*Esta columna apareció, originalmente, en el sitio achtungmag.com:
http://www.achtungmag.com/literatura-la-barbarie-una-forma-reparacion-no-odio/
Literatura sobre la barbarie: una
forma de reparación, no de odio
Tenía
pensado hablar de otro asunto en esta columna literaria de El Odradek, pero la triste y lamentable actualidad de los sucesos
de Barcelona ocurridos durante la
tarde y la noche de ayer, me han obligado a cambiar mi reflexión. Han pasado
bastantes años desde el 11-S
americano y desde el 11-M madrileño.
¿Cómo ha enfocado estos dos sucesos la literatura? ¿Qué soluciones narrativas
han aportado? ¿En qué aspectos se ha centrado la ficción?
Lo
primero, y necesario, es tomar distancia ante la duda de si es posible hacer
literatura después de matanzas como la de las Torres Gemelas, de los atentados en los trenes de Madrid y de los crímenes en Londres, París o Barcelona. No
volveremos a recordar la máxima de Adorno,
esa que se refiere a la imposibilidad de escribir poesía tras Auschwitz, sobre todo porque el
filósofo se refería a algo mucho más profundo que la mera incapacidad para
volver a poetizar: se planteaba si el ser humano sería capaz de regresar a la
fantasía, a la ficción, a ese reino de lo imaginado, tras haber conectado de
una forma tan horrible con su verdadera realidad criminal.
Por
supuesto, fue posible realizar poesía
tras un suceso tan traumático como el Holocausto,
en parte porque el hombre necesita de la ficción no ya como entretenimiento y
evasión, sino como una forma de reformular realidades tan dolorosas como estas.
Son realidades que muestran la animalidad de nuestra raza, lo escasamente
humanos que somos. En la barbarie aflora el criminal que todos llevamos dentro,
y el pensamiento poético hace que trascendamos, que podamos reconciliarnos con
nuestra humanidad puesta en duda. Puedes encontrar más información sobre este asunto en mi post publicado en este mismo sitio:
Por
tanto, la ficción acude en ayuda de todos nosotros para exorcizar las angustias
y dudas que acontecimientos como los de ayer en Barcelona generan en nosotros. Aproximarse al genocidio desde una
visión periférica construida por la narrativa, crea una distancia sobre los
acontecimientos que, paradójicamente, nos los acerca de una forma que puede
hacerlos más llevaderos; se nos facilita así su comprensión desde el punto de
vista ficcional, ese que coloca el foco en aspectos distintos a los que la
cruda realidad de informativos y boletines policiales administran a la
población.
Así
las cosas, la ficción emanada de la brutalidad acaecida en las Torres Gemelas ha sido prolífica.
Dejando aparte obras de no ficción, de investigación o ensayísticas, quiero
centrarme en un grupo de novelas sobre el asunto. Durante un tiempo no
existieron aproximaciones ficcionales al asunto en Estados Unidos, hasta que un par de películas abordaron el asunto y
descongelaron las reticencias a la hora de abordar un tema tan doloroso. En ese
sentido, World Trade Center de Oliver
Stone —un cineasta que jamás se ha mostrado tibio a la hora de abordar
temas espinosos para los estadounidenses— y la hiperrealista United
93, abrieron el camino para que pudiera existir una novelística sobre
el asunto.
Ambas
películas son del año 2006, y si
bien antes ya se habían rodado algunos trabajos documentales y de cine de autor,
las repercusiones mundiales de estas dos cintas dieron pie a que los novelistas
consagrados, o importantes, se decidieran a escribir sobre el tema. Aunque no
fue la primera novela que se publicó sobre el drama de las Torres Gemelas, El hombre del salto (Seix Barral), de 2008, sí fue la primera que me llegó.
La
novela de Don DeLillo, un grande
entre los grandes de la literatura norteamericana y, por ende, mundial, ponía
su centro en Keith Neudecker, un
trasunto de aquel hombre que todos mantenemos en la memoria y que aparecía
totalmente cubierto de polvo, emergiendo de entre la humareda y la escombrera
del desastre y todavía aferrado a su maletín. El libro arranca, así, desde el
mismo centro del drama, en el instante del ataque y el derrumbe, para después
recrear el complejo mundo de relaciones humanas y personales que se han
quebrado desde ese momento. Da la impresión de que se puede volver a levantar
un complejo como el World Trade Center
en el mismo lugar de antes…, ¿pero no se pueden reconstruir las vidas después del
trauma? Entonces, ese será el verdadero triunfo de los terroristas.
