viernes, 30 de septiembre de 2011

La invitación del presidente Wilson era una sentencia de muerte


En el Canal de la Mancha, veinticuatro de marzo de 1916.

“Ha sido una cuestión de mala suerte, nada más que eso, una cuestión de mala suerte”, pensaba Enrique Granados, a la búsqueda de su bote de emergencia, quizás más calmado de lo que él mismo podría imaginar que se comportaría en tal situación de apuro. Avistó, ya en cubierta, las dos grandes columnas de humo negro que, desde el lado de popa, ascendían hasta el cielo en volutas, y se repitió una vez más lo de la mala suerte e, incluso, le dio tiempo a extrañarse, de nuevo, de su inusitado y metódico orden en mitad del caos, cercado por las aterradas personas que proferían chillidos de un pánico ensordecedor, miedo devorado por el aullido de las sirenas de alarma del Sussex que obligaban a gritar desaforadamente si uno deseaba hacerse entender.

Enrique y su mujer se encontraban en el salón de cubierta cuando escucharon el primer y atronador impacto. Una súbita escoración hacia el lado izquierdo cargó de terror a los viajeros. A continuación, llegó una nueva detonación, que aún provocó mayor zozobra; la alarma de emergencia comenzó a sonar para que iniciaran, en imposible calma, el procedimiento de evacuación de la nave.

Se dirigieron en un precario orden a los botes. Enrique asía la mano de su esposa Amparo pero, en algún instante descontrolado, la fila se quebró y su mujer acabó desplazada a varios metros.

“¡No te preocupes, Enrique, yo me subiré a ese otro bote!”, le gritó Amparo. Él, que a punto estaba de instalarse en una barcaza, no deseaba irse sin ella. La insistencia de la mujer en que tanto más daba salvarse juntos que por separado, pues lo realmente importante era eso, ponerse a salvo, logró que Enrique cayera al agua acurrucado en el interior de la balsa, en medio de un golpetazo que salpicó una gran nube de espuma.

Se encontraba en el mar, rodeado de náufragos que pugnaban angustiados por aferrarse a los botes. Mientras contemplaba el humo y el fuego que devoraban el Sussex estiraba con denuedo el cuello, desesperado, para intentar localizar a su mujer. Enrique pensó que, en efecto, tanta desgracia, toda aquella desgracia, no se trataba más que de una cuestión de mala suerte. Ahora le extrañaba como el atronador sonido de los torpedos le recordó a los aplausos que restallaron amparados en la excepcional acústica del Metropolitan de Nueva York, la noche del estreno de Goyescas, la noche de la cosecha del éxito, la noche en que ella le dijo que ya nadie podría detenerlos, la noche en que su sonriente Amparo le cogió la mano –como él se la agarró con fuerza tan sólo unos instantes atrás, en su huida por la cubierta del barco; con tanta fuerza la sujetó y, aún así, la perdió de su lado... una fuerza que no les sirvió de nada-.

Mala suerte, una cuestión de mala suerte, desde luego, porque ellos jamás deberían de haber viajado a bordo de ese barco británico... Aunque el cúmulo de circunstancias que ahora les instalaba en el corazón de la tragedia se inició en el año 1914, con la maldita declaración de guerra que sorprendió a Enrique ante el público suizo y con su obra maestra, la ópera Goyescas, prácticamente a punto para su estreno en París. La Gran Guerra le impidió que Goyescas conociera los escenarios europeos y se vio obligado a desplazarse hasta Nueva York porque el Metropolitan se mostró muy interesado en el estreno de la obra. Por eso, no pudo evitar embarcarse para Norteamérica a pesar del pánico que le daba el mar. En una de las páginas de su diario escribió, antes de iniciar la peculiar singladura: “En este viaje dejaré los huesos”. Bien lo sabía.

La ópera cosechó tal éxito en Nueva York que la estancia del matrimonio se prolongó con nuevas representaciones y un sinfín de homenajes imprevistos. Pensaban regresar a Europa a bordo de un barco español pero una invitación personal del presidente Wilson, impresionado con el genio y el talento del maestro ilerdense, obligó a que retrasaran el viaje y por eso efectuaron una escala en Liverpool. Desde la ciudad británica tomaron el Sussex con la intención de alcanzar la orilla continental en Dieppe y proseguir el viaje hasta España en tren. Desafortunadamente, un submarino alemán torpedeó al Sussex durante la travesía del Canal de la Mancha.

Tal vez fuera el empujón de alguna otra persona desesperada por ponerse a salvo, tal vez una caída desde el bote al golpear contra el agua o puede que una inesperada zozobra del buque semihundido... una de esas funestas circunstancias dieron con Amparo Gal en el mar.

Enrique Granados escuchó los alaridos de socorro de su mujer por encima del fragor del horror y no lo dudó un instante, se lanzó a las frías aguas del Canal de La Mancha para rescatarla. Jamás volvieron a verlos.

No, Enrique Granados no reparó en que se encontraba en la cima de su genio irrepetible, irrepetible como irrepetibles lo fueron Grieg –con el que tan a menudo se le comparaba-, Schubert y Mozart.

No, no reparó en ello, pero tal vez sí que pasó por la cabeza de Granados una única y amarga reflexión: que todo era una cuestión de mala suerte, de una inmensa mala suerte. La invitación de la Casa Blanca, esa invitación tan honrosa que les trastocó todos los planes, fue su sentencia de muerte. Bueno, quizás esto último lo pensara casi al final, hundido, agarrado al inerte cuerpo de su esposa, mientras ambos desleían la existencia.

Sus manos se aferraban a las de ella como durante la noche del éxito de Goyescas, cuando ya nadie podría detenerlos...

También, ahora, ya nadie podría detenerlos en su caída espiral hacia los abismos...

Y sus manos eran unas manos tan frías como las frías tubas del frío metal de la orquesta, frías como las frías trompetas, frías como el agua fría del Canal y de sus fosas.

El submarino alemán ya se encontraba a bastantes millas de allí, satisfecha la tripulación por el éxito conseguido, un poco más cerca el anhelado sueño de su capitán por obtener una condecoración.

