–Múnich, Bonn, dos de agosto de 1914-
Franz Marc terminó de aplicar una pincelada sobre el lienzo con un milimétrico golpe de muñeca. Era un trazo exacto sobre la tela, un suave toque que ya nadie más podría ejecutar como él, una paletada administrada de esa manera única, genial: porque Franz Marc era tan irrepetible como lo fueron Goya, Rembradt o Van Gogh.
Sus manos parecían poseer la precisión de un relojero, la seguridad y la determinación de un cirujano, como esos que, en los hospitales de campaña, pronto amputarían y desbridarían las extremidades de los heridos del frente en cuanto la sangría se desencadenase.
Marc tomó una pequeña distancia con el caballete para conseguir la visión completa de la tela: tras el último retoque magistral asintió con la cabeza y murmuró para sí un bien, satisfecho del trabajo terminado. Después, descorrió ligeramente los visillos de la ventanita de su estudio de Múnich para contemplar la calle. Un incansable murmullo le llegaba desde hacía unos minutos: los ánimos, de nuevo, se encontraban caldeados allá abajo.
Una discusión, otra discusión más, sobre la conveniencia de entrar en guerra. Un corrillo de personas increpaban a quién osaba manifestarse como un pacifista contrario a los deseos tumultuosos del vulgo. La canalla ansiaba, de una vez por todas, la guerra a sus hostiles, vengativos y desalmados enemigos.
El sol de agosto inundó el estudio de Franz Marc con una luminosidad alegre, optimista, creó una plácida atmósfera, tan alejada de las duras horas que iban a cernirse sobre todos y cada uno, incluso sobre los integrantes del belicoso grupo que golpeaba a un transeúnte en respuesta a sus pacíficas opiniones. El tumulto se saldó con la presta intervención de la policía que detuvo al hombre bajo la acusación de disturbio público. A Franz Marc le pareció distinguir que el detenido, mientras se alejaba en el carromato policial tirado por un caballo negro, sangraba por la nariz y por la boca. El repiqueteo de los cascos del equino contra el suelo se perdió entre el eco de las calles de Múnich, ahogado por el clamor de la manifestación espontánea en favor de la declaración de guerra a la que miles de personas se unían. Y muy pronto, el ruido de los rifles, de las bombas y de los morteros, ahogaría las proclamas de los manifestantes y el sonido de las herradas patas de los animales contra el adoquinado.
Esa misma mañana, en su estudio de la ciudad de Bonn, el pintor August Macke, uno de los mejores amigos de Franz Marc, encaraba las últimas pinceladas de una obra cuando le llegó el ruido de la manifestación que clamaba venganza. Indignada, la muchedumbre aseguraba que el pangermanismo necesitaba lavar las afrentas diplomáticas y que Alemania debía declarar la guerra. Entonces, a Macke se le llenó la cabeza, igual que el horizonte, de malos presagios.
August Macke era tan único e irrepetible como lo fueron Goya, Rembrandt y Van Gogh. Tan único e irrepetible como su amigo Franz Marc. Pero eso, entonces, ellos no podían saberlo.
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