la cobardía y el pánico de los ciudadanos moscovitas, ordenó disparar, incluso por la espalda, a todos los habitantes que intentaran huir de Moscú, independientemente de que fueran ancianos, mujeres o niños. La marcha de Stalin causaría una gran desmoralización entre los hombres, como si hasta su propio líder lo diera todo por perdido. ¡De eso nada! Además, su salida de allí era sinónimo de entregarle la ciudad a Hitler. Y a eso no estaba dispuesto.

Arriba, aún en la torre, Lavrenti Beria contempló con los prismáticos a un Panzer que avanzaba sobre la nieve con una esvástica colocada sobre la parte trasera para que, así, los aviones alemanes no lo confundieran desde las alturas con un blindado ruso. “Se encuentran tan cerca...”, musitó. Sintió un escalofrío que se apoderaba de su cuerpo, pero no era un espasmo provocado por el intenso frío, aunque él prefirió creerlo así. Se trataba de un escalofrío de pavor, del terror que la visión de la cruz gamada le provocaba.

***

Epílogo histórico: Botas de una talla mayor -Arrabales de Moscú, en la noche del cuatro  de diciembre de 1941-

Lo que sucedió durante aquella noche en los arrabales de Moscú define muy bien lo que realmente le ocurrió a la Wehrmacht en su avance por Rusia. Las unidades blindadas se vieron obligadas a detenerse cuando más cerca aparecía el objetivo de la ciudad porque la enorme distancia entre la cabeza del ataque y la retaguardia provocó una desconexión de las líneas. Guderian y las demás compañías optaron por retirarse para un reagrupamiento antes del golpe de gracia final. Esa noche, como si Stalin fuera poseedor de una endiablada y diabólica suerte, el tiempo empeoró aún más y eso inició el desastre de las divisiones alemanas que se vieron atrapadas por el frío y el barro que luego se extendería por todo el frente.

La temperatura descendió a los cuarenta bajo cero y los soldados de la Wehrmacht aún vestían los mismos uniformes que al inicio de la campaña, en verano. Los dispositivos automáticos de las armas se congelaban, con lo que tan sólo podían disparar tiro a tiro, la munición anticarro no entraba en los cañones al solidificarse la grasa, la mantequilla de las raciones debía de cortarse con un serrucho y para beber una sopa no podía dejarse transcurrir más de un minuto porque pasado ese breve espacio de tiempo el líquido se endurecía como una piedra.

Así las cosas, aunque los rusos no se encontraban preparados en absoluto al inicio del ataque de Hitler, con la llegada del invierno demostraron que si poseían pertrechos adecuados para combatir el frío. Los alemanes padecieron de disentería, perdieron miembros y extremidades por congelación y la gran mayoría de los soldados afectados por éste mal se suicidaron con una granada accionada sobre sus estómagos al verse los pies y las piernas ennegrecidas, segadas de cuajo por los rigores de tan acerado clima. Como ya le pasara a Napoleón, a Hitler también le falló la intendencia a la hora de enfrentarse al mito del  General Invierno.

Esa noche, en la que los blindados de Guderian y Hoeppner patinaban sobre la embarrada nieve que no les permitía avanzar, faltos de combustible en muchos casos, Stalin lanzó un furibundo contraataque que obligó a los amenazadores de Moscú a situarse a la defensiva. La acción ya no cambiaría de lado y terminaría con la expulsión de los nazis del territorio de la URSS.

Como diría después el mariscal Yukov: “Toda la admiración que sentía por el Estado Mayor alemán se desmoronó al ver a los primeros prisioneros. Oficiales y soldados calzaban botas de su medida; los alemanes ignoraban que desde siglos atrás los militares rusos somos equipados con botas de un número superior al que pudiera correspondernos. ¿A qué efecto? A fin de que podamos rellenar de paja o de papel de periódico las botas para evitar que se nos hielen los pies”.

Las columnas de prisioneros alemanes que avanzaban en dirección al confinamiento en Siberia eran similares, con sus uniformes veraniegos, destrozados por los mordiscos del frío, a las patéticas colas que formaban los soldados napoleónicos vencidos. La Wehrmacht ejecutaba así una pirueta en el tiempo para asemejarse a la Grande Armee, no en las victorias napoleónicas, como tanto le hubiera gustado a Hitler, sino en la más implacable de las derrotas.

Sobre las nieves de la estepa, el otrora joven comunista le ganaba la partida, al final, al antiguo pintor de acuarelas, como si entonces, en la Viena de principios de siglo, ambos ya intuyeran o conocieran algo de todo esto cuando sus furibundas miradas se encontraron en la Plaza de la Catedral de San Esteban, hacía ya tanto...

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