Lucha de gigantes


Kafka, en Preparativos de boda en el campo:
“Otra vez la vieja lucha con el viejo gigante. Es cierto que él no lucha, sólo lucho yo, él se limita a echarse sobre mí como un criado sobre la mesa de la taberna, cruza los brazos sobre mi pecho y aprieta la barbilla contra sus brazos. ¿Podré soportar esta carga?”.

Pieza del puzzle desparejada


Sebald, en sus ensayos titulados Pútrida patria:

“Ya no encajaba en la realidad; solamente era, y quería seguir siéndolo, afectación e instintos asesinos”.

Cero comentarios


Este blog, aunque tiene caudal de palabras
desemboca en una charca, en un lodazal,
se diluye en limo porque
todo este río es sólo arena.

Este blog nació muerto
y sigue muerto
porque son las palabras de
un muerto
que además, sabe que
todo este río es sólo arena.

Este blog en el que navego,
en cuya corriente espiral
me ahogo
es un blog en dique seco
porque
todo este río es sólo arena.

Que mi fluir de palabras
y sentimientos
sea porque
todo este río es sólo arena
lo demuestra
la sentencia
continuada:

Cero
Comentarios.

Respuestas varadas
en la arena porque
todo este río es sólo arena.

jueves, 29 de septiembre de 2011

Infelicidad del sujeto


Sebald, en sus ensayos titulados Pútrida patria:

“La infelicidad del sujeto que escribe, considerada con frecuencia como rasgo esencial de la literatura austríaca. Ahora bien, quienes adoptan la profesión de escritor no se cuentan entra las personas más despreocupadas. ¿Cómo podrían, si no, dedicarse a la imposible tarea de encontrar la verdad?

El signo en la foto


“Toda foto lleva, inevitablemente, el signo de una muerte futura”.
Roland Barthes.

Colgada en una pared


De Kafka:

“La muerte está frente a nosotros, como puede estarlo una imagen de la batalla de Alejandro en la pared del aula escolar”.

El mariscal Merde defiende Verdún con una copa de Armagnac en las manos


Cuatro de marzo de 1916:

El mariscal Merde se quedó traspuesto en un cómodo sillón de orejas mientras saboreaba su Armagnac.

El cuartel general de Souilly se encontraba lo necesariamente cerca del conflicto, pero lo suficientemente alejado del mismo como para que el mariscal pudiera conciliar el sueño sin ser molestado por el fragor del combate.

La panzuda copa se mantenía en precario equilibrio sobre los muslos y amenazaba con derramar su contenido sobre los impecables pantalones del uniforme.

El mariscal Merde soñaba con una pesadilla que le asaltaba cada vez más a menudo: aparecía caracterizado como el otro gran Merde de la historia de Francia, el tristemente famoso y célebre gendarme Merde quién, en la época de la Convención, detuvo a Robespierre y, según las malas lenguas, le pegó un tiro en la mandíbula... Robespierre acabó guillotinado y el gendarme Merde pasó a ser más odiado que querido por la plebe.

En el sueño, se contemplaba vestido como ese indeseable, con la casaca a juego y el pesado mosquetón, de patrulla por el París revolucionario...

Sí, reconocía que el apellido Merde era como una maldición caída sobre él. Desde que era pequeño recordaba las burlas de sus compañeros. Después, cuando fue el soldado raso Merde, se le mofaron en el cuartel y las chanzas alcanzaron hasta la época de la academia de oficiales. Al final, los ascensos sucesivos de Merde acabaron por quitarle las ganas de reír a sus compañeros, situados en escalafones inferiores. Ahora le tocaba a Merde reírse de ellos al igual que, antes, todos se carcajearon de su persona. Esa era la ley y, haciendo gala de su poder, repartía castigos y venganzas por doquier.

Pero al mariscal Merde ya le cansaba la confusión, harto, extenuado de verse obligado a aclarar, una y otra vez, que en ningún caso era familiar del gendarme, que ese otro Merde era parisino, mientras que él y sus ancestros se afincaban en Le Coq, un pueblecito de la Francia central, cercano a Vichy, un páramo de escasa población. Y más de una vez, en el cuartel del área de Verdún, entre las vaporadas de alcohol y el calorcillo de la chimenea, le llegaba con añoranza el recuerdo de su tranquilo pueblecito de Le Coq, donde se dedicaba a la cría de gallos y gallinas. Aunque fracasó en el intento de la cría del urogallo en cautividad sí era cierto que obtuvo un sonado éxito al conseguir una raza particular de la zona, sumamente estimada y valorada por los avicultores. A esa tarea se dedicaron sus padres con ahínco, los abuelos con esmero y los bisabuelos con esperanza. Entre todos cimentaron una tradición que ahora él esperaba poder transmitir a sus hijos, en el hipotético caso de que lograse tenerlos. Su mujer no lograba concebir pese a los denodados intentos.

El mariscal Merde se dio cuenta, en mitad del pesado sueño que le dejaría el pequeño rastro de un molesto dolorcillo de cabeza, de que tal vez ya era demasiado mayor para procrear y que nunca tendría ese hijo a quien transmitir sus conocimientos sobre los gallos y las gallinas, sobre todas esas razas, sobre los gallos de Faverolles y de Bresse, sobre las gallinas de Livorno y de Sussex.

Porque los gallos de la raza de Faverolles eran su especialidad, en particular los armiñados, aunque a los asalmonados tampoco les hacía ascos. Se trataban de unos animales hermosos, de altiva cresta y limpio plumaje... Tal vez cuando todo aquello acabase y fuera a recoger alguna condecoración, medalla que a buen seguro le otorgarían, podría regalarle un par de ejemplares al Ministro de la Guerra... o mejor al Ministro de Finanzas, que sin duda ambos acudirían en persona a la ceremonia para honrar a un héroe de guerra como él. Seguro que tan importantes personajes no podrían negarse a recibirlo después, en privado, como tampoco podrían reprimir un gritito de admiración al ver como los hermosos animales asomaban las altivas y erguidas cabezas por la cesta, estirando el cuello con curiosidad. Aprovecharía, además, para solicitar una cita con el Ministro de Agricultura y explicarle que, mediante unos delicados cruces, sus gallinas de Livorno eran unas extraordinarias ponedoras. Tal vez pudieran ampliar en toda Francia la producción de huevos y, ya puestos, ¿por qué no darles a probar a todos los ministros una de las deliciosas pepitorias que elaboraba su mujer con la jugosa carne de las gallinas de Sussex, cebadas a tal efecto?

