La conocí por la noche, en una discoteca de San José, sí, en Costa  Rica. Tal vez el sitio fuera algo siniestro, incluso con ciertos tintes  diabólicos o retorcidos, pero creo que, ni aún así, logro emplear las  palabras acertadas para definirlo. ¿Barroco?, ¿gótico? ¿Cómo lo  calificaría? Ahora ya no tengo dudas, lo califico como un lugar Gótico  Tropical, eso es. Es el termino más acertado. Sí, seguro, Gótico  Tropical y, además, se trataba de un lugar impregnado de satanismo. Así  que puedo decir, y sin ánimo de equivocación, que la conocí en un lugar  satánico. Aunque la catadura del antro, recuerdo que se llamaba Mar de Chira,  no fue óbice para que mi amor germinase con rapidez. Bien pronto, mis  escrúpulos abandonaron los miedos y gracias al caleidoscopio del amor la  zahúrda plutoniana se metamorfoseó en un sitio maravilloso. Los cielos y  el Paraíso se me ofrecían juntos cada vez que la veía por allí. Todo a  mi alrededor, mi propia realidad, experimentaba una mutación astral,  cósmica, provocada por su presencia. La quería, eso podía decirlo con la  cabeza muy alta. Estaba loco por ella: hechizado, atontado, ahogado en  su mentirosa realidad.
 
El fuego de la pasión me recorría el cuerpo en todas las direcciones,  con chisporroteos eléctricos. La amaba, sí, la amaba. Durante un sinfín  de noches la contemplé en silencio. Con sus negros cabellos  desparramados en sicalíptico torrente de opacos sueños. Con los oscuros  iris de sus ojos repletos de provocación. Siempre bebía lo mismo, la  cálida absenta verde. Cuanto más rato permanecía el licor en contacto  con los hielos, más verde se tornaba. Absenta verde... festival de  colores y tonos apresados entre sus blancas manos de novia muerta, manos  de estatua de blanca novia con ajuar de marfil. Contemplaba,  arrebolado, el fúlgido color del vaso. Admiraba sus evoluciones con el  corazón encogido, con el deseo de convertirme en uno de aquellos cubitos  que sus labios rozaban, sutiles, a cada pequeño sorbo. Cubitos de hielo  verdoso de mi pasión. Su lengua hendía el líquido, su saliva resbalaba  dejando una finísima marca por el borde del vaso y tendía un invisible y  efímero hilillo de baba hasta la boca: hilo verdoso de mi pasión.
 
El verde era entonces mi color preferido, mi color de la suerte. El  verde significaba todo lo que un color puede significar. Todo... hasta  la vida y la misma muerte. El hielo cada vez más verde. Hielo verdoso de  mi pasión. ¿Existía un motivo para no estar absolutamente hipotecado  por aquellos labios demudados que besaban con delicia y cariño la verde  absenta? No, seguro que no… pero el motivo, existía, y yo,  desafortunadamente, jamás me percaté a tiempo para salvar mi alma. Así  de idiotizado me encontraba. Aunque el peligro reventara en mis oídos y  ella me atrapara en la red, en la telaraña de verde hilo de absenta, en  la trampa entretejida con el hilo verdoso de mi pasión.
 
Un día me habló: otro día bailamos: pronto: de la discoteca satánica,  nos desplazamos a otros lugares que ella conocía bien: del centro de  San José a postmodernos extrarradios, a un extraño barrio Gótico  Tropical que yo jamás había imaginado: catedrales, pináculos, gárgolas  recortadas frente a los palmerales, vidrieras, entre vaharadas de calor y  lluvias torrenciales: esa catedral puntiaguda, naufragada en la bruma  americana. Extraños ambientes de luces blancas, las humaredas generadas  por máquinas de oxígeno líquido, de brillos morados, aderezados con los  destellos de un neón rojo, decorados psicodélicos de ataúdes y  cementerios, de cruces de piedra y hiedra... Ella era la reina, la  reina, de todos los sitios que frecuentamos, la reina de todo. Bebía su  absenta y yo, siempre, me encontraba a su lado contemplándola embobado.  La reina de todo... de todo y de mi. Ella sabía muy bien de mi amor,  pero no me concedía, de momento, una oportunidad para demostrárselo.
 
