Una mañana ese encantador enano, algo jorobado y deforme, no sé si lo recuerdan, Oscarcito, vamos, el Oskar Matzerath del Tambor de hojalata, sí, hombre, sí, la novela de Grass, ya saben, pues ese mismo, se presentó en mi despacho de la productora, allí en Venice Beach y me dijo, casi me exigió: ¡Quiero ser actor porno! ¡Hágame un casting, no lo defraudaré! Y aunque me vea bajito, contrahecho… ¡estoy bien armado!
Estaba sentado delante de mí, separado por la mesa apenas podía verle media cara y sus piececitos colgaban sin ser capaces de alcanzar el suelo. ¡Sáquesela!, le ordené. No lo dudó un momento, se veía que estaba dispuesto a llegar lejos en esto del porno. Y, en efecto, estaba bien provisto, desde luego. Lo tenía que se lo pisaba, aunque ustedes pueden pensar que poder llegar a pisárselo, por longitud, en un enano como era él, es algo no demasiado extraño, comparado con que se la pueda pisar un hombre de metro ochenta: pues bueno, piensen lo que quieran.
Y la llevo bien cargada, donde pongo el ojo pongo la bala, ya sabe, tengo varios hijos… En efecto, tal y como pude leer después, hasta uno de esos hijos casi lo descalabra de una pedrada en la cabeza.
¿No lo hacen con perros, con animales? ¿No firman películas con caballos y con todo tipo de aberraciones? Pues ahora inaugure un nuevo género: las pelis porno de enanos, me intentó convencer Oscarcito. A su argumento, le respondí con evidente hastío: amigo, ya se hacen, las hay a cientos… con enanos, jorobados, embarazadas, con un Gran Danés que se llama Mr. Dog y es toda una estrella y con un tipo que es el doble de Clinton y otro el doble de Bin Laden… se sorprendería de nuestro catálogo.
Bueno, pues le propongo algo nuevo del todo. Estaba claro que necesitaba ese trabajo, y que pensaba innovar en la materia. Ahora sí lo escuché con atención. Igual, al final, salía algo bueno de todo aquello. Se bajó de la silla con dificultad y se me acercó a un lado, en actitud confidencial. Esta idea sólo va a conocerla usted, ¿de acuerdo? Asentí en ademán de complicidad.
¡Haremos una peli porno con personajes de novelas!
¡Pues vaya mierda! ¿Esa era la idea innovadora! Se había rodado una Cenicienta y una Blancanieves y un Gladiator y yo que se cuantas películas porno con personajes de novelas, de cuentos, de libros… Oscarcito meneó la cabeza: No, no me entiende. No con personajes de novelas sino con los personajes de las novelas, matizó. Entonces, empecé a entenderlo: el me proporcionaría para las películas, no a un actor que hiciera de Don Quijote para una versión porno (la enésima) del Don Quijote de la Mancha, sino al propio Don Quijote, al personaje literario. Lógicamente, Don Quijote era un ejemplo, factible, eso sí, porque había hablado con unos cuantos (he tocado a algunos, dijo Oscarcito), y estaban todos de acuerdo con su proyecto. La posibilidad de rodar una porno con Madame Bovary trajinándose a Harry Potter o a La Regenta enfrascada en un francés con el prota del Código Davinci, era una idea millonaria. He de decir que yo, por entonces, no visualicé esos ejemplos, que de lectura poca, y no sabía quienes eran la mayoría de esos personajes. De hecho, donde yo olfateé el dinero fue en una escena salvaje entre Holden Caulfield, Ignatius J. Reilly y la prota de las novelas de Stieg Larsson, puesto que esos libros sí que los había leído.
Oscarcito filmó un centenar de películas, e incluso se dio el gustazo de hacer una escena con La Maga, de quién dijo estar enamorado desde siempre. Siempre tocaba el tambor en el momento en que iba a correrse: ram ta pa plan, ram ta pa plan, es mi sello, afirmaba. Después, el desenfreno, las drogas, el alcohol y el desmesurado éxito, hicieron que durante el festival porno de Barcelona, una mañana, no bajara a desayunar: se había quedado tieso en la suite: producto de una mezcla de speed y barbitúricos, y alcohol, claro, toneladas de alcohol: siempre dijo que en su pequeño interior de enano anidaba un diminuto Chinaski. Ese día lo comprendí: demasiado tarde, claro, aunque yo sigo disfrutando de su herencia, de las películas que rodamos y de dar a conocer los grandes personajes de la literatura a descerebrados de Arkansas, paletos de Minnesota, chulos de playa de California o imberbes polihormonados universitarios que, entre paja y paja, al menos, ahora, saben quién es el Bartleby, el Capitán Ahab o el Gran Gatsby y que, de otra forma, es decir a través de sus estudios o conocimientos propios, jamás habrían tenido ni la más mínima oportunidad de saberlo…
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