A lo mejor, tras la guerra, podría dedicarse a la cría de gallinas por toda Francia. Eso, sin mencionar nada de sus gallos...

Punto y aparte eran sus gallos de Bresse, el tradicional gallo francés, el prototipo del gallo en el país del gallo, una raza extraordinaria, combativa, de poderosos espolones y recia cola, orgullosos, unos gallos que se criaban así de hermosos sin necesidad de grandes cuidados, unos gallos que enaltecían el espíritu patriótico de cualquiera. Merde pensó en sus gallos de Bresse como una llamada al espíritu nacional, una forma de elevar la moral de combate de la tropa. Esa idea debería de contársela después al Ministro de la Guerra. Desde luego que lo haría, no pasaría nada por alto...

Con gran sobresalto, un mensajero del frente le arrancó del ahora dulce sueño de su ceremonia de condecoración en el que se entregaba a una cuchipanda de muslos y pechugas con multitud de ministros. El enlace con el Alto Estado Mayor se introdujo con timidez en el despacho tras golpear levemente con los nudillos en la puerta. Descubrió que acababa de despertar al mariscal Merde y se sintió azorado.

-No se preocupe, ¡pase, hombre, pase! -le ordenó, aún algo atolondrado por un despertar tan súbito. El emisario le acercó un correo con el parte de operaciones y el informe de una de las últimas refriegas contra los alemanes, aquella en la que Franz Marc entregó su vida y dejó huérfanos a sus Pequeños Caballos Azules. Después, el hombre le extendió el balance de bajas, que Merde apenas miró por encima, distraído en depositar su copa de Armagnac sobre la mesa cuando descubrió, alarmado, que con el despertar sobresaltado se le derramó un poco de licor en los pantalones.

Más atento al cerco de su mancha, como era natural, que a la marcha del cerco de Verdún y a la lista de muertos -intentaba limpiarse frotando la tela del pantalón con un pañuelo-, inquirió al enlace sobre quién iba a encargarse de escribir una carta a los familiares de los caídos. Asombrado, el soldado le manifestó un dubitativo:

-Yo creí que... que... que sería usted, señor -Merde apartó los ojos de la mancha, que se resistía a salir del tejido, y alzó la mirada con la que parecía querer fusilar al subordinado. De repente, prorrumpió en una gran carcajada y añadió:

-¿Pero cómo se le ocurre eso, hombre de Dios? ¡Me reclaman otras cosas más importantes, tengo supremas tareas de las que ocuparme, como organizar toda la defensa de Verdún!

El silencio flotó en el despacho, acompañado del tenue crepitar de la cálida y confortable chimenea, un chisporroteo acompasado con el arrullo cansino del lento caminar del reloj de cuerda del aparador.

-¡Que las escriba el párroco del regimiento! -resolvió el mariscal. Asustado, el enlace manifestó que ignoraba el paradero del pater. No, aún no le habían pegado un tiro, de eso estaba seguro, así que supuso que dormía la borrachera tirado en alguna esquina.

Ese era el problema, que a los curas castrenses les gustaba mucho el licor, pensó Merde, pero lejos de sentirse desagradado por esa reflexión ordenó que lo encontraran de inmediato y que le administraran una ducha de agua fría, un termo entero de café y, una vez despejado, que le obligaran a escribir las dichosas cartas, ¡si era necesario bajo la vigilancia de un par de soldados!

El enlace abandonó el despacho con ridícula marcialidad. Merde saboreó un nuevo trago de su Armagnac y descubrió que la breve pero intensa siesta le dejaba el rastro de una levísima cefalea. Pronto, se quedó otra vez traspuesto, arropado por su sillón de orejas, junto a la crepitante chimenea, acompañado del tictac del reloj y cómodamente sumido en sus sueños, donde gallináceas y ministros compartían escenario en los mismos instantes en que las tropas hundían sus botas en el barro de las trincheras, pasaban las noches a la intemperie, soportaban los chubascos y bebían del agua corrompida de los charcos.

Nada de eso podría ser comparable, nunca, a las traicioneras manchas de Armagnac que dejaban un cerco indeleble en los pantalones de gala de la Plana Mayor.

miércoles, 28 de septiembre de 2011

Tiempo encogido


Esterházy: Los verbos auxiliares del corazón:

“Quien está vivo, no se puede esconder. Poco a poco, todo nos llega. Se encoge el tiempo encogido”.

Y todo ser se transformó en llameante sufrimiento (El destino de las Bestias)


Verdún, cuatro de marzo de 1916:

El estruendo de un impacto de obús despertó a Franz Marc del sueño plagado de pesadillas. Se había quedado traspuesto, agotado allí en medio, recostado sobre el talud de la trinchera como un cuerpo sin vida, como otro cuerpo sin vida más.

Soñó con unos Pequeños Caballos Azules, sus Pequeños Caballos Azules, pues tal era el título y el motivo de uno de sus coloristas cuadros, terminado poco antes de emprender camino hacia el frente, hacia la muerte y, así, paradójicamente, hacia la inmortalidad.

En su sueño, los Pequeños Caballos Azules abandonaban el lienzo sobre el que estaban plasmados y piafaban, correteaban, ramoneaban felices por los verdes prados, por una bucólica campiña que, de repente, se convertía en la pesadilla en blanco y negro del estancado frente de trincheras de Verdún y, nerviosos, los equinos se debatían, presa del terror y del pánico, entre el barro, brincaban sobre las empalizadas, se rasgaban el vientre con las alambradas de espino y sus belfos apenas soportaban el hedor de la muerte que emanaban las letrinas malolientes. Los obuses caían al lado de los Pequeños Caballos Azules y los impactos desgajaban el achocolatado fango de los charcos, se desprendían terrones de pegajosa tierra que salpicaban los lomos y teñían, de un negro mortal, a los Pequeños caballos Azules que, así, dejaban de ser azules.