Los
personajes de DeLillo vagan como
autómatas alimentados por su desesperación, y repiten, como un calco, la
desorientación angustiosa de los personajes de las novelas escritas tras la Segunda Guerra Mundial. Absolutamente
desamparado, el protagonista de El hombre del salto acude a la casa
de su ex mujer tras el ataque, porque es el único lugar en donde pude sentirse
a salvo, al retomar y recordar la identidad perdida tras el drama. Sin embargo,
su matrimonio, su familia, ya no existían antes de lo del WTC, y tampoco va a recuperarlos ahora, cuando en todos se ha
instalado esa forma de deambular desarraigados.
Este
desarraigo conecta a Keith Neudecker,
a su mujer y a su hijo, con personajes literarios paradigmáticos en cuanto al
extravío y la pérdida de identidad, tales como Mersault en El extranjero de Camus (Alianza Editorial),
Jacques Austerlitz en el Austerlitz
de Sebald (Anagrama) o el portero de fútbol Bloch de El miedo del portero al penalti de Handke (Alianza Editorial). Ya he hablado de estos libros y personajes en
diferentes ocasiones, pero me resulta muy significativo que los comportamientos
en las obras de ficción tras el 11-S
repitan los movimientos de los protagonistas de las novelas escritas tras la Segunda Guerra Mundial. Al final, se
trata del mismo trauma destructivo, de similares pérdidas de identidad que ya,
jamás, volverán a ser recuperadas.
Puedes completar la lectura de esta columna consultando mis críticas aquí:
Sin
embargo, hay algo fallido en esta novela, al igual que en Terrorista (Tusquets), obra de otro peso pesado de
la literatura americana: John Updike.
El libro, de 2006, pero que me llegó
más tarde que la de Don DeLillo —en España siempre hemos tenido cierto
retraso con las traducciones de Updike—
resultó muy polémico en el momento de su publicación, fundamentalmente porque
pone un especial interés en las figuras de los radicalizados islámicos, en
oposición a todo un país, los Estados
Unidos.
Updike
proyecta una imagen de opresión norteamericana que casi legitima un ataque
terrorista. Evidentemente, la obra no
fue bien comprendida por la crítica, que la maltrató por estos aspectos
ideológicos, cuando podrían haberlo hecho por motivos meramente literarios. No
es la mejor novela de Updike, y es
una lástima que un autor mayúsculo pusiera el cierre a su más que notable
producción con una obra que no está a la altura. Updike falleció en 2009.
El
escritor comete la imprudencia, para la sociedad americana del momento, de
ponerse demasiado en la piel de los otros, siendo esos otros los terroristas;
no muestra la misma empatía con los personajes americanos. Lo que Updike intenta, sin éxito a la vista
de las críticas cosechadas, es mostrar los errores cometidos por la sociedad
americana, esos errores que los han llevado hasta un 11-S. Sin embargo, esa visión descarnada de auto culpabilidad, no
apareció en el momento oportuno o, tal vez, no se construyó con los resortes
narrativos más acertados.
En
efecto, tanto a la novela de DeLillo
como a la de Updike, les falla algo,
no son obras a la altura de sus autores. Esto puede deberse a cierta imposición
obligatoria a la hora de abordar el asunto, también con algunas prisas, lo que
desemboca en narraciones que no están bien remachadas y que, además, son
producto de un compromiso de denuncia que pocas veces se lleva bien con la
literatura.
La
novela comprometida suele resultar
un producto creado por obligación, forzado y poco sincero, lo que termina
destruyendo sus recursos narrativos. Entre la novela y el panfleto existe una
fina línea que suele quebrantar la novela
comprometida, y en el caso de estos dos escritores norteamericanos,
precisamente por el miedo de caer en lo panfletario, han cometido los demás
errores para tratar de evitarlo. Un exceso de elipse y de lenguaje críptico en DeLillo, y ese punto de vista desde la
mirada del otro, —y el otro es un terrorista— en Updike, han preservado a las novelas de caer en algo
propagandístico o heroico que ensalce el americanismo, pero lastra las
narraciones. Sin duda, la gran novela americana sobre el 11-S está aún por escribirse.
Ha
tenido que ser un autor francés, Frédéric
Beigbeder, quien se haya aproximado de la forma más exitosa, auténtica y
conmovedora, al atentado del WTC. Y
quizás eso se deba a que se aleja del intento de montaje de una ficción pura, y
elabora, en Windows on the World (Anagrama),
una obra de autoficción.
