En Praga: Casa familiar de los Pollak, octubre de 1915.
Un cuervo allí detenido, un cuervo a la búsqueda de objetos brillantes, para apoderarse de las emanaciones del amigo, del espíritu, de la enorme melancolía que trasudaban los objetos que otrora pertenecieron a Oskar Pollak, los objetos sobredimensionados en toda su ausencia: la tristeza que destilaba la habitación, la inconsolable soledad de la cama, la apenada ventana por donde jamás volverían a entrar los rayos del sol que, con un suave golpeteo en la cara, despertaban al muchacho; el conmovedor abandono de sus libros y de su butaca de leer.
No muy lejos de allí, lo más terrible, una tumba con la infame inscripción de Pollak, graduado en la Escuela de Comercio. ¿Era posible que una sórdida frase definiera por completo la vida de un hombre? No quería pensar qué pondría en la suya, pero su imaginación era mucho más cruel con él de lo que podía controlar y, pronto, se le aparecieron las letras doradas repujadas en el mármol veteado: Rehuyó a los seres humanos no para vivir tranquilo, sino para morir tranquilo.
En esos tiempos que corrían, la grandeza o el mérito de la vida de una persona se medía de una forma bien curiosa: en función del daño que causaba a sus coetáneos. Si el mayor dolor se lo han inflingido a él, el finado será un ser miserable, pero si por el contrario, el fallecido causó graves padecimientos a los demás, en ese caso, seguro que se trató de un gran hombre. Así se elaboraba el juicio para la posteridad, un lugar en ella que, Pollak, ser bueno por naturaleza, apenas ocuparía acurrucado en una esquina; y al final, terminaría por diluirse.
Se detuvo frente al espejo situado encima del lavabo. Allí esperaba, ¿qué esperaba ya?, la jofaina con la que Oskar realizaba su toilette matutino. Kafka vio su imagen demacrada con una parte de la habitación al fondo. Sí, no cabía duda, se contempló en el espejo y no albergó la menor duda: el cuervo era él.
Un cuervo, se dijo, al fin y al cabo eso significaba Kafka, cuervo…, un grajo ceniciento que desea desaparecer entre las piedras…, pero no, él no era un cuervo que acudía embelesado al embrujo de los reflejos plateados de la bisutería. Era un buitre, un buitre que saltaba al pecho de la madre del amigo y le sacaba los ojos con parsimonia; era un buitre que alteaba en pos de recuerdos, esencias, sentimientos de Pollak que pudieran rasparse de las paredes de la casa, de las esquinas de la cómoda.
-Desde que se casó ya no venía por aquí. Seguro que usted querrá ver una vez más su cuarto de juventud. Pasaron aquí tantas horas consagradas a recitar, leer, estudiar, declamar… –lo invitó la madre. Kafka recordó con indecoroso dolor que allí fue, entre esas paredes ahora silenciosas y enlutadas, donde leyó en voz alta su primer relato, donde expuso la pulsión de su escritura a su primer oyente, su primer lector. Bautizó el bodrio con el título de Cielo sobre las Estrechas Callejuelas, un total desperdicio de tiempo.
En efecto, desperdiciaron el tiempo, entretenidos en tantas cosas infructuosas: estudiaron todo tipo de estupideces, menos cómo aprender a morir…
-Fueron los italianos… Italia, un país al que tanto amaba –sentenció en su mecánica letanía la madre. Lengua, dientes, paladar y boca hartas ya de pronunciar las mismas palabras.
¡Las balas, las balas italianas asesinaron a quién más amaba a Italia!
Notó un súbito mareo y se apoyó en el lavabo. La opresión en el pecho era insoportable. No podía dejar de pensar en una sola cosa: en su egoísmo. La angustia alcanzaba más allá de la muerte del amigo para preocuparse de sí mismo, atormentado.
Al salir de la casa, aún obnubilado, un tranvía casi lo arrolla. Mientras las imprecaciones del conductor resonaban en las aceras, vio alejarse la parte trasera del transporte.
-Completamente vacío y falto de sentido…, así estoy: ese tranvía eléctrico tiene mayor chispa, más sentido vivo que yo –sentenció, juez implacable, incapaz de la menor misericordia con su propia vida.
