-Lo siento mucho Franz... -le murmuró su amigo Max Brod, condolido al enterarse de la muerte de Oskar Pollak.
Kafka, más demudado y blanquecino que nunca, más frágil y enteco que de costumbre, con el pecho más hundido de lo normal y las espaldas encorvadas y arrojadas sobre sí con toda la brutalidad de la que era capaz el mundo –y el mundo estaba demostrando ser capaz de mucha brutalidad-, meneaba la cabeza desalentado. En su mano derecha sostenía la última carta recibida desde el frente del Isonzo, la carta de su amigo Pollak, y con la izquierda sujetaba la nota de los padres de Oskar: la que anunciaba el trágico deceso.
Franz levantó la mano derecha y colocó la misiva de Oskar Pollak a la altura de su cara. La meneó con furia delante de sus ojos y estalló en un ataque de ira mientras miraba con fijeza al taciturno Max Brod:
-¡Cómo puede sostenerse la ilusión de que los hombres se comuniquen a través de las cartas! -bramó-. Uno puede pensar en una persona que se encuentra lejos y uno puede agarrar a una persona que se encuentra cerca; todo lo demás sobrepasa a las, por otro lado ridículas, fuerzas humanas. Escribir cartas significa descubrirse, mostrarse indefenso delante de los fantasmas, cosa que estos esperan con avidez. Los besos escritos nunca alcanzan su destino, son bebidos en el camino por los fantasmas. Gracias a ese abundante elemento que son nuestros besos y cariños enviados por carta se multiplican los fantasmas de forma tan inaudita como inquietante. La humanidad lo nota y lucha contra ello; trata de eliminar en lo posible todo lo que de fantasmal hay entre los hombres para poder conseguir así el contacto normal y la paz de las almas. Por ese motivo se inventó el ferrocarril, el automóvil, el aeroplano. Pero todo ello no nos sirve de nada. Por lo visto, son inventos que se hacen ya durante la caída del ser humano. Los insaciables fantasmas se muestran tanto más tranquilos y fuertes, empecinados como estamos nosotros en alimentarlos. A tal efecto hemos inventado una pléyade de aparatos que favorecen a los fantasmas: el telégrafo, el teléfono, la radiotelegrafía...
Su voz, al final del ataque de ira, ya sonaba más baja y quebrada, ronca, abatida.
Kafka calló por un momento, miró la nota que informaba de la muerte del amigo, suspiró y, tras el silencio, añadió entre susurros:
-Los fantasmas nunca morirán de inanición, antes pereceremos nosotros.
Franz Kafka rompió a llorar.
Max Brod eligió extraviar la vista por la ventana.
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