Por fin, una noche, me invitó a una fiesta que celebraba en su casa.  Acudí ilusionado, un poquito más allá del barrio de Escalante… me dijo, y  me topé con una extraña casa victoriana, crujiente, de portones y  sotanillos, de ventanucos y áticos que encerraban gotas de maldad.  Habitaciones repletas de gente extraña, ataviados con unos trajes  solemnes. Las mujeres se movían vaporosas, adornadas con extravagantes y  raros vestidos de noche. Los invitados no cesaban de beber absenta  verde: la absenta verde era la única bebida existente en la fiesta. La  probé, y el fantasma de la borrachera me abrazó en volandas, en verdes  espirales de gozo. Ella también me capturó entre sus brazos y susurró un  deseo compartir toda la eternidad contigo. Muy bonito, pensé, aturdido  por completo. Era feliz, creo que en aquellos momentos era feliz. Si,  estoy seguro, se puede decir así, era feliz, completamente feliz. Soy tu  cubito de hielo, murmuré. Eres el hielo verdoso de mi pasión, me dijo.  La besé: me sumí en el abandono.
 
Un dolor agudo: una punzada en el paladar: un beso doloroso: un beso  frío: la saliva arrastraba el sabor de la sangre y del metal garganta  abajo: un beso con regusto a acero: era el beso del compromiso eterno:  el beso que arrancó sangre de mi cuerpo, de mi boca, de mi cuello…  Entonces: me miró. Pude escudriñar el congelado infinito de sus bellos  ojos. ¿Acaso no se encontraba allí dentro esa eternidad de la que ella  acababa de hablarme? Ojos tan bellos como los de una princesa muerta.  Ojos tan inexpresivos como los de un cadáver. Lo comprendí todo, se  trataba de una eternidad helada, fría, gélida. Me asomaba al borde de un  infinito terrorífico. Un verde mineral: gemas, piedras preciosas,  rubíes en lugar de ojos, balcones tendidos al abismo de la congelación.  Desesperación es el nombre de mi esmeralda.
 
Ahora yo también era uno de ellos: debía sentirme alegre por  compartir para siempre la eternidad junto a mi amada. Esas fueron sus  palabras. Ese fue su deseo. Mi escaso segundo de radiante y desbordada  felicidad se sumía, ahogado, en una noche eterna de aborrecimiento.
 
Todos los sacrificios por amor son pocos: yo sacrifiqué mi alma.  Ahora, bebía absenta verde y mataba. Pasé de ser pitanza líquida, un  buen vaso de hemoglobina, a convertirme en un Romeo zombi, en un galán  de entre los muertos. Y culminé el proceso con la más aterradora de las  variaciones, pues de Romeo zombi, de galán de ultratumba, terminé como  un Drácula de los trópicos. Y, mierda, ni siquiera me había leído ese  libro… Burdo egoísmo de ultratumba. Las bajas pasiones del más allá.  Declaraciones de amor de sarcófago carcomido. Besos, muchos besos...  besos de colmillo retorcido. Gusanos, muchos gusanos que roen sin cesar.
 
Pronto aborrecí la nueva situación. Me cansaba de trasnochar, de mis  agudos colmillos, del metálico sabor de la sangre, de vagar horas y  horas por las calles de San José, medio desiertas y desangeladas.  Aborrecía perderme entre la neblina calurosa. Harto de acechar a mis  víctimas amparado en las sombras, a traición. Escondido en mi cobardía y  en mis trucos, en un puñado de golpes de efecto. Mis víctimas, sí... un  puñado de pobres, de viejos miserables, la mayoría de las veces  alcohólicos cuya sangre no era más que agüilla -mezcla rosada de vino-,  fuerte y agria, machacada por tantas papelinas de vinazo peleón.
 