Un coronel se acercó a los cuatro hombres que, junto a Marc, ocupaban la trinchera. Entre gritos y blasfemias les ordenó que debían de avanzar de una vez por todas y vencer la enconada resistencia enemiga. Se arrastrarían hacia unas enmarañadas defensas de alambre de espino, protegidas por el fuego de un nido de ametralladoras y por el barrido de los morteros, cortarían con los alicates el acero y dejarían paso libre a la vanguardia del ataque. Era una acción rápida y valerosa que requería de un espíritu de sacrificio y de...

Por encima de la arenga del coronel, Franz Marc adivinó que moriría en esa misión.

-¡Adelante, adelante! -les ordenó.

Sí, Franz Marc sabía que iba a morir en Verdún, con sólo treinta y seis años y con tanto por pintar aún... En el caballete de su estudio, bañado por la claridad de la mañana muniquesa, reposaba la que sería su obra postrera, Formas en Lucha, un gran manchón rojo, premonitorio de la sangre que iba a derramarse.

Su propia sangre.

Paradójicamente, una pintura de Marc titulada El destino de las bestias, que en un principio se llamó Y todo ser se transformó en llameante sufrimiento -fue Paul Klee quien le sugirió el título definitivo- era también una advertencia de la guerra, un aviso de la catástrofe absoluta e incontenible.

Los hombres comenzaron a arrastrarse por el lodo. La lluvia caía con obstinada fuerza, sin darles un respiro: se añadía a sus desgracias como si las penalidades que soportaban fueran escasas.

La ametralladora francesa acabó con las vidas de dos hombres del comando.

Franz Marc agarraba con fuerza los alicates, le obsesionaba el temor de alcanzar la alambrada y no ser capaz de cortarla por el inoportuno extravío de la herramienta. Tantas muertes, entonces, serían en vano, para nada serviría el sacrificio de sus compañeros si él perdía los alicates.

No le dio tiempo a pensar en nada más. Tan sólo escuchó el silbido que anunciaba un impacto de obús. Los Pequeños Caballos Azules se quedaron huérfanos en ese instante.

Sufrimiento, todo él, Franz Marc, era ahora un llameante sufrimiento.

-¡Que un par de sanitarios alcancen los cuerpos! -ordenó un capitán, pero nadie se atrevió a exponerse en campo abierto, bajo el fuego sesgado de las ametralladoras y una lluvia de obuses. Eso significaba correr un riesgo excesivo para tratar de auxiliar a un puñado de muertos. Los cuerpos quedaron allí, abandonados bajo la lluvia, junto al fango, desmembrados.

El llameante sufrimiento de Franz Marc acababa de apagarse para siempre.

Frío.

Tercera persona


Esterházy: Los verbos auxiliares del corazón:
“Escribo en tercera persona del singular: eso me da seguridad, y espero así no morir tan pronto”.

Recuerdo


Sebald, Campo Santo:

“El recuerdo de los muertos nunca acaba realmente”.

martes, 27 de septiembre de 2011

La desgracia de los insectos


En Bohemia: Clínica de Rumburk, febrero de 1916.

Krakenhaus, el letrero en alemán a la entrada de la Institución de Salud Mental de Rumburk, anunciándose como un hospital, era irónico. Irónico porque, desde que Kafka se internaba allí para una cura de nervios periódica –llevaba casi cuatro años con el hábito- la Casa cambió su orientación. Ya no sedaba y tranquilizaba a la notable burguesía de los alrededores de Bohemia; motivado por la guerra, la dirección de Rumburk se centró en tratar los casos de una nueva enfermedad que acababa de surgir alimentada a los pechos de las barricadas, traída de mano de las carcasas de los obuses y de las cargas a bayoneta calada: la neurosis de guerra.

-En nuestros modernos pabellones –Kafka se preguntó si el doctor Mann, subdirector de la clínica, interpretaba como modernidad el reciente acolchado de las paredes de las celdas, los muebles fijados al suelo y las esquinas protegidas, novedades desde su última estancia como paciente y que descubría ahora por toda innovación– albergamos a casi trescientos afectados del mal nervioso de batalla: neurosis de guerra se lo conoce pomposamente -el doctor pronunció ese nombre e hizo un ademán, una especie de pícaro guiño que daba a entender un a mi no me la dan, eso es una pura mentira, cobardes, cobardía, ese es mi diagnóstico, desertores, eso es lo que son todos, traidores a la patria.

En verdad, Mann opinaba así. No creía ni una palabra de toda esa moda psicológica de los traumas, quizás porque, gracias a su condición de médico, se libró de acudir al frente. Con las botas enredadas en el fango y los dolores del pie de trinchera, con las bombas relampagueando a su alrededor, seguramente cambaría bastante su concepto acerca de la neurosis de guerra.

En esta ocasión, la visita de Kafka al establecimiento mental no era en calidad de interno o paciente para llevar a cabo una cura nerviosa, sino embutido en la burocrática piel de representante de la Aseguradora de Accidentes de Trabajo, en revista oficial para elaborar un peritaje acerca de los riesgos laborales que podían correr los trabajadores de la Institución y valorar así las correspondientes pólizas que se deberían emitir contra la Casa.

Caminaban por un pasillo que conducía al sector de los internos más desequilibrados. El doctor fumaba un apestoso tabaco de pipa. Una vaharada llegó a las narices de Kafka que protestó con un serio gesto de asco.


-¿Le molesta? Perdóneme. Se qué no huele muy bien, pero es de un sabor excelente, solo necesitaría acostumbrarse un poco. Latakia puro, traído de Turquía. Me veo obligado a administrármelo con cuidado desde el bloqueo provocado por la campaña británica en los Dardanelos, porque no recibo ya ni una mísera hebra; espero que la guerra acabe antes que mi reserva de tabaco –y agitó complacido su preciosa pipa con la esfinge de un marinero, rica en detalles y ornamentos-. Cualquier estímulo para los alienados es bueno. Ya sabe, presentan cuadros de pérdida del habla, ceguera, parálisis, angustia y confusión –ahora prorrumpió en carcajadas groseras-. Paso consulta y los ahúmo con mi pipa y alguno, que parecía mantenerse en estado de choque, reacciona de inmediato; es lo que llamo, el método tabáquico del doctor Mann –sus gruesas risotadas resonaron en el eco de los pasillos.

