miércoles, 28 de septiembre de 2011

Y todo ser se transformó en llameante sufrimiento (El destino de las Bestias)


Verdún, cuatro de marzo de 1916:

El estruendo de un impacto de obús despertó a Franz Marc del sueño plagado de pesadillas. Se había quedado traspuesto, agotado allí en medio, recostado sobre el talud de la trinchera como un cuerpo sin vida, como otro cuerpo sin vida más.

Soñó con unos Pequeños Caballos Azules, sus Pequeños Caballos Azules, pues tal era el título y el motivo de uno de sus coloristas cuadros, terminado poco antes de emprender camino hacia el frente, hacia la muerte y, así, paradójicamente, hacia la inmortalidad.

En su sueño, los Pequeños Caballos Azules abandonaban el lienzo sobre el que estaban plasmados y piafaban, correteaban, ramoneaban felices por los verdes prados, por una bucólica campiña que, de repente, se convertía en la pesadilla en blanco y negro del estancado frente de trincheras de Verdún y, nerviosos, los equinos se debatían, presa del terror y del pánico, entre el barro, brincaban sobre las empalizadas, se rasgaban el vientre con las alambradas de espino y sus belfos apenas soportaban el hedor de la muerte que emanaban las letrinas malolientes. Los obuses caían al lado de los Pequeños Caballos Azules y los impactos desgajaban el achocolatado fango de los charcos, se desprendían terrones de pegajosa tierra que salpicaban los lomos y teñían, de un negro mortal, a los Pequeños caballos Azules que, así, dejaban de ser azules.

Un coronel se acercó a los cuatro hombres que, junto a Marc, ocupaban la trinchera. Entre gritos y blasfemias les ordenó que debían de avanzar de una vez por todas y vencer la enconada resistencia enemiga. Se arrastrarían hacia unas enmarañadas defensas de alambre de espino, protegidas por el fuego de un nido de ametralladoras y por el barrido de los morteros, cortarían con los alicates el acero y dejarían paso libre a la vanguardia del ataque. Era una acción rápida y valerosa que requería de un espíritu de sacrificio y de...

Por encima de la arenga del coronel, Franz Marc adivinó que moriría en esa misión.

-¡Adelante, adelante! -les ordenó.

Sí, Franz Marc sabía que iba a morir en Verdún, con sólo treinta y seis años y con tanto por pintar aún... En el caballete de su estudio, bañado por la claridad de la mañana muniquesa, reposaba la que sería su obra postrera, Formas en Lucha, un gran manchón rojo, premonitorio de la sangre que iba a derramarse.

Su propia sangre.

Paradójicamente, una pintura de Marc titulada El destino de las bestias, que en un principio se llamó Y todo ser se transformó en llameante sufrimiento -fue Paul Klee quien le sugirió el título definitivo- era también una advertencia de la guerra, un aviso de la catástrofe absoluta e incontenible.

Los hombres comenzaron a arrastrarse por el lodo. La lluvia caía con obstinada fuerza, sin darles un respiro: se añadía a sus desgracias como si las penalidades que soportaban fueran escasas.

La ametralladora francesa acabó con las vidas de dos hombres del comando.

Franz Marc agarraba con fuerza los alicates, le obsesionaba el temor de alcanzar la alambrada y no ser capaz de cortarla por el inoportuno extravío de la herramienta. Tantas muertes, entonces, serían en vano, para nada serviría el sacrificio de sus compañeros si él perdía los alicates.

No le dio tiempo a pensar en nada más. Tan sólo escuchó el silbido que anunciaba un impacto de obús. Los Pequeños Caballos Azules se quedaron huérfanos en ese instante.

Sufrimiento, todo él, Franz Marc, era ahora un llameante sufrimiento.

-¡Que un par de sanitarios alcancen los cuerpos! -ordenó un capitán, pero nadie se atrevió a exponerse en campo abierto, bajo el fuego sesgado de las ametralladoras y una lluvia de obuses. Eso significaba correr un riesgo excesivo para tratar de auxiliar a un puñado de muertos. Los cuerpos quedaron allí, abandonados bajo la lluvia, junto al fango, desmembrados.

El llameante sufrimiento de Franz Marc acababa de apagarse para siempre.

Frío.

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