En el Canal de la Mancha, veinticuatro de marzo de 1916.
“Ha sido una cuestión de mala suerte, nada más que eso, una cuestión de mala suerte”, pensaba Enrique Granados, a la búsqueda de su bote de emergencia, quizás más calmado de lo que él mismo podría imaginar que se comportaría en tal situación de apuro. Avistó, ya en cubierta, las dos grandes columnas de humo negro que, desde el lado de popa, ascendían hasta el cielo en volutas, y se repitió una vez más lo de la mala suerte e, incluso, le dio tiempo a extrañarse, de nuevo, de su inusitado y metódico orden en mitad del caos, cercado por las aterradas personas que proferían chillidos de un pánico ensordecedor, miedo devorado por el aullido de las sirenas de alarma del Sussex que obligaban a gritar desaforadamente si uno deseaba hacerse entender.
Enrique y su mujer se encontraban en el salón de cubierta cuando escucharon el primer y atronador impacto. Una súbita escoración hacia el lado izquierdo cargó de terror a los viajeros. A continuación, llegó una nueva detonación, que aún provocó mayor zozobra; la alarma de emergencia comenzó a sonar para que iniciaran, en imposible calma, el procedimiento de evacuación de la nave.
Se dirigieron en un precario orden a los botes. Enrique asía la mano de su esposa Amparo pero, en algún instante descontrolado, la fila se quebró y su mujer acabó desplazada a varios metros.
“¡No te preocupes, Enrique, yo me subiré a ese otro bote!”, le gritó Amparo. Él, que a punto estaba de instalarse en una barcaza, no deseaba irse sin ella. La insistencia de la mujer en que tanto más daba salvarse juntos que por separado, pues lo realmente importante era eso, ponerse a salvo, logró que Enrique cayera al agua acurrucado en el interior de la balsa, en medio de un golpetazo que salpicó una gran nube de espuma.
Se encontraba en el mar, rodeado de náufragos que pugnaban angustiados por aferrarse a los botes. Mientras contemplaba el humo y el fuego que devoraban el Sussex estiraba con denuedo el cuello, desesperado, para intentar localizar a su mujer. Enrique pensó que, en efecto, tanta desgracia, toda aquella desgracia, no se trataba más que de una cuestión de mala suerte. Ahora le extrañaba como el atronador sonido de los torpedos le recordó a los aplausos que restallaron amparados en la excepcional acústica del Metropolitan de Nueva York, la noche del estreno de Goyescas, la noche de la cosecha del éxito, la noche en que ella le dijo que ya nadie podría detenerlos, la noche en que su sonriente Amparo le cogió la mano –como él se la agarró con fuerza tan sólo unos instantes atrás, en su huida por la cubierta del barco; con tanta fuerza la sujetó y, aún así, la perdió de su lado... una fuerza que no les sirvió de nada-.
Mala suerte, una cuestión de mala suerte, desde luego, porque ellos jamás deberían de haber viajado a bordo de ese barco británico... Aunque el cúmulo de circunstancias que ahora les instalaba en el corazón de la tragedia se inició en el año 1914, con la maldita declaración de guerra que sorprendió a Enrique ante el público suizo y con su obra maestra, la ópera Goyescas, prácticamente a punto para su estreno en París. La Gran Guerra le impidió que Goyescas conociera los escenarios europeos y se vio obligado a desplazarse hasta Nueva York porque el Metropolitan se mostró muy interesado en el estreno de la obra. Por eso, no pudo evitar embarcarse para Norteamérica a pesar del pánico que le daba el mar. En una de las páginas de su diario escribió, antes de iniciar la peculiar singladura: “En este viaje dejaré los huesos”. Bien lo sabía.
La ópera cosechó tal éxito en Nueva York que la estancia del matrimonio se prolongó con nuevas representaciones y un sinfín de homenajes imprevistos. Pensaban regresar a Europa a bordo de un barco español pero una invitación personal del presidente Wilson, impresionado con el genio y el talento del maestro ilerdense, obligó a que retrasaran el viaje y por eso efectuaron una escala en Liverpool. Desde la ciudad británica tomaron el Sussex con la intención de alcanzar la orilla continental en Dieppe y proseguir el viaje hasta España en tren. Desafortunadamente, un submarino alemán torpedeó al Sussex durante la travesía del Canal de la Mancha.
Tal vez fuera el empujón de alguna otra persona desesperada por ponerse a salvo, tal vez una caída desde el bote al golpear contra el agua o puede que una inesperada zozobra del buque semihundido... una de esas funestas circunstancias dieron con Amparo Gal en el mar.
Enrique Granados escuchó los alaridos de socorro de su mujer por encima del fragor del horror y no lo dudó un instante, se lanzó a las frías aguas del Canal de La Mancha para rescatarla. Jamás volvieron a verlos.
No, Enrique Granados no reparó en que se encontraba en la cima de su genio irrepetible, irrepetible como irrepetibles lo fueron Grieg –con el que tan a menudo se le comparaba-, Schubert y Mozart.
No, no reparó en ello, pero tal vez sí que pasó por la cabeza de Granados una única y amarga reflexión: que todo era una cuestión de mala suerte, de una inmensa mala suerte. La invitación de la Casa Blanca, esa invitación tan honrosa que les trastocó todos los planes, fue su sentencia de muerte. Bueno, quizás esto último lo pensara casi al final, hundido, agarrado al inerte cuerpo de su esposa, mientras ambos desleían la existencia.
Sus manos se aferraban a las de ella como durante la noche del éxito de Goyescas, cuando ya nadie podría detenerlos...
También, ahora, ya nadie podría detenerlos en su caída espiral hacia los abismos...
Y sus manos eran unas manos tan frías como las frías tubas del frío metal de la orquesta, frías como las frías trompetas, frías como el agua fría del Canal y de sus fosas.
El submarino alemán ya se encontraba a bastantes millas de allí, satisfecha la tripulación por el éxito conseguido, un poco más cerca el anhelado sueño de su capitán por obtener una condecoración.