Tras una puerta apareció el pabellón más crítico de la Institución:


-Aquí permanecen los llamados incurables. Si de mí dependiera…, ¡todos al Frente! Sería el mejor fármaco –las carcajadas se clavaban en los oídos de Franz de forma insostenible.

Los métodos de tratamiento con los que el doctor ilustró a su visitante resultaban variados. En un principio, el equipo médico necesitaba discernir si el enfermo era un farsante. Para ello, existían diversas formas, a cual más penosa para el afectado. Días enteros a pan y agua, envueltos en mantas y sábanas empapadas en agua fría, amén de una copiosa ración de duchas heladas, purgantes y otras lindezas por el estilo. Sin embargo, la cosa cambiaba bastante si llegaban con lesiones auto infligidas en el frente. Entonces, los médicos lo tenían muy sencillo porque la mayoría de las veces un disparo a bocajarro dejaba un rastro de quemaduras y pólvora muy claros que nunca se apreciaban en las heridas producidas por francotiradores u obuses. Quienes ingresaban con ese cuadro eran dados de alta de inmediato y puestos a disposición de un Consejo de Guerra, porque el daño voluntario no se consideraba síntoma de locura sino de cobardía.

En fin, si el hombre no se derrumbaba y persistía en su neurosis, se pasaba a la segunda fase, consistente en variadas y generosas sesiones de electrochoque. Si también era superada con éxito se afrontaba la prueba definitiva para determinar la enfermedad mental: las agujas.

-Las agujas, las benditas agujas… -el doctor parecía recrearse con eso. Accedieron a la Sala de Abrasión para mostrarle la maquinaria a Kafka. El método empleado en la India con los leprosos se aplicaba ahora en la carne sana, a fin de comprobar si los neuróticos en estado de choque, de autismo, realmente no sentían nada o fingían-. Créame, muchos olvidan la gravedad de su estado nada más ver que arranca la maquina, no aguardan ni a probar las agujas en su espalda. De hecho, sólo cinco pacientes siguieron más allá el tratamiento. He visto soportar de todo sin un espasmo: agua helada, electricidad, hambre, sed, aceite de ricino…, ¡pero nadie en su sano juicio, de verdad, se somete voluntariamente a la maquina! Aquí expiran todas las mentiras y fabulaciones.

La máquina recibía el nombre de rastra porque recordaba a un apero utilizado para rastrillar. Su funcionamiento era sencillo: una batería de agujas se movía de forma independiente y horadaba la carne del enfermo. Si se trataba de un leproso, el tratamiento puede que fuera en mayor o menor medida llevadero, puesto que la carne muerta se desprendía para dejar paso a una segunda hilera de agujas al rojo que cauterizaban las heridas. Pero si el proceso se realizaba en las pieles vivas…

-Si desea verla en funcionamiento tendrá que esperar a las cinco, a esa hora hemos programado una sesión. La verdad, es un avance magnífico.

Kafka meneó la cabeza para mostrar su negativa. Se encontraba anonadado. Para poner término a tan desagradable visita argumentó una prisa inusitada y se interesó brevemente por el destino de quienes superaban, también, esa prueba aterradora.

-Ellos son los verdaderos pacientes de la Institución. Los sometemos a todo tipo de terapias revolucionarias, la última es la hipnosis. Aplicamos la Terapia de Remoción Directa. La hemos copiado de unos psiquiatras ingleses a los que parece darles cierto resultado: mediante el estado catatónico recreamos en sus mentes los orígenes del trauma. En otras palabras, se les hipnotiza para que rememoren sus horas en el Frente y revivan los momentos que los sumieron en ese estado para, así, superarlo.

-¿Funciona?

-¡Que va! Es una completa perdida de tiempo. Nosotros no hemos obtenido ni una sanación, ni la más leve mejoría. Se ponen a gritar, a llorar, terminan por caer en un estado de introspección todavía más grave. Esa es la paradoja de esta Institución, que a los enfermos los empeoramos y a quienes conseguimos sanar porque, evidentemente, no son enfermos, los curamos para que mueran…

-¿Para que vuelvan de nuevo al Frente? –preguntó Kafka sorprendido.

-No, los curamos para que una vez descubiertas sus añagazas, traidores y desertores como son, sean fusilados. A eso hemos llegado… -el subdirector emitió una larga humareda azul que se proyectó desde la cazoleta de la pipa al techo, y resolvió-: ¡En efecto, son nuevos tiempos para la medicina!

Tantos esfuerzos humanos y técnicos para demostrar que la mayoría de los internos eran cobardes a quienes se debía fusilar y, a los enfermos verdaderos, se les sometía a un tratamiento tan aterrador que terminaba por sumirlos en un estado mucho peor que el de su ingreso… Kafka meditó en el informe que elaboraría para la Aseguradora. Recomendaría el cierre inmediato de la institución por insalubridad y la absoluta negativa a suscribir una sola póliza de riesgo.

-En la última celda albergamos a nuestro paciente más ilustre –el doctor bajó el tono de su voz y añadió-: Es un pintor…, neurótico perdido.

Se quitó la pipa de la boca e invitó a Kafka para que contemplase por la mirilla el extraordinario espécimen en su jaula.

Un hombre de aspecto lamentable, embutido en una camisa de fuerza, se golpeaba lentamente contra las paredes acolchadas. Sus ojos enfebrecidos y su rostro sin afeitar denotaban una exacerbada desesperación. En la cabeza lucía un vendaje mugriento y, por un instante, al sentirse observado, detuvo su balanceo y miró en dirección a la puerta. Kafka apartó espantado los ojos del agujero. Acaba de ver, en su ignorancia, los despojos enloquecidos de Oskar Kokoscha, integrante de un regimiento de Dragones que cayó en una emboscada en el Frente Oriental, a manos de los rusos, herido en cabeza y pecho por sendos disparos de bala y afectado de una aguda y certera neurosis de guerra. Primero fue internado en Dresde, pero no obtuvo mejoría y fue enviado a Rumburk para ser tratado con la moderna hipnosis. Dada la importancia del paciente se le eximió de las sesiones de agujas y demás torturas.