Rompió a llorar.
Un cuervo allí detenido, un cuervo a la búsqueda de objetos brillantes, para apoderarse de las emanaciones del amigo, del espíritu, de la enorme melancolía que trasudaban los objetos que otrora pertenecieron a Oskar Pollak, los objetos sobredimensionados en toda su ausencia: la tristeza que destilaba la habitación, la inconsolable soledad de la cama, la apenada ventana por donde jamás volverían a entrar los rayos del sol que, con un suave golpeteo en la cara, despertaban al muchacho; el conmovedor abandono de sus libros y de su butaca de leer.
No muy lejos de allí, lo más terrible, una tumba con la infame inscripción de Pollak, graduado en la Escuela de Comercio. ¿Era posible que una sórdida frase definiera por completo la vida de un hombre? No quería pensar qué pondría en la suya, pero su imaginación era mucho más cruel con él de lo que podía controlar y, pronto, se le aparecieron las letras doradas repujadas en el mármol veteado: Rehuyó a los seres humanos no para vivir tranquilo, sino para morir tranquilo.
En esos tiempos que corrían, la grandeza o el mérito de la vida de una persona se medía de una forma bien curiosa: en función del daño que causaba a sus coetáneos. Si el mayor dolor se lo han inflingido a él, el finado será un ser miserable, pero si por el contrario, el fallecido causó graves padecimientos a los demás, en ese caso, seguro que se trató de un gran hombre. Así se elaboraba el juicio para la posteridad, un lugar en ella que, Pollak, ser bueno por naturaleza, apenas ocuparía acurrucado en una esquina; y al final, terminaría por diluirse.
Se detuvo frente al espejo situado encima del lavabo. Allí esperaba, ¿qué esperaba ya?, la jofaina con la que Oskar realizaba su toilette matutino. Kafka vio su imagen demacrada con una parte de la habitación al fondo. Sí, no cabía duda, se contempló en el espejo y no albergó la menor duda: el cuervo era él.
Un cuervo, se dijo, al fin y al cabo eso significaba Kafka, cuervo…, un grajo ceniciento que desea desaparecer entre las piedras…, pero no, él no era un cuervo que acudía embelesado al embrujo de los reflejos plateados de la bisutería. Era un buitre, un buitre que saltaba al pecho de la madre del amigo y le sacaba los ojos con parsimonia; era un buitre que alteaba en pos de recuerdos, esencias, sentimientos de Pollak que pudieran rasparse de las paredes de la casa, de las esquinas de la cómoda.
-Desde que se casó ya no venía por aquí. Seguro que usted querrá ver una vez más su cuarto de juventud. Pasaron aquí tantas horas consagradas a recitar, leer, estudiar, declamar… –lo invitó la madre. Kafka recordó con indecoroso dolor que allí fue, entre esas paredes ahora silenciosas y enlutadas, donde leyó en voz alta su primer relato, donde expuso la pulsión de su escritura a su primer oyente, su primer lector. Bautizó el bodrio con el título de Cielo sobre las Estrechas Callejuelas, un total desperdicio de tiempo.
En efecto, desperdiciaron el tiempo, entretenidos en tantas cosas infructuosas: estudiaron todo tipo de estupideces, menos cómo aprender a morir…
-Fueron los italianos… Italia, un país al que tanto amaba –sentenció en su mecánica letanía la madre. Lengua, dientes, paladar y boca hartas ya de pronunciar las mismas palabras.
¡Las balas, las balas italianas asesinaron a quién más amaba a Italia!
Notó un súbito mareo y se apoyó en el lavabo. La opresión en el pecho era insoportable. No podía dejar de pensar en una sola cosa: en su egoísmo. La angustia alcanzaba más allá de la muerte del amigo para preocuparse de sí mismo, atormentado.
Al salir de la casa, aún obnubilado, un tranvía casi lo arrolla. Mientras las imprecaciones del conductor resonaban en las aceras, vio alejarse la parte trasera del transporte.
-Completamente vacío y falto de sentido…, así estoy: ese tranvía eléctrico tiene mayor chispa, más sentido vivo que yo –sentenció, juez implacable, incapaz de la menor misericordia con su propia vida.
Rompió a llorar.
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