La
novela es de 2003, escrita poco
tiempo después del atentado, lo que resulta significativo en cuanto a la
facilidad de tomar distancia y reaccionar en poco tiempo por parte de un
escritor extranjero, dado que en principio no se encuentra implicado tan
emocionalmente con el asunto. Si bien, el acierto de la autoficción, que incluye al propio Beigbeder en la narración —aparece preparando la novela,
reflexionando sobre el crimen y los resortes del mal—, hace que el autor acabe
por identificarse plenamente con el suceso y, por extensión, el lector de
Windows on the world se estremece de una forma espeluznante.
No
recuerdo otra novela que me haya impactado de una forma similar a la que me
impactó esta obra de Beigbeder. Es
una de sus virtudes más notables: el estado pavoroso que genera en el lector.
De este texto ya he realizado alguna reseña en otros medios como, por ejemplo,
esta:
La
historia de un padre y sus dos hijos, que desayunan en la cafetería del WTC, y se ven inmersos en el corazón del
atentado, se narra minuto a minuto, con un sentido de la acción prodigioso y,
tal vez, sea de lo mejor que se haya escrito sobre el tema. Y ha tenido que ser
otro francés, y además muy amigo del propio Beigbeder, quien haya novelizado la problemática del Islam y su implantación en la sociedad
occidental desde un estilo narrativo a la europea y una perspectiva ideológica que,
difícilmente, podrán comprender actualmente en los Estados Unidos. Estoy hablando de Michel Houellebecq y su novela Sumisión (Anagrama), publicada en 2015.
La
polémica siempre ha acompañado a Houellebecq,
y con Sumisión no iba a ocurrir algo diferente. El principal aspecto
conflictivo radica en la visión del futuro que presenta el autor. En una Francia del año 2022, los partidos musulmanes han vencido las elecciones y
controlan el país. Todo se está islamizando y, por supuesto, la Universidad no es una excepción. El
protagonista, un profesor de literatura en completa crisis vital, verá cómo
puede rehacer satisfactoriamente su vida si abraza el Islam. La Universidad
se ha convertido en un centro de enseñanza islámico, y ahora se permite la
poligamia.
El
protagonista, ante la perspectiva de una notable mejora laboral gracias a un
mejor sueldo, y a la posibilidad de poder tener a varias mujeres sin problemas,
decide convertirse. El mensaje de Sumisión, novela exquisita y
compleja, resulta demoledor: por encima de las bombas y de los atentados, la
colonización cultural del Islam se
ha impuesto en un país de Europa
gracias a dos promesas: dinero y sexo, y no en ese orden necesariamente. Nadie
cree, realmente, en la religión, simplemente creen en ellos mismos y en sus
oportunidades de mejora. Y eso es lo que les ofrece el Islam en ese momento.
Puede
llamar la atención que no se haya escrito una novela verdaderamente importante
sobre el 11-M madrileño. Realmente,
los intentos han sido escasos, aunque alguno hay con más esfuerzo y buena
voluntad que éxito. Y ciertamente, que ocurra esto no es extraño: porque en un
país literario agonizante, fundamentalmente acogotado por la acción de las
editoriales, es lógico que sea así.
El
novelista español, tradicionalmente, prefiere acomodarse en el confort de los
temas que funcionan con facilidad: el ejemplo es la tan manoseada Guerra Civil o la agotadora Transición democrática. El asunto del 11-M es todavía confuso, hiriente y
peligroso, tal vez porque ni tan siquiera sabemos con claridad lo que aconteció
allí de verdad —y la única certeza que poseemos es el número de víctimas: 192
personas de 17 nacionalidades diferentes; este post va, sobre todo, por ellos y
por los muertos de Barcelona—.
Simplemente,
a las editoriales tampoco es que les apetezca mucho acometer semejante empresa.
El novelista español, en su gran mayoría, prefiere seguir escribiendo sobre sus
temas habituales. Y las editoriales aplauden este comportamiento que las aleja
de polémicas indeseables y las mantiene por el camino de las ventas y el
negocio. Sólo así se explica que se hayan escrito más novelas sobre los
llamados indignados, que sobre el 11-M.
Por
eso, es muy complejo que aparezca una novela de calidad sobre los atentados yihadistas que estamos sufriendo en
nuestro país. Quizás, algún día, entre las anónimas obras de un autor
desconocido y triturado por las editoriales, encontremos una joya que haga
justicia con las víctimas y su padecimiento.
Mientras
tanto, sólo podemos llorar por Barcelona,
como antes lo hicimos por Madrid, y
buscar algunas respuestas en los autores extranjeros, mucho más lúcidos, por
ahora, en el asunto de utilizar la literatura como una forma de reparación y no
de odio: ellos saben que los resortes de las narraciones son mapas para
encontrar esas respuestas que, de otra forma, se nos quedarían en blanco, con
la grieta del dolor abierta para siempre.
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