domingo, 8 de julio de 2012

El macaco de Belgrado



Del seis al nueve de abril de 1941:
Lo peor de los bombardeos no eran las explosiones que podían escucharse desde el interior del refugio y que se repetían como un eco maligno por toda la ciudad; atronadores estallidos que siempre parecían cercanos, como si el último impacto de la última bomba se produjera ahí mismo, justo al lado, en el edificio más cercano o en la manzana colindante.

No, eso no era lo peor, como tampoco lo era tener que abandonar apresuradamente toda actividad y correr atropelladamente hasta el refugio del sótano, o el vivir permanentemente entre penumbras, sin poder encender las luces de los pisos para no alertar al enemigo de la ubicación de las casas, de los núcleos de población. ¡Como si por quedarse a oscuras los alemanes ignoraran el emplazamiento de la ciudad de Belgrado!

No, ninguna de tales circunstancias era lo peor de los bombardeos, como no lo eran las chirriantes y nerviosas sirenas de las alarmas antiaéreas, ni los poderosos reflectores que barrían el cielo, ni los atronadores disparos ciegos de las defensas de tierra que rasgaban el aire con petardazos secos y comprimidos, ni los incendios, ni las ventanas y sus vidrios rotos, ni el hacinamiento en las reducidas habitaciones subterráneas...

Lo peor era, sin duda, ese zumbido constante, insistente, ese rugido mortal y monótono que se expandía por el cielo de la ciudad, que se extendía, como desparramado por ella, en un gorgoteo desagradable, borborigmo mortal que se podía escuchar con cada noche de bombardeo.

Eso, eso era lo peor, lo más molesto, lo que atenazaba de pánico a Karol, un niño de ocho años que ahora, inmerso en un nuevo raid de la Luftwaffe sobre Belgrado, apretaba la cara contra el catre del refugio e introducía su cabeza debajo de la almohada y, aún así, no lograba que el zumbido de los motores cesase de rugir en el interior de sus oídos.

A Karol le fastidiaba mucho que los bombardeos se produjeran por la noche. Terminaba de estudiar en la penumbra que imponía el pánico ciudadano, cenaba casi a oscuras y se acostaba cada día más temprano de lo que acostumbraba en tiempos de paz a causa de la prohibición gubernamental de encender la luz eléctrica pasadas las cinco. Las autoridades se vieron obligadas a interrumpir el fluido a esa hora por si acaso, para evitar tentaciones de personas insolidarias, temerarias, tal vez algo chifladas... o colaboracionistas, que todo podría ser.

Karol se manejaba bastante bien con algunas velas discretamente colocadas por el piso aunque su resplandor no diera para mucho. Como en las noches anteriores, las alarmas de Belgrado comenzaron a aullar y Karol se vio en la obligación de abandonar la cálida y confortable cama de su cuarto para descender hasta el incómodo y gélido refugio, abrigado de manera improvisada por la ropa que su madre le colocó encima del pijama, embutido en un gorro de lana y con una larga bufanda enrollada al cuello.

En esa tesitura se encontraba Karol, por tercera noche consecutiva, sumido en sus desesperados intentos por aislar sus oídos del zumbido terrible de los aviones alemanes que se disponían a desmenuzar Belgrado. En cada refugio se improvisaron literas y camas y, a menudo, a esas horas intempestivas, eran ancianos y  niños los que se tumbaban en ellas.

¿Quién les aseguraba que al término de la alerta, al salir de nuevo a la superficie, al emerger como atolondrados batracios al aire de la charca, sus camas originales, esas de las que acababan de ser arrancados en el fragor nocturno, seguirían todavía ahí, conservando la figura de sus cuerpos labrada con el paso de los años en los colchones, en el interior de sus cuartos, dentro de los pisos y en pie las manzanas que albergaban las casas?

El ronroneo de los bombarderos alemanes cobró, paulatinamente, mayor intensidad. Los impactos de las bombas se acompañaban por los cañonazos de una defensa antiaérea que no parecía resultar muy efectiva. Igual de estéril era la oposición que presentaban unas docenas de aviones yugoslavos, rápidamente eliminados por los Stukas de protección de los bombarderos.

-¡Cayó muy cerca! -comentó alarmada la señora Zelewski.

-Sí, por el bulevar Skadarska -el joven cartero Kurda intentaba acertar el nombre de las calles y lugaresbombardeados. Calculaba la distancia a la que parecía distar el sonido del impacto y, por su conocimiento memorístico de los distritos de Belgrado, averiguaba el nombre de los sitios en donde los alemanes hacían blanco.

Los habitantes del refugio se miraron en silencio. Una cruda salva de explosiones inusitadamente cercana llevó al abrazo de los hijos con los padres. Algunos de ellos comenzaron a musitar unos rezos, a santiguarse presurosos. Cada cual combatía contra su terror como podía, pero el mosconeo de la Luftwaffe persistía allá arriba y, ni tapándose los orificios de las orejas, Karol conseguía amansarlo.

-¡Eso ha tenido que caer cerca del zoológico, por la fortaleza del Kalemegdan! –aseguró el cartero, tras un nuevo y demoledor impacto, mucho más atronador que los anteriores. Pero los demás apenas le prestaron atención, nadie le miró y todos continuaron con sus aterrados ritos, ensimismados en su atareado pavor.

