jueves, 1 de septiembre de 2011

Aguda fiebre de grillos (parte 4 de 10)


Las diapositivas del padre Gago –ese curita menudo y aseado, obsesionado con la entonación de sus máximas, que entraba en clase a la par que musitaba sus rezos y que, tras pronunciar un Jesús, ordenaba papelucho y daba una palmadita de aviso- eran lo que más le gustaba a Alejandro de su profesor. Bueno, eso y su sistema académico: Gago dividía los exámenes en tres categorías: los exámenes a la antigua usanza, los que llamaba papel y los calificados como papelucho. El primero, el examen, era la prueba de fin de curso, y Gago se ocupaba de que todo el mundo aprobara: siempre tenía planeado algún viaje con la inminencia del verano y no pensaba permitir que unos cuantos suspensos le obligaran a continuar anclado al internado por culpa del cursillo de recuperación de julio: recién acababa de dictar las preguntas del examen anunciaba un tranquilizador voy a subir a por unas cosas que se me han olvidado, ¿no pensaran ustedes copiar?, y desaparecía por un período de quince o veinte minutos, dando un tiempo más que suficiente para que los chicos pudieran consultar los libros de texto y para que no hallase ni un solo suspenso en las correcciones posteriores: así podía marcharse de viaje: contemplar las maravillas de la humanidad y elaborar nuevas diapositivas. Incluso una vez viajó a la URSS (aunque en el internado siempre se refirieron al país de los demonios comunistas por su antiguo apelativo zarista de Rusia) y eso fue algo que se comentó mucho: en el colmo de la osadía, Gago se retrató junto al momificado cuerpo de Lenin en su célebre mausoleo. En cierto modo, con sus nueve meses de clases jalonadas de misas y de rezos, sin gasto alguno, y luego con sus viajes, podría decirse que el padre Gago –que ahora acababa de ordenar un papelucho- lo tenía todo bien controlado.

Papel: era una modalidad menos importante que el examen, pero más importante que el papelucho: cuando ordenaba papel utilizaban un folio en donde consignaban los nombres y los apellidos, contestaban a la pregunta y lo entregaban para su posterior corrección. Con el papelucho no sucedía así: simplemente debían agenciarse cualquier cosa sobre la que pudieran escribir unas líneas, daba igual lo que fuera, incluso el envoltorio de un chicle, y esbozar, a grandes rasgos, la respuesta a la pregunta que el Jabugo formulaba a quemarropa. Tras unos minutos de espera, que daban tiempo a que los alumnos redactaran, decidía preguntar al azar a alguno de los chicos para que leyese en voz alta la contestación que acababa de garrapatear apresuradamente. Los demás, mientras escuchaban la lectura del compañero, no podían añadir ni una coma a lo que pusieron en sus respectivos papeluchos, pero eran muchos los que trampeaban y, al llegar su turno de leer sus atribuladas respuestas, con los añadidos colocados a destiempo, el padre Gago siempre se daba cuenta de que el alumno ignoraba la contestación, no sabía la materia: a continuación era calificado con un sonoro CEeeeROOO, seco y demoledor: que resultaba bochornoso dada la entonación con que lo pronunciaba...

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