Borrachos, desnutridos, vagabundos... de eso me alimentaba.  Debiluchos que nunca opusieran demasiada resistencia. ¿Demasiada? Mejor:  ninguna resistencia. Algo cómodo. Era difícil capturar a los mortales  de las discotecas. Se marchaban muy rápido, montaban en veloces  automóviles y no dejaban tiempo para reaccionar. Eso, si no me tomaban  en busca de lío, a la caza de jóvenes guapos. O confundían a mi eterna  amada con una puta y a mí con su chulo del tres al cuarto. ¿Podía actuar  entonces? ¿De qué manera se supone que debía reaccionar ante aquellos  errores? No tenía fuerzas, ni ganas de gritar, de advertir a quienes me  ofendían que entonces insultaban al Rey de las Tinieblas, al Príncipe  del Mal, al Gran Enemigo. Sin ilusión, sin ninguna ilusión por utilizar  todos esos absurdos términos que se pronuncian en las películas. Con mi  aspecto me habrían partido la cara, seguro. Los vampiros, la verdad,  carecemos de dignidad.
 
Me encontraba harto de aquelarres, de confusiones, de malentendidos,  de ocultar -permanentemente- mi auténtica vida, de horas y horas de  espera en cementerios y de una existencia repleta de los tópicos del  vampiro. Hastiado de la humedad de las fosas, de los barrizales a la  puerta de los panteones, de sangrientos ritos que lo ponen todo perdido,  de manchas de sangre difíciles de limpiar, de la mala cara que tienen  los muertos, de la podredumbre de la descomposición... todo ello a la  sombra de los palmerales, a las orillas del Pacífico, en la cintura del  mundo, en el centro del continente. Apestaba a cera barata, a madera de  ataúd de saldos. Consumido -y nunca mejor dicho- decidí acabar con todo  aquello. La solución al problema parecía simple. La mataría, a ella, a  mi amor, y me suicidaría después... ¿puede un vampiro suicidarse?
 
El tópico era real una vez más: ni balas, ni venenos, ni nada. Sólo  una estaca en el corazón. Bien profunda, clavada en la carne, como la  aguja de muerte que ella me hundió en la yugular con el afilado beso de  acero. Ante sus ojos negros, mi abismo y mi perdición, podría pensar  -triste consuelo- que aún me quedaba ella, mi amada, por toda la  eternidad. Para querernos y para ser felices. No. Ella se encargó de  evitar que tuviera reparos a la hora de ejecutarla. Eligió el camino  contrario, desintegró mis deseos de permanecer a su lado. Se enamoró de  otro vampiro y tornó la eternidad -mi eternidad- en una maldición de  engaño y celos.
 
Ella eligió enamorarse del vampiro dueño de la satánica discoteca, de aquél Mar de Chira  globulítico, plaquetario, plasmario. Propietario, además, de un  mausoleo con templete en el cementerio más noble de la ciudad. Un lugar  donde descansar a salvo de la humedad, a cubierto de la temporada de las  lluvias torrenciales, en el interior de magníficos féretros de caoba  con aplicaciones de oro y un cálido acolchado de plumas de ánade real.  Allí no se pringaban de barro los bajos de los vestidos al salir de la  cripta. Sí, una coquetona cripta… demasiado atractivo para que ella  pudiera resistirse.
 
Me faltó valor para arrebatarme la... ¿vida? Mi gran amor  extratemporal yacía a mi lado. Sus inmensos ojos abiertos y sus afilados  colmillos desencajados. Con la estaca clavada en el pecho. Con una  expresión acusadora en la cara. Me advertía de lo idiota que era.  Denunciaba lo absurdo de mi comportamiento. En el interior del lujoso  mausoleo también reposaba ya, definitivamente, el dueño de la discoteca,  al que decapité, para mayor seguridad, después de transir su codicioso  corazón. Corazón de No Muerto que me arrebató lo que más quería.
 
