martes, 5 de julio de 2011

Lo hice


Lo hice.
Lo hice para que el Minotauro abandonara, al fin, su laberinto. Lo hice porque necesitaba dejar de ser el Minotauro, terminar, de una vez, de devorar a mis víctimas, a mis sacrificios.
Lo hice para dejar de ser Eugene Tooms. Lo hice porque no quería ser más Eugene Tooms y verme obligado salir de mi agujero cada treinta años y devorar unos hígados envueltos en bilis.
Lo hice para encastrar el dolor.
Lo hice porque ya no podía más.
Lo hice para no convertirme en un Dan Fante o en un Bukowski de tercera.
Lo hice porque odiaba la poesía. Lo hice para dejar de ser un asesino de poetas.
Lo hice para no defraudar a Kafka. Lo hice para que Kafka dejara de observarme, de atormentarme desde su tumba.
Lo hice para que Praga dejara de ser puntiaguda y pinacular, como mis pensamientos, mis ideas, mi vida, mi yo.
Lo hice para que mi blog no se convirtiera en una botella arrojada al mar, lanzada al vacío, pero sin un mensaje desesperado dentro, con un mensaje desesperado abierto y fluyendo por su boca, infestando el mar, inficionando el universo.
Lo hice para dejar de ser una serpiente de palabras.
Lo hice para dejar de conmemorar el día de mi derrota.
Lo hice, sobre todo, para no ser más un personaje de ficción, de esos cuya tinta azul y negra corre por sus venas, su músculo cardiaco bombea ficciones, en los pulmones dos libros abiertos, de páginas crujientes, y en el cerebro el qwerty del odio, el qwerty, también, del corazón.
Lo hice. Lo hice. Lo hice…


Y vamos a ver… ¿qué es eso tan terrible que parece que hiciste?, me preguntaste mientras devorabas, como siempre, en aquel VIPS, tus malditas tortitas, pringosas de sirope, esponjosas y untuosas como una autopsia, esponjosas y untuosas, cavernosas, sexuales, es decir, frustrantes, todo despojos y vísceras en la amarradera del amor. Esponjosas y untuosas como cuando extraías tus dedos de las lágrimas de tu sexo, pequeña y retorcida masturbadora, tras otra sesión de odiosa soledad en la ducha. Zurrapas mecidas por la marea…
Bueno, entonces, ¿qué hiciste?, insististe en la pregunta, colgada del Golden Gate de fracaso que enlazaba tus ojos con la derrota en mi mirada. Abriste la boca, pinchada, en el tenedor, te acercaste un trocito de tortita untada de nata.
Lo que hice fue quererte. Quererte tanto.
Te quedaste con la boca abierta. El trocito de tortita se te cayó del tenedor, dentro del vaso de Coca-Cola, un dulce chapoteo gaseoso, y el negro azucarado se tiñó de un blanco deslechado, repulsivo.
Asqueroso.

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