-Creo que antes ya era un loco –rió el doctor-. He tenido ocasión de ver cuadros suyos y ¡válgame Dios, eso no lo pintaría una persona en su sano juicio!

Al salir de la institución, Kafka reparó en que el edificio se rodeaba de un cuidado y bucólico jardincillo que desembocaba en la verja del portón de entrada. La fachada, devorada por la hiedra y, extramuros, la panorámica del lugar proporcionaba una gran paz. ¿Cómo era posible que con una estampa tan bella la construcción albergase esa cantidad de dolor y sufrimiento?

De repente lo comprendió: la hiedra acunaba en su seno a los insectos, a Mantis Religiosas, y ellas, las Mantis, eran la representación más animal del dolor y del sufrimiento.

Inutilidad 2


Esterházy: Los verbos auxiliares del corazón:
“No es cierto que el escribir me haya sido útil”.

Inutilidad


Esterházy: Los verbos auxiliares del corazón:

“Como en aquella ocasión en que estaba en casa de mi viejo amigo, el señor Elemér Géczi. “¿Ha progresado el mundo gracias a los libros?”, se preguntaba a sí mismo con mucho énfasis, para responderse a continuación, mostrando los montones de libros: “Ni en lo más mínimo”.

lunes, 26 de septiembre de 2011

100 amigos


La semana era siempre muy dura, difícil, y después estaban esos brutales turnos de guardia de fin de semana, de forma que tan sólo le restaba una parte de la tarde del viernes y la noche para descansar, para compartirlo con alguien; como todos los viernes: nunca había nadie. La solución era acercarse a su vieja librería de segunda mano y extraviar el doloroso tiempo con la nariz metida entre los ajados libros.

Sin embargo, aquel viernes, era diferente: el dolor y la angustia mayores que de costumbre o más insoportables o más insufribles de lo ya de por sí terribles que solían serlo: y necesitó a alguien. Necesitaba, desesperadamente, ver a alguien, quedar con alguien, hablar con alguien. No pedía nada más que eso. Que le dedicaran dos horas, acaso una, de atención: que le demostraran que era humano, que aún importaba, minúsculamente, pero importaba. Que va.

Tenía 100 amigos en Facebook. Se puso a ello: el número 100 estaba ocupado: acudía a un bautizo. Lo sentía… quizás el mes que viene podrían verse. El 99 había pillado la gripe y el 98 acababa de tener una niña. El 97 estaba comprando un pollo asado y la 96 en el dentista. Al 95 le dolían las muelas y el 94 acudía a una cita con el abogado y la 93 en el cine. Hubo varios números que no respondieron, pero el 83 estaba visitando a su madre, la 80 de viaje de negocios, el 76 de vacaciones en Canarias, el 70 en un concierto, el 63 había quedado con la novia, la 60 había quedado con el novio, el 54 jugando al tenis, la 50 jugaba al pádel, la 45 nadaba en la piscina, el 35 montaba en bicicleta, la 27 tenía resaca, el 26 estaba borracho, el 25 se estaba emborrachando, el 24 tenía una fiesta esa tarde, el 23 estaba en una fiesta en ese momento y la 22 había estado en una fiesta, el 20 no podía hacer más que una cosa cada día y la 19 necesitaba hacer planes con semanas de antelación… la 14 cocinaba una tarta, el 12 hacía limpieza general, el 11 veía la tele, la 7 se iba al fútbol, el 6 al teatro, el 4 se debía acostar pronto, a la número 3, simplemente, no le venía bien quedar, el número 2 estaba desganado y la número 1 había conocido a un chico absolutamente maravilloso y ni podía y ni quería hablar de otra cosa que no fuera aquello, totalmente empachada y emborrachada de su propio ego.

100 amigos del Facebook=0 amigos reales.

Se borró del Facebook como un primer paso: el borrarse del mundo digital era tan sólo el adelanto del futuro, del futuro: borrarse del mundo físico, un pasito temporal entre su cuello y la soga.

Y salió de casa, para meterse entre los volúmenes gastados de la librería de viejo de la calle Dulcinea y pasar otra tarde de viernes con sus verdaderos amigos: ellos no le fallaban, siempre estaban ahí, dejándose manosear: Frank Yerby, Ángel Palomino, Luis Romero, Elena Quiroga, Frank Slaughter, Vicky Baum, Sven Hassel, León Uris…

Mientras la ciudad duerme, Médico de cuerpos y almas, Gran hotel, El cacique, La zanja, La noria, La gangrena, El astrágalo, Hijos de Torremolinos, Madrid Costa Fleming, Batallón de Castigo, QBVII…

Y al salir de la librería, derrotado, sintió como si todo el desprecio que acumulaban esos libros, todo el polvo y la porquería, se le hubiera arrojado sobre sus espaldas, sin remedio.

Sintió arcadas y empezó a vomitar entre dos coches: y vomitaba letras y letras y más letras. Páginas enteras de novelas.

Contempló con ojos llorosos el charco de páginas de libros que acababa de dejar al lado del bordillo y se dijo:

Dios mío, he fracaso incluso en esto, incluso en la literatura.

Segunda Ley de Lem (sobre literatura)


Segunda Ley de Lem sobre la literatura:

“Nadie lee nada; si lee, no comprende nada; si comprende, lo olvida en seguida debido a la habitual falta de tiempo, la oferta excesiva de libros y la publicidad demasiado perfecta”.

Primera Ley de Lem (sobre literatura)


Primera Ley de Lem sobre la literatura:
“Nada excita más a los editores y autores de hoy que un libro que no hay que leer, pero que todos deberían tener”.

No-lectura


Una interesante conclusión de Pierre Bayard en su ensayo Cómo hablar de los libros que no se han leído:
“La lectura es ante todo la no-lectura”.

Grietas


Esterházy: Los verbos auxiliares del corazón:

“No hay en mí ningún dolor, sólo hay cansancio, silencio y un terror cada vez mayor. Grietas: todo esto se podría llamar también dolor”.

