Alejandro opinaba que el Jabugo –el curita que rezaba, daba una palmadita y ordenaba papelucho- era una buena persona o, al menos, mejor tipo que el padre Canto, un autentico retorcido: el padre Canto, alias el Buitre gracias a un pajarraco burdamente labrado en madera que se encontraba posado sobre el respaldo del butacón en donde acostumbraba a sentarse y recibir a los asustados alumnos que eran enviados a su despacho, no era un individuo precisamente afable: le gustaba golpear a los niños con un grueso llavero metálico: se escondía mientras los chavales disfrutaban de unos instantes de asueto y anotaba traicioneramente si alguno de ellos profería palabrotas o fumaba un cigarrillo para, después, comunicárselo al padre Prefecto. Santiago, el padre Prefecto, era un anodino desgraciado que jamás impartió una sola clase: su función se limitaba a dar la hora, a pasearse dotando de cierto aire marcial sus labores de vigilancia por los pasillos y a sufrir con resignación el ser objeto de las burlas del alumnado que lo conocía como el padre Búho, dado que siempre caminaba con el cuello desmesuradamente estirado y con los ojos extraordinariamente abiertos: aplicada su tosca anatomía en la implacable labor de guarda y custodia; la verdad es que no era más que un simple bedel con sotana, aunque también desarrollara su propio método personal de maltrato: estirar el arranque del pelo a la altura de la nuca, circunstancia que una vez casi le costó recibir un puñetazo propinado por el mismísimo Alejandro: acababan de terminar las clases y el chaval, ensimismado, miraba por el hueco las escaleras como los compañeros bajaban en desbandada. Por orