*Esta crónica se publicó, originalmente, en el sitio achtungmag.com:
http://www.achtungmag.com/bryan-ferry-madrid-aroma-la-flor-azul-la-poesia/
Bryan Ferry en Madrid: el aroma de la
flor azul de la poesía
Y
la música de Bryan Ferry se desbordó
por Madrid con su oleaje de tafetán
y terciopelo. El cantante británico ofreció, dentro de la serie de conciertos
de Las Noches del Botánico, una
actuación cargada con esos besos de algodón que son las canciones de Roxy Music, con las caricias a
contraluz de sus propios éxitos, y con una repertorio de versiones
interpretadas bajo los brillos optimistas de una enorme bola de discoteca: todo
ello, para firmar una hora y media herida con el dulce decadentismo del dandy; 90 minutos enfermos de belleza.
Esa
bola de discoteca que pendía en lo alto era un mensaje: la música de Bryan Ferry, ya fueran los temas de Roxy Music o sus canciones en solitario,
es una perfecta construcción para el baile. Para un baile contenido, que por
momentos se vuelve rabioso y fulgurante. Que de repente vuelve a reposarse. Si la
música de Bryan Ferry fuera una
bebida, sin duda, sería una copa de Goldwasser,
el licor con partículas de oro de Danzig: con todo el mordisco anisado, con
toda la suavidad de las láminas doradas que flotan y se desprenden a su
alrededor.
"Blanqueaban las frágiles tazas de china sobre el terciopelo color de sangre de la carpeta y en el fondo del frasco de cristal tallado, entre la transparencia del aguardiente de Dantzig, los átomos de oro se agitaban luminosos, bailando una ronda fantástica como un cuento de hadas".
Con
The Main Thing empezó el poema del
músico, que encadenó a un Slave To Love
que actuó con el hechizo de los ojos de una cobra sobre los asistentes. El
escenario era hipnótico, ya no se podía apartar la vista de aquel jugoso dulce
prohibido que rezumaba sensualidad. Porque si Bryan Ferry fuera poeta (¿acaso no lo es ya?) sería un modernista de esos que a principios del
siglo XX luchaban contra el mal de la vida defendiéndose con la belleza. Ferry entiende la vida como una obra de
arte, igual que Oscar Wilde o Ruben Darío.
Al
lado del Hombre-Arte se desplegaba
una banda de una solvencia y perfección deslumbrantes. Nueve músicos apoyaban
las tesis modernistas de Ferry,
empeñado en convertir el recinto del Jardín
Botánico en un cuadro de Dante
Gabriel Rosetti. Tal vez era Proserpina
quien, a veces, se aproximaba hasta el mismo abismo del escenario para
seducirnos con su mirada de pentagrama.
Junto
a Proserpina, o Jora Chalmers —empeñada en conducirnos a los eclipses dorados de su
saxofón—, toda la delicadeza de Marina
Moore al violín, como una Euterpe en
todo su esplendor. Y el grupo de centauros mantenía al atardecer un coloquio
con la música, encabezados por Quirón
a la guitarra: Chris Spedding; bien
secundado por el otro guitarrista, Jacob
Quistgaard, o tal vez Lícidas.
Al bajo, el centauro Neso, Neil Jason, y Luke Bullen en la batería, el certero Astilo. En los coros, Fonzi
Thornton y Bobbie Gordon, como
si fueran Eurito e Hipea (¿o realmente lo eran?), y al
teclado ese Odites que obedece con
el nombre humano de Chirsitian Gulino.
Cuando
el brillo de Slave To Love se
extinguió, aparecieron esos aguafuertes que son Ladytron y Out Of The Blue, de la época en que Roxy Music querían asaltar el Olimpo
del Glam-Rock, aunque sabían
perfectamente que estaban condenados a una vida de Art-Rock sofisticado en la que, como el escultor Pigmalión que acabó enamorado de la
belleza de su propia escultura, ellos se engarzarían para siempre al sonido
diamantino de sus composiciones.
Después,
la versión de Simple Twist of Fate,
de Bob Dylan. Es en las
reinterpretaciones de los clásicos en donde aparece un Bryan Ferry-Ovidio. En efecto, es como el poeta romano, porque
consigue las metamorfosis de las canciones. Toma una pieza que es garganta y
nariz, contenida como la fuerza de un buey, y la transforma en un río de
guitarras eléctricas y cristalinas aguas de violines.
De
una tacada, varias canciones de la etapa en solitario de Ferry, un par del disco Boys And Girls y otro par de Bête
Noire, para desde aquí, destapar la cornucopia que derramó los grandes
momentos del concierto, un elixir compuesto exclusivamente con canciones de Roxy Music y algunas versiones
memorables. Primero, Stronger Through The
Years, a continuación el tema de Neil
Young, Like a Hurricane. De nuevo
ese Ferry-Ovidio consiguiendo la
metamorfosis: de una composición áspera como la piel escamosa de una serpiente,
aparece el gran felino, la pantera negra apoyada en un saxofón nocturnal, con
todo el escenario virado en azul.
Azul.
Ese es el color de los poetas
modernistas… Si Bryan Ferry
fuera un color sería el color azul. Como esa flor azul del poeta romántico Novalis
que, en su novela lírica Enrique de Ofterdingen, representa
la armonía del hombre con la naturaleza. Los músicos, los centauros, son ahora
sombras recortadas sobre el fondo azul del escenario, y parece que acaban de hallar
el sentido de la poesía.
Las
canciones que le hemos robado a Bryan
Ferry para prenderlas de nuestras vidas —ya para siempre, sin remedio— se
suceden en un vuelo de gaviota: More Than
This, Avalon, Love Is The Drug. Una gaviota, en
efecto, porque si Bryan Ferry fuera
un pájaro sería gaviota, una gaviota chejoviana. Porque la gaviota de Chéjov significa el impulso creativo,
la vida consagrada al arte.
Llega
el final. Frenética se agita Let´s Stick
Together, la versión del clásico demuestra que el gran guepardo sobre el
escenario es capaz, todavía, de morder, de golpear con un zarpazo de sus garras
y, cuando ya nos tiene rendidos, expuesta la yugular de nuestros cuellos a su
mordisco, tan vulnerables, entonces, aparece Jealous Guy. La canción de John
Lenon es una puñalada de hielo en la audiencia, congelada por el lamento de
un cantante que se transfigura en el sofisticado José Asunción Silva, el escritor que inició y terminó su novela De
sobremesa con unos párrafos en donde flotaban al trasluz las partículas
del licor de oro. Porque todo en la música de Brian Ferry sucede al trasluz, en el juego de los claroscuros que
envenenan de penumbra nuestros deseos de romanticismo.
Los
silbidos de la parte final de Jealous Guy,
interpretados por un Bryan Ferry colosal
y a la par indefenso, prenden de las memorias esas anisadas láminas de oro. Al
terminar el concierto abandonamos el recinto del Jardín Botánico con esa flor
azul que nos acaba de brotar en el pecho. Respiramos su aroma dulce
mientras, Bryan Ferry, el poeta, el
músico, el orfebre, hunde las manos en los bolsillos de su chaqueta y,
repitiendo los silbidos de Lenon, se
encamina tranquilo por la oscuridad de los callejones. En lo alto, la luz de la
luna guía a la figura del hombre que se aleja, que persigue a su vida, empeñado
en tornearla como una obra de arte.
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