Pregunta


Deja que mis manos llenen tus manos
y tus manos llenen las mías
y mis labios besen tus manos
y tus manos toquen mis labios
y mi boca sobre tus dedos
y tus dedos sobre mi boca
y mis besos en tu piel
y tu piel en mis besos.

¿Por qué no puede ser?

sábado, 24 de septiembre de 2011

Insondable


Sebald, Campo Santo:

“Toda la insondable infelicidad de la vida”.

viernes, 23 de septiembre de 2011

Goyescas en Nueva York


En la exitosa noche del veintiocho de enero de 1916:

-¡Nada podrá detenernos ahora! -la frase triunfal, acompañada de un fuerte apretón de la mano izquierda de Enrique Granados, fue pronunciada por su mujer, Amparo Gal, en el mismo instante en que el teatro Metropolitan de Nueva York se rendía, con una cerrada ovación (de calibre nunca visto ni oído antes por esos lares) al exitoso estreno de la ópera Goyescas.

-¡Nada podrá detenernos ahora! -aseguró la mujer mientras que con su mano derecha, blanca como el marfil de las teclas de un piano de cola blanco y cálida como la negra madera de un piano de cola negro, sujetaba la de su marido. Un fuerte apretón de cariño, de admiración, de triunfo. No, nada podría pararlos ahora.

-¡Nada podrá detenernos ahora! –y una sonrisa resplandeciente le surcaba la cara, entreabría la boca, mostraba los perlados dientes y estiraba los sensuales labios, carnosos y encarnados. Sonrisa blanca y luminosa como luminosas y blancas, en un cálido día de verano, eran las mañanas de la natal Lérida de Enrique.

“¡Nada podrá detenernos ahora!”, pensó Enrique Granados, inundado por el estruendo de los aplausos de un público entregado a su obra, a su arte, al genio. Al final, el viaje a Estados Unidos resultaba bien y parecía que la maldita guerra que les obligó a estrenar Goyescas allí, tan lejos, en lugar de hacerlo en el continente europeo, descubría su lado bueno.

Granados sacudió la cabeza en mitad de las ovaciones, lo que todos entendieron como una avergonzada muestra de agradecimiento a los aplausos recibidos pero, como suele pasar en esos casos, lo entendieron mal: sacudía la cabeza para despejar la aterradora idea que acababa de tener: la guerra que azotaba a Europa, a los europeos, la Gran Guerra, llegaba a poseer un lado bueno, al menos para él. No, nunca podría existir tal bondad en la matanza. ¿Cómo era capaz de pensar tamaña barbaridad?

Entonces, recordó las luminosas matinales del verano ilerdense mientras, al lado, su mujer le apretaba la mano y le sonreía, más bella que nunca, ahogados ambos en el éxito, en el triunfo, en la marejada de los aplausos de reconocimiento.

-Nada podrá detenernos ahora... –murmuró Enrique, no sin cierta resignación, entre el fragor de las ovaciones, entre la catarata de adulaciones y felicitaciones, sepultado por los parabienes.

Y se aferró aún más fuerte a la mano de su mujer cuando subieron a saludar desde el proscenio del teatro.

“No, nada podrá detenernos ahora...”, pensó, totalmente paralizado por el pánico.

Petición (ruego)


Por favor:
que el satélite
caiga
esta noche
sobre mi cabeza
por favor...

Fotografía


Sebald, Campo Santo:

“la fotografía, que en el fondo no es más que la materialización de apariciones espectrales por medio de un arte mágico muy dudoso”.

jueves, 22 de septiembre de 2011

La pipa de Mussolini


Ribera del río Isonzo: Octubre de 1915.

El aspecto devastado de la posición recién tomada. Los taludes de las trincheras desmenuzados. Cadáveres austriacos tremolados por los morteros, enormes ruinas desventradas. Restos de la intendencia, papeles oficiales, una taza desportillada, una cantimplora abollada. Ratas atribuladas en su ahíto ir y venir. Azufres en el aire pastoso y mefítico.

El soldado Benito Mussolini, del 11º Regimiento de Bersaglieri, empujaba un carromato junto a otros dos compañeros. Encaramado en el transporte, un mortero rudimentario, fatigoso de batallas y picado de óxidos, tormento de un asno bonachón hasta que la bestia se entregó consumida a una vereda del camino. Desde ese momento, los tres soldados fueron tres mulas de carga.

El carro embarrancó en el lodo. Un riachuelo subterráneo, redivivo por el soplo artillero –tan sólo vivificador para él- parió por los nuevos recovecos que las enormes lonjas de tierra desprendida le ofrecían. Fluido y cobrizo, anegó la hondonada del refugio en donde se ubicaba la abandonada retaguardia administrativa austriaca.

Mussolini aventó el aire que soplaba a su favor, un carnívoro que acecha a su presa. Ya podía olisquear el botín. Sabía que, durante las grandes retiradas británicas en Bélgica, los alemanes se encontraron deliciosas mesas con deliciosos manjares sin tocar, esperándolos a ellos, bodegas enteras olvidadas a la carrera, objetos de plata en los escritorios, magníficos artículos de caza y pesca, machetes nacarados, abrecartas de lujo, pisapapeles de la oficialidad, plumas, tabaco, picadura…, los austriacos puede que no resultaran tan espléndidos como los ingleses. Esa imagen pasó por su cabeza embutida y prieta bajo un casco ridículo. Tarde o temprano, el cobarde gobierno que regía Italia, que sólo deseaba enfrentarse a los austriacos, se vería obligado a declarar la guerra a los alemanes y esperaba que, de ser así, llegaría a tiempo para poder rebañar las trincheras teutonas.

Decidió que no se embarraría más con el carro ni con la pieza de artillería que remolcaba y abandonó su puesto ante los insultos de los compañeros. Si tenía que ensuciarse sería a la búsqueda de un botín provechoso.

Descendió por el talud y se fijó en sus maltrechas botas. Sería un golpe de suerte encontrarse con un soldado en el interior de la trinchera que ya no las necesitara. La intendencia austriaca siempre era de buena calidad. Mussolini removió unos escombros, restos de madera pertenecientes a un portón, y se topó con el acceso a la Estafeta, semihundida en las achocolatadas aguas del Isonzo que se colaban por las grietas de las paredes. En mitad de la sala flotaba un cadáver, estúpidamente aferrado a una pipa de espuma de mar.

