jueves, 8 de septiembre de 2011

Aguda fiebre de grillos (parte 9 de 10)


La religión, siempre emplearon la religión en el internado como el mejor método para dominarlos: incluso los más descarriados pasaron por el aro: un día, tras una enorme barrabasada, el padre Canto castigó a Luisito Gómez: llevaría flores a la capilla de la Virgen todas las mañanas: así durante un mes y, además, rezaría allí por un rato: eso implicaba que Luisito Gómez se levantaría a las seis y media de la mañana porque la colación era a las ocho. Como siempre escuchaban una misa después del desayuno y, apenas pasadas las nueve, comenzaban con las clases, Luisito acudía a la capilla antes de que saliera el sol, con sus flores debajo del brazo y sin pereza aparente. De tal manera que, poco a poco, el castigo del padre Canto surtió su efecto y Luisito acabó por reconocer que se sentía mejor y más limpio con cada ofrenda matutina a la Virgen. En su retorcido código, el padre Canto demostraba que no sólo sabía castigar empleando el dolor físico: también era un maestro en las artes del dolor psicológico; y se mostraba tan efectivo o más, si cabe, que los caponazos.

Pero el colmo del lavado de cerebro religioso fue lo que Alejandro acostumbraba a llamar: la conversión en un día de su amigo Antonio Cabezón: Cabezón pasaba por ser el mayor golfo del internado, el que peores notas obtenía, el rebelde, el que fumaba a escondidas, la influencia más negativa que podría existir sobre los otros alumnos y que, por arte de birlibirloque, se convirtió en el mejor aliado de los Canto, Gago, Bauselas y toda esa corte de manipuladores.

Aunque no fue, realmente, por arte de birlibirloque, sino por culpa del cristal de una puerta: en vísperas de marcharse de ejercicios espirituales a unas dependencias del monasterio de La Trapa, en las acostumbradas jornadas de Semana Santa, y entre risotadas y pequeñas gamberradas, Alejandro, Antonio Cabezón y tres chicos más –Buque, Parrita y Antoñito Gayo- correteaban por los desiertos pasillos del internado mientras gritaban el consabido “¡Búho, Búho!”, en un claro desafío a la autoridad y a la vigilancia del padre Prefecto. En eso, comenzaron a juguetear con una puerta que en su centro contenía una horrorosa y estrambótica vidriera alusiva al milagro de los panes y los peces. El padre Prefecto ya subía por las escaleras, alertado por el revuelo y por los gritos que lo escarnecían. Los chavales lo vieron tarde, demasiado tarde, y cuando quisieron darse cuenta lo tenían encima, al otro lado de la puerta. Salieron en desbandada, pero Cabezón trató de cerrar tras de sí, en un intento de obstaculizar al padre Prefecto y que no los alcanzara. Apretó con tanta fuerza sobre el cristal que se quebró en mil pedazos. El estallido del vidrio salpicó la cara del padre Prefecto, que sufrió leves cortes, mientras el propio Cabezón se hería, aparatosamente, en las dos manos. Los panes y los peces se reproducían, por ensalmo y por el concurso de aquél galopín, en cientos de minúsculos cristalitos esparcidos por el suelo. El estruendo fue tremendo y el suceso muy comentado en todo el colegio. Lo que no iba más allá de ser una mera travesura, la siempre peligrosa rotura de un cristal que, afortunadamente, sólo causó daños leves, se revolvió en contra de Cabezón como el más terrible de los pecados: como si se le hubiera ocurrido pegarle fuego al colegio con todos los padres dentro y en calzoncillos.

En vísperas de los ejercicios espirituales... Dios, hermano Cabezón, será Dios quién le dé una segunda oportunidad. No lo vamos a expulsar porque entendemos que es Dios quién quiere así avisarlo de que va por el camino de la maldad, hermano, de que usted no tiene futuro. Aproveche los ejercicios, rece y reflexione sobre todo esto... El padre Canto logró meterle tanto miedo en el cuerpo a Cabezón que durante los ejercicios fue el más disciplinado de los asistentes. Desde entonces, se corrigió, se convirtió en un ferviente creyente y en un alumno aplicado que incluso se molestó, al final del curso, en arengar al propio Alejandro al respecto de que debería estudiar más. Era una transformación increíble, una conversión en un día alentada por ese cristal roto y por el discurso del padre Canto, pronunciado desde su autoritario butacón, tenebrosamente presidido por el buitre de madera ubicado sobre la silla y que controlaba la aterradora perspectiva del despacho. Cabezón ingresó en el seminario unos años después, aunque terminó por salirse, amargado y desengañado un día en que, de alguna manera inexplicable, debió de recuperar el contacto con la realidad.

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