Si uno piensa en un parque zoológico tal vez en raras ocasiones se llegue a imaginar el de una ciudad de la Europa del Este, tan fría y tan desapacible, tan poco apropiada para la conservación de un hábitat natural para especies como son los cocodrilos, elefantes, jirafas, leones o rinocerontes. Sin embargo, la realidad viene a quitarnos la razón en ocasiones y, en este caso, así lo hacía: el zoológico de Belgrado era un buen zoo, repleto de animales que no dudaron ni un solo instante en ponerse a correr en desbandada por las avenidas y calles de la ciudad, en mitad del fragor de las explosiones de los bombardeos, cuando la aviación alemana acertó entre los muros de las paredes del recinto y reventó las verjas de sus goznes. Propició así una vía de escape para los nerviosos animales, excitados por el fuego y el humo, por el pavoroso rugido del cielo y por los disparos antiaéreos, azuzados por el hambre que nadie se ocupó de saciarles durante los últimos días.

Era una imagen chocante, a la par que patética: mugrientas patrullas de animales correteaban por las oscuras y desiertas calles de la ciudad, los cascos de los antílopes repiqueteaban al golpear contra los adoquinados y los ñus hozaban entre los escombros y sacudían los ladrillos que alfombraban el suelo.

El caos provocado por los animales vino a sumarse a la sinfonía de sonidos terroríficos propios de noches tan terribles como aquella. Dos jirafas trotaban sin rumbo, enloquecidas de espanto, con sus lenguas descomunalmente descolgadas, un elefante sumaba sus barritos a los acongojados alaridos de las bocinas antiaéreas, dos leones emaciados y de sucio pelaje se movían nerviosos por entre los humeantes y volcánicos hierros de los desventrados automóviles, aventaban el aire buscando el aroma de los heridos, de los muertos, de los indefensos...

De hecho, lo peor vino cuando los animales empezaron a localizar cadáveres. Y nadie en su sano juicio puede atreverse a negar que no se cebaran, también, con los heridos. De manera absurda, las familias de algunos fallecidos y desaparecidos podrían decir con desazón que sus seres queridos murieron durante los bombardeos del Reich sobre Belgrado... ¡devorados por un león!

El cielo de la ciudad se iluminó de colores amarillos y anaranjados, como si una tempestad de aparato eléctrico con nubes relampagueantes y rayos violentos amenazara con desintegrar a los ciudadanos en castigo a alguna irreparable maldad cometida y que ellos mismos, víctimas inocentes, ignoraban.

Las sombras de las fieras se recortaban en el resplandor nocturno. Aquí, arrastraban la pierna desgajada de cuajo de un muerto que yacía bajo un derruido muro de ladrillos, allí, abatían los cubos de basura a la búsqueda de sobras y subían las escaleras de los edificios en ruinas, deshabitados, para apoderarse de la jungla del asfalto y demostrar que en cualquier lugar en donde impere la ley de la selva los animales salvajes serán los  legítimos soberanos.

-¡Se acabó! –gritaron con alivio y al unísono varios de los refugiados. La sirena que anunciaba el final del bombardeo coincidió con el claro del alba. Recogieron las velas, las palmatorias que alumbraron el lugar, y se dispusieron para abrir la puerta del sótano.

Ante ellos, junto con el gélido viento que les azotó las caras, contemplaron como se desperezaba un brasero humeante, un conjunto de cascotes y ladrillos derruidos que se llamaba Belgrado. A medida que las luces de la mañana se apoderaban de las sombras de la noche se elevaba un telón de inhumanidad que desnudaba el desolado panorama de muerte y destrucción que vino del cielo. La Operación Castigo, bautizada así por los nazis, se cobró cerca de veinte mil muertos.

El amanecer descubría una ciudad de muelas picadas y dientes quebrados.

Sí, cesó de una vez el zumbido ronco y persistente de los motores, ese que tanto le molestaba a Karol. En el mismo instante en que salió a la calle se encontró, cara a cara, con un afable mono escapado del zoo. El macaco no podía evitar un temblor nervioso de angustia y desamparo.

Los ojos del chaval brillaron de sorpresa sin reparar en la perspectiva de la cariada urbe:

-¡Mira, mama, un mono! ¿Me lo puedo quedar?

Esa misma mañana, patrullas de tiradores montados en camionetas persiguieron y abatieron a la mayoría delos animales escapados del zoo. Cerca de la Stari Grad mataron a un elefante, dos camellos fueron arrinconados en las riberas del río Sava, un león apareció malherido a causa de una tapia que se derrumbó sobre él sin que le diera tiempo a apartarse de un salto felino, tan empecinado como estaba por devorar el cuerpo de un niño cercano a las escalinatas del Teatro Nacional.

Las fieras, las bestias del zoo, camparon por las calles esa noche, pero no serían las únicas bestias que corretearían a sus anchas por las avenidas de Belgrado: el trece de abril Von Kleist ocupó la desmoronada ciudad para su Führer y con él llegaron los escuadrones de limpieza étnica, las deportaciones, los fusilamientos, las fosas comunes... Y otras fieras, más salvajes si cabe, triscaban a su libre voluntad por las aceras de Bucarest, Praga, Viena, Berlín, Budapest, Ámsterdam... Los depredadores disfrutaban de la veda abierta para la caza del hombre en la mayoría de las ciudades de Europa.

-¡Mira, mama, un monito! ¿Me lo puedo quedar? –insistió de nuevo Karol.

Y su madre, ante un futuro de hambre, un futuro en el que no tendrían cabida los animales domésticos ni los seres humanos, no lo dudó un instante: dio su consentimiento con una suave sonrisa escarchada en los labios.

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