El soldado Mussolini se introdujo en el barrizal hasta la cintura, rodeado de tampones, secantes y otro material de escritorio. A un lado flotaban los restos de una mesa, más allá, las patas de una silla. Las sacas de correspondencia desparramaban, a modo de cornucopia, su contenido. Los sobres, lánguidos hasta desmenuzarse en papilla, una pasta blancuzca y pegajosa.

Con gran esfuerzo quebró los dedos del desgraciado y rescató la magnífica pipa. Instantes después ya ascendía por el parapeto con el artefacto mordido en la boca. Pensó que ojala resbalara y se rompiera allí mismo una pierna: una bonita herida en el Frente para irse de vuelta a casa con honores de veterano. Al coronar la cresta le llovieron los insultos de su sargento, llamándolo burro, bestia y animal por varar la pieza de artillería en mitad del camino y provocar un monumental atasco en la avanzada. Los gritos, la reprimenda, disipó los tempranos sueños de gloria del soldado Benito Mussolini.

Humillado, agachó la cabeza y guardó la pipa en uno de los bolsillos de su guerrera. La boquilla, húmeda de los salivazos de su difunto dueño y por el fango de la trinchera, le dejó un regusto amargo, el mismo de esas veces en que se le iba la mano con el vino tinto o con la grappa; ese sabor de domingo por la mañana, con el sol que dolía en las sienes.

Animal de luto


Sebald, en Del natural:

“El hombre


es un animal, envuelto

en luto profundo,


con un abrigo negro,


forrado de piel negra”.

El cuervo


En Praga: Casa familiar de los Pollak, octubre de 1915.

Un cuervo allí detenido, un cuervo a la búsqueda de objetos brillantes, para apoderarse de las emanaciones del amigo, del espíritu, de la enorme melancolía que trasudaban los objetos que otrora pertenecieron a Oskar Pollak, los objetos sobredimensionados en toda su ausencia: la tristeza que destilaba la habitación, la inconsolable soledad de la cama, la apenada ventana por donde jamás volverían a entrar los rayos del sol que, con un suave golpeteo en la cara, despertaban al muchacho; el conmovedor abandono de sus libros y de su butaca de leer.

No muy lejos de allí, lo más terrible, una tumba con la infame inscripción de Pollak, graduado en la Escuela de Comercio. ¿Era posible que una sórdida frase definiera por completo la vida de un hombre? No quería pensar qué pondría en la suya, pero su imaginación era mucho más cruel con él de lo que podía controlar y, pronto, se le aparecieron las letras doradas repujadas en el mármol veteado: Rehuyó a los seres humanos no para vivir tranquilo, sino para morir tranquilo.

En esos tiempos que corrían, la grandeza o el mérito de la vida de una persona se medía de una forma bien curiosa: en función del daño que causaba a sus coetáneos. Si el mayor dolor se lo han inflingido a él, el finado será un ser miserable, pero si por el contrario, el fallecido causó graves padecimientos a los demás, en ese caso, seguro que se trató de un gran hombre. Así se elaboraba el juicio para la posteridad, un lugar en ella que, Pollak, ser bueno por naturaleza, apenas ocuparía acurrucado en una esquina; y al final, terminaría por diluirse.

Se detuvo frente al espejo situado encima del lavabo. Allí esperaba, ¿qué esperaba ya?, la jofaina con la que Oskar realizaba su toilette matutino. Kafka vio su imagen demacrada con una parte de la habitación al fondo. Sí, no cabía duda, se contempló en el espejo y no albergó la menor duda: el cuervo era él.

Un cuervo, se dijo, al fin y al cabo eso significaba Kafka, cuervo…, un grajo ceniciento que desea desaparecer entre las piedras…, pero no, él no era un cuervo que acudía embelesado al embrujo de los reflejos plateados de la bisutería. Era un buitre, un buitre que saltaba al pecho de la madre del amigo y le sacaba los ojos con parsimonia; era un buitre que alteaba en pos de recuerdos, esencias, sentimientos de Pollak que pudieran rasparse de las paredes de la casa, de las esquinas de la cómoda.

-Desde que se casó ya no venía por aquí. Seguro que usted querrá ver una vez más su cuarto de juventud. Pasaron aquí tantas horas consagradas a recitar, leer, estudiar, declamar… –lo invitó la madre. Kafka recordó con indecoroso dolor que allí fue, entre esas paredes ahora silenciosas y enlutadas, donde leyó en voz alta su primer relato, donde expuso la pulsión de su escritura a su primer oyente, su primer lector. Bautizó el bodrio con el título de Cielo sobre las Estrechas Callejuelas, un total desperdicio de tiempo.

En efecto, desperdiciaron el tiempo, entretenidos en tantas cosas infructuosas: estudiaron todo tipo de estupideces, menos cómo aprender a morir…

-Fueron los italianos… Italia, un país al que tanto amaba –sentenció en su mecánica letanía la madre. Lengua, dientes, paladar y boca hartas ya de pronunciar las mismas palabras.

¡Las balas, las balas italianas asesinaron a quién más amaba a Italia!

Notó un súbito mareo y se apoyó en el lavabo. La opresión en el pecho era insoportable. No podía dejar de pensar en una sola cosa: en su egoísmo. La angustia alcanzaba más allá de la muerte del amigo para preocuparse de sí mismo, atormentado.

Al salir de la casa, aún obnubilado, un tranvía casi lo arrolla. Mientras las imprecaciones del conductor resonaban en las aceras, vio alejarse la parte trasera del transporte.

-Completamente vacío y falto de sentido…, así estoy: ese tranvía eléctrico tiene mayor chispa, más sentido vivo que yo –sentenció, juez implacable, incapaz de la menor misericordia con su propia vida.

Rompió a llorar.

El núcleo de necesidad


Houellebecq, en El mapa y el territorio:
“Siempre se pueden tomar notas, tratar de llenar renglones de frases, pero para emprender la escritura de una novela hay que esperar a que todo se vuelva compacto, irrefutable, hay que esperar a que aparezca un auténtico núcleo de necesidad”.