En teoría, debería ser yo el siguiente, el siguiente en dejar de  existir, pero era un cobarde. Además de vampiro: cobarde: un vampiro  cobarde. Jamás reuniría el valor suficiente y necesario para asestarme  un estacazo en el corazón o dejarme achicharrar por el sol del amanecer:  un maldito cobarde.
 
Y ahora: sí que soy el mayor de los tópicos. El tópico por  excelencia. El vampiro retirado, triste, decadente. Habito en un  castillo abandonado, de romántica historia, perteneciente a un pretérito  señorío de rancio abolengo apergaminado. Cada noche aterrorizo a los  aldeanos y degüello unas vacas en la insoportable lucha por beber  sangre... en algún innominado lugar entre Heredia y San José, tal vez,  al pie de un volcán asmático.
 
Eso soy, un vampiro solitario y apenado, que piensa en lo mejor que  resultó cualquier tiempo pasado. Nubes de recuerdos y reflexiones nublan  mi mente mientras me amorro a la jugosa y exuberante yugular bovina.  Colgado del cuello siento como golpean mis rodillas las ubres  bamboleantes. La sangre espesa y caliente en mi boca rememora aquel  maldito beso. Muchos acusan al Chotacabras de mis actos. Ni tan siquiera  me queda el consuelo de una paternidad clara en las desgracias. Los  vampiros, como tal, ya no provocamos más que risa. Somos seres  ridículos. Desgastados por el tópico. Es más sencillo asustarse del  Chotacabras. Al menos, da más miedo… Tal vez, un día, los labriegos me  planten cara y terminen con mis martirios al ensartarme una horquilla  herrumbrosa en el pecho. Pero lo dudo, dudo de su valor. Huyo de ellos  cuando organizan batidas a la caza del vampiro, animados por el alcohol e  inflamados por la testosterona. Con cada nuevo atardecer, asusto a sus  rollizas hijas, que imaginan mi pavorosa silueta recortada en las  sombras crepusculares. Asusto a los propietarios de calenturientas  imaginaciones, pero no hinco el diente a un ser humano desde hace  años... y lo peor es que amo demasiado mi no-vida de hematófago como  para clausurarla.
 
 
 
 
 
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Bebo absenta verde a la luz de la luna llena. Al fondo, un coro de  mugidos de vacas temerosas aguarda a que mi apetito me obligue a rendir  sangrienta visita. Es mi vida. Mi reducida vida de trescientos años de  apatía. Un grupito de reses pastan sobre un campo de color verde  absenta. Cuatro labriegos supersticiosos, corren asustados mientras se  santiguan. Buscan refugiarse bajo el cobijo de sus supercherías. Huyen  de mi presencia y me muestran crucifijos. Ni siquiera tengo ganas de  incendiar, con un seco movimiento de la mano, las cruces de madera que  me plantan delante de la cara. Es un buen golpe de efecto, sin duda,  pero ya me aburro de hacerlo. Está muy visto.
 
Soy un prisionero de las eternas ojeras y del eterno trasnochar.  Eternas ojeras moradas, ronchas violáceas. Ojeras, círculos amoratados  para la perpetuidad. El eterno recordarte, hilo verdoso de mi pasión.  Recordándote a perpetuidad, mi cubito de hielo empapado en absenta  verde, hielo verdoso de mi pasión. Así, hasta que un valiente, llegado  desde muy lejos, acierte con la llave correcta de la cripta, levante la  tapa del ataúd correspondiente y no falle con el golpe propiciado al  compás de un violento giro de las muñecas. Un golpe seco, de cuajo. El  redentor golpe de guadaña.
 
Todo ello bajo el cielo tropical.
 
Y todo esto: por un beso.