jueves, 5 de julio de 2012

Cita en Hendaya

-veintitrés de octubre de 1940-:

El Führer echaba chispas de indignación. En un alemán rapidísimo -que le confería un aspecto aún mucho más terrible-, vertiginoso, se dirigió a su séquito, formado por su Ministro de Negocios Extranjeros, Ribbentrop, por el mariscal Keitel y por el Estado Mayor en pleno, que se encontraban formados en el andén. No dejaba de señalar, con visibles aspavientos de disconformidad, el reloj. El tren en el que viajaba Franco parecía no llegar nunca. ¡Con lo puntual que Adolf era siempre! Estos detalles demostraban bien a las claras el carácter de un país, un país con una red de ferrocarriles de tercera categoría e impuntual. Bueno, debía mostrarse comprensivo, acababan de salir de una guerra contra el demonio bolchevique y aún existían muchas partes de la infraestructura destruidas. Pero aún así... ¡Era impensable dar plantón al líder del Tercer Reich! Desde luego, eso demostraba todo el carácter de un pueblo. Los alemanes, siempre serios, siempre en punto, en la cima del mundo. Los españoles alcanzaban lo exigido con grandes apuros, ¡llegaban siempre tarde! ¿Que podían representar en el concierto mundial? Esa impuntualidad, esos malditos retrasos...

Adolf Hitler se mostraba excesivamente nervioso en su espera, recorría el andén de arriba abajo como un león enjaulado en el zoo de Berlín.

-¡Vaya fresquete! -le dijo uno de los guardias de la estación de Hendaya a otro.

-Sí, ya sabes, por aquí el clima es algo fresco en esta época del año, ten en cuenta que anda muy avanzado el mes de octubre -les interrumpió el desvencijado ruido, el lastimoso crujido de un tren que llegaba. Eran las tres y media de la tarde, un poco pasadas ya. Franco arribaba con un levísimo retraso de escasos minutos.

-¡Por fin! -exclamó aliviado el Führer. Se caló bien la gorra, se ajustó sus cinturones y correajes del uniforme y se enderezó la medalla de la Cruz de Hierro que lucía en la pechera. Se peinó el flequillo con las manos, de forma informal, pero marcial.

Hitler llegó a la estación de Hendaya a las tres y veinte de la tarde. Una decena de minutos más tarde aparecía Franco, por lo que se podía decir que el tren del mandatario español fue bastante puntual. En ningún caso el ligero retraso de Franco, ocasionado por el deplorable estado de las vías españolas, pudo parecer una descortesía con los alemanes. Incluso se hubiera visto muy mal, como un error de protocolo, que los visitantes españoles se presentaran en la cita antes que los anfitriones. Bien es cierto que los casi diez minutos de retraso pusieron nervioso a Hitler porque no existe nada que le crispe más los nervios a un dirigente que los ratos muertos, no contemplados en la agenda, esos que obligan a improvisar, a correr el enorme riesgo del fracaso, de errar, de mostrarse como se es en la realidad y no como el líder pretende que se le admire: en su total perfección milimétrica y ensayada.

En cualquier caso, el retraso se magnificaría después por el régimen y pasaría a formar parte de la leyenda franquista al interpretarse como una astuta maniobra del Caudillo en un intento de provocar el nerviosismo de Hitler. Una especie de inteligente jugada que no existió jamás.

Franco se apeó ligeramente trastabillado del vagón, pisó mal un escalón y casi tropezó. Estuvo en un tris de rodar por el piso. A Hitler no le hubiera parecido nada mal tener a sus pies, humillado, aunque fuera sólo por un instante, al astroso Caudillo español del tres al cuarto, ese que decían que era el más joven de Europa, con tanta gloria adquirida tras su victoria sobre las hordas marxistas. De todas maneras, no debían olvidar los españoles que gran parte del éxito de Franco –por no decir que todo el éxito- se lo debían al apoyo del Reich alemán y, en menor medida, a su aliado italiano, que aportaron los elementos necesarios para que los nacionales ganaran esa guerra. ¿O es que acaso se le olvidó ya al pueblo español victorioso, tan pronto, la inestimable ayuda prestada por Alemania en la campaña del Norte, la presencia de la Legión Cóndor, la toma de Bilbao, el importantísimo papel de los tanques y blindados alemanes en la batalla de Teruel, e, incluso, la presencia junto a los ejércitos de Franco del mando estratégico conjunto del general Sperrle y del coronel Von Richtofen? Sin su ayuda y sin la de Mussolini, sin los aviones, sin las piezas de artillería antiaérea, sin las bombas y misiles, sin las municiones proporcionadas, sin el puente aéreo que establecieron los pilotos alemanes con nueve Ju-52 que transportaron a veinte mil hombres de las tropas bloqueadas de Franco desde África a la península, ahora no existiría ninguna España nacionalista ni ningún Caudillo. A Hitler le molestaba sobremanera la posibilidad de que, tan temprano, todo eso se le olvidase a Franco.

Tras el Caudillo, descendió Serrano Suñer, Ministro de Asuntos Exteriores, y los jefes de las Casas Militar y Civil. El propio Hitler, junto a Ribbentrop y Von Brauchitsch, se dirigió hacia ellos con profusas muecas de cordialidad y satisfacción.

-¡Vosotros! -le ordenó un coronel español a un grupo de soldados- ¡Vigilad que nadie entre en la estación, bloquead las puertas! -los soldados se fueron a paso ligero, solícitos, a cumplir la orden.

Hitler alzó su brazo:

-Heil! –exclamó alguien desde una fila trasera. Ambos mandatarios se dieron la mano.

-Encantado de verle -le espetó Franco en una frase interpretada en un burdo alemán y aprendida a marchas forzadas para la ocasión.

-Por fin satisfago un viejo deseo -manifestó Hitler.

Hechas las presentaciones, subieron al vagón-salón donde se celebraría la conferencia. Después se les unieron los traductores, con el barón de las Torres por parte española y Gross por la alemana. En el inicio del conciliábulo, Hitler hizo una primera declaración de intenciones:

-Soy el dueño de Europa y como poseo doscientas divisiones a mi disposición, no hay más que obedecer –Franco, dispuesto a pedir un sueño colonial mediterráneo inverosímil a cambio de la entrada en la guerra, sintió que se atragantaba ante tal inicio...

Mientras, el embajador de España en Berlín, el general Espinosa de los Monteros, y el de Alemania en Madrid, Von Sthorer, ya bebían cálidas y reconfortantes copas de vino en otro vagón cercano, y confraternizaban junto al resto de los séquitos que no tuvieron acceso a la entrevista. Al final, en el turno de las despedidas, un Hitler visiblemente contrariado por no obtener nada en claro de la reunión se dirigió a Ribbentrop con las palabras:

-Mit diesen Kerlen kann man nichtsmachen! (¡Con estos sujetos no se puede lograr nada!).

De nuevo, al partir, en mitad del marcial saludo de Franco, cuadrado y aguerrido militarmente sobre la plataforma del vagón, el tren pegó un súbito acelerón que casi dio con el Caudillo más joven de Europa en el suelo, a la altura de las botas de Hitler, de no ser por la providencial ayuda prestada, en forma de agarrón, de su jefe de la Casa Militar, el general Moscardó.

No hay comentarios:

Publicar un comentario