Ribera del río Isonzo: Octubre de 1915.
El aspecto devastado de la posición recién tomada. Los taludes de las trincheras desmenuzados. Cadáveres austriacos tremolados por los morteros, enormes ruinas desventradas. Restos de la intendencia, papeles oficiales, una taza desportillada, una cantimplora abollada. Ratas atribuladas en su ahíto ir y venir. Azufres en el aire pastoso y mefítico.
El soldado Benito Mussolini, del 11º Regimiento de Bersaglieri, empujaba un carromato junto a otros dos compañeros. Encaramado en el transporte, un mortero rudimentario, fatigoso de batallas y picado de óxidos, tormento de un asno bonachón hasta que la bestia se entregó consumida a una vereda del camino. Desde ese momento, los tres soldados fueron tres mulas de carga.
El carro embarrancó en el lodo. Un riachuelo subterráneo, redivivo por el soplo artillero –tan sólo vivificador para él- parió por los nuevos recovecos que las enormes lonjas de tierra desprendida le ofrecían. Fluido y cobrizo, anegó la hondonada del refugio en donde se ubicaba la abandonada retaguardia administrativa austriaca.
Mussolini aventó el aire que soplaba a su favor, un carnívoro que acecha a su presa. Ya podía olisquear el botín. Sabía que, durante las grandes retiradas británicas en Bélgica, los alemanes se encontraron deliciosas mesas con deliciosos manjares sin tocar, esperándolos a ellos, bodegas enteras olvidadas a la carrera, objetos de plata en los escritorios, magníficos artículos de caza y pesca, machetes nacarados, abrecartas de lujo, pisapapeles de la oficialidad, plumas, tabaco, picadura…, los austriacos puede que no resultaran tan espléndidos como los ingleses. Esa imagen pasó por su cabeza embutida y prieta bajo un casco ridículo. Tarde o temprano, el cobarde gobierno que regía Italia, que sólo deseaba enfrentarse a los austriacos, se vería obligado a declarar la guerra a los alemanes y esperaba que, de ser así, llegaría a tiempo para poder rebañar las trincheras teutonas.
Decidió que no se embarraría más con el carro ni con la pieza de artillería que remolcaba y abandonó su puesto ante los insultos de los compañeros. Si tenía que ensuciarse sería a la búsqueda de un botín provechoso.
Descendió por el talud y se fijó en sus maltrechas botas. Sería un golpe de suerte encontrarse con un soldado en el interior de la trinchera que ya no las necesitara. La intendencia austriaca siempre era de buena calidad. Mussolini removió unos escombros, restos de madera pertenecientes a un portón, y se topó con el acceso a la Estafeta, semihundida en las achocolatadas aguas del Isonzo que se colaban por las grietas de las paredes. En mitad de la sala flotaba un cadáver, estúpidamente aferrado a una pipa de espuma de mar.
El soldado Mussolini se introdujo en el barrizal hasta la cintura, rodeado de tampones, secantes y otro material de escritorio. A un lado flotaban los restos de una mesa, más allá, las patas de una silla. Las sacas de correspondencia desparramaban, a modo de cornucopia, su contenido. Los sobres, lánguidos hasta desmenuzarse en papilla, una pasta blancuzca y pegajosa.
Con gran esfuerzo quebró los dedos del desgraciado y rescató la magnífica pipa. Instantes después ya ascendía por el parapeto con el artefacto mordido en la boca. Pensó que ojala resbalara y se rompiera allí mismo una pierna: una bonita herida en el Frente para irse de vuelta a casa con honores de veterano. Al coronar la cresta le llovieron los insultos de su sargento, llamándolo burro, bestia y animal por varar la pieza de artillería en mitad del camino y provocar un monumental atasco en la avanzada. Los gritos, la reprimenda, disipó los tempranos sueños de gloria del soldado Benito Mussolini.
Humillado, agachó la cabeza y guardó la pipa en uno de los bolsillos de su guerrera. La boquilla, húmeda de los salivazos de su difunto dueño y por el fango de la trinchera, le dejó un regusto amargo, el mismo de esas veces en que se le iba la mano con el vino tinto o con la grappa; ese sabor de domingo por la mañana, con el sol que dolía en las sienes.
No hay comentarios:
Publicar un comentario