En Praga: Café Arco, 29 de julio de 1914.
En esta hora grave soy totalmente consciente de todas las consecuencias de mi decisión ante Dios Todopoderoso. Lo he considerado y examinado todo. Con mi conciencia tranquila me dirijo hacia el camino que mi deber me obliga y confío que Dios Todopoderoso ayudará a mis armas a conseguir la victoria -el pesado silencio en el salón del café se combó para quebrarse y restallar con los comentarios enfrentados de quienes apoyaban la decisión de ir a la guerra, tomada por el Emperador Francisco José a causa de las repetidas muestras de hostilidad, odio e ingratitud del Reino de Serbia contra su persona y su corona, y de los que tan sólo veían un desastre de proporciones bíblicas en el conflicto.
¡A Mis Pueblos!, se titulaba el manifiesto: la temblorosa voz del escritor Egon Erwin Kisch acababa de leer, emborrachado de solemnidad, la declaración aparecida en el tabloide praguense de lengua alemana, Bohemia. La proclama era una copia de la publicada originalmente en las primeras páginas de la prensa austriaca. El edicto, elaborado en otros once idiomas más, alcanzaba el último recoveco, el último recodo de la última plaza ubicada en el más miserable de los ayuntamientos del poblacho más perdido del Imperio.
En una de las mesitas, acompañado de Max Brod y Franz Werfel, Kafka escuchó la lectura abismado en una introspección profiláctica. Profilaxis, sí, de eso se trataba ahora, de prevenirse ante la plétora de noticias furiosas y dolorosas, noticias terribles que muy pronto reseñarían partes de bajas, necrológicas de allegados y conocidos edulcoradas con la estúpida épica del Frente. No, él no podría soportar eso. Necesitaba erigir una barrera de protección entre su existencia y la guerra, era imperativo para su supervivencia que la convulsa situación a la que se aproximaban, el abismo ante el cual la humanidad asomaba sus narices, le dañara lo mínimo posible. La mejor manera sería aparentar que todo le daba igual, que no le importaba un ápice tan estúpida conflagración, que continuaba inmerso en su lucha personal, comprometido con la literatura por encima de cualquier otra distracción, incluso si esa distracción era la muerte, la destrucción y el sufrimiento acarreados por una guerra sin sentido.
Los insultos contra Serbia se mezclaban con las críticas y las dudas que suscitaba la actitud del Emperador, para muchos un viejo que chocheaba y que, si no era capaz de sacar adelante las más sencillas tareas inherentes a su cargo, ¿cómo podía embarcarse en una guerra de semejantes dimensiones?
-Todo empezó con este tipo, la culpa es de él –manifestó Brod que ya extendía el periódico para mostrar una foto de Gavrilo Princip, tomada en el mismo instante de su detención.
Kafka desvió su mirada desganada en dirección al retrato y le dio un vuelco el corazón: ese hombre, ese hombre incendiaba Europa.
Se sintió mal, preso de nauseas y palpitaciones. Decidió actuar conforme a su profilaxis recientemente adoptada. Aún tembloroso, se levantó. Se caló el sombrero y añadió, a modo de despedida:
-Me marcho, esta tarde tengo escuela de natación.
Con pasos vacilantes alcanzó la calle y escuchó la algarabía de quienes celebraban el estallido del conflicto. Supo que, por mucho que lo intentara, jamás podría serle indiferente…, salvo que se ahogara esa misma tarde en el Moldava.
Entonces, creyó sentir sobre su cabeza las primeras cenizas de una lluvia de azufre, una lluvia hirviente que ampollaba su piel…, y mañana amanecería un enorme Sol Negro, hermosísimo en toda la maldad de su oscuridad.
En esta hora grave soy totalmente consciente de todas las consecuencias de mi decisión ante Dios Todopoderoso. Lo he considerado y examinado todo. Con mi conciencia tranquila me dirijo hacia el camino que mi deber me obliga y confío que Dios Todopoderoso ayudará a mis armas a conseguir la victoria -el pesado silencio en el salón del café se combó para quebrarse y restallar con los comentarios enfrentados de quienes apoyaban la decisión de ir a la guerra, tomada por el Emperador Francisco José a causa de las repetidas muestras de hostilidad, odio e ingratitud del Reino de Serbia contra su persona y su corona, y de los que tan sólo veían un desastre de proporciones bíblicas en el conflicto.
¡A Mis Pueblos!, se titulaba el manifiesto: la temblorosa voz del escritor Egon Erwin Kisch acababa de leer, emborrachado de solemnidad, la declaración aparecida en el tabloide praguense de lengua alemana, Bohemia. La proclama era una copia de la publicada originalmente en las primeras páginas de la prensa austriaca. El edicto, elaborado en otros once idiomas más, alcanzaba el último recoveco, el último recodo de la última plaza ubicada en el más miserable de los ayuntamientos del poblacho más perdido del Imperio.
En una de las mesitas, acompañado de Max Brod y Franz Werfel, Kafka escuchó la lectura abismado en una introspección profiláctica. Profilaxis, sí, de eso se trataba ahora, de prevenirse ante la plétora de noticias furiosas y dolorosas, noticias terribles que muy pronto reseñarían partes de bajas, necrológicas de allegados y conocidos edulcoradas con la estúpida épica del Frente. No, él no podría soportar eso. Necesitaba erigir una barrera de protección entre su existencia y la guerra, era imperativo para su supervivencia que la convulsa situación a la que se aproximaban, el abismo ante el cual la humanidad asomaba sus narices, le dañara lo mínimo posible. La mejor manera sería aparentar que todo le daba igual, que no le importaba un ápice tan estúpida conflagración, que continuaba inmerso en su lucha personal, comprometido con la literatura por encima de cualquier otra distracción, incluso si esa distracción era la muerte, la destrucción y el sufrimiento acarreados por una guerra sin sentido.
Los insultos contra Serbia se mezclaban con las críticas y las dudas que suscitaba la actitud del Emperador, para muchos un viejo que chocheaba y que, si no era capaz de sacar adelante las más sencillas tareas inherentes a su cargo, ¿cómo podía embarcarse en una guerra de semejantes dimensiones?
-Todo empezó con este tipo, la culpa es de él –manifestó Brod que ya extendía el periódico para mostrar una foto de Gavrilo Princip, tomada en el mismo instante de su detención.
Kafka desvió su mirada desganada en dirección al retrato y le dio un vuelco el corazón: ese hombre, ese hombre incendiaba Europa.
Se sintió mal, preso de nauseas y palpitaciones. Decidió actuar conforme a su profilaxis recientemente adoptada. Aún tembloroso, se levantó. Se caló el sombrero y añadió, a modo de despedida:
-Me marcho, esta tarde tengo escuela de natación.
Con pasos vacilantes alcanzó la calle y escuchó la algarabía de quienes celebraban el estallido del conflicto. Supo que, por mucho que lo intentara, jamás podría serle indiferente…, salvo que se ahogara esa misma tarde en el Moldava.
Entonces, creyó sentir sobre su cabeza las primeras cenizas de una lluvia de azufre, una lluvia hirviente que ampollaba su piel…, y mañana amanecería un enorme Sol Negro, hermosísimo en toda la maldad de su oscuridad.
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