(extracto de una conversación en un local puborama)
el escritor leproso, el escritor tísico, el
escritor enteco y emaciado, Juan Carlos Rodríguez Bretón, mire usted ya nada
puede sorprendernos, había conseguido publicar una novelita intitulada Damero
de ángel, y henchido de orgullo y gloria, un orgullo y una gloria que no cabía
bien en su costillar tuberculoso, ni corto ni perezoso ni sin vergüenza, se
encaminó al Caserío del Birria, librería papanizante, papanatas y negada de sí
misma, en donde del enanismo mental se hacía Arte y del Arte esputos, en donde
se exponían todos los libros que no eran pero eran, no sé si me explico o si me
sigue usted, sí señor sí que lo sigo perfectamente, se explica usted muy bien,
pues eso decía, donde se exponían todos los libros que no eran libros pero eran
también libros y se exhibían en mesitas los que eran pero no debían ser... uf,
que lío, bueno, que la obra de Bretón, claro, ni era, ni debía ser y ni estaba
ni podía ser, pues no aparecía entre los rimeros de libros en sus mesas de
novedades y allí convivían volúmenes de literatura y paraciencia, de
paraliteratura y ciencia, de novela negra con un muy mal aspecto tornado a
hiel, libritos todos ellos de santurrones literatos que eran, vaya que eran, y
a Bretón le dio como un visaje, una especie de paralís al no encontrar su
amoroso librito confeccionado con tanto esfuerzo y comenzó a llorar vinagre,
algo que hubiera sido muy notable de no haber comprendido que su vida literaria
era eso, una enorme botellita de vinagres... ¿y sabe lo que hizo?, no señor,
que no lo sé, si no me lo cuenta usted... pues yo le contaré lo que hizo:
regresó a su casa y se zampó en ensalada bien avinagrada (incluso la aliñó con
Módena) los ejemplares de Damero de ángel que tenía; el pobre diablo había
entendido que era ese el mejor destino para su obra, servir de alimento
ulceroso a las paredes de su estómago literario irritado y ensangrentado... y
ahora tomemos otro vinacho, ¡y unos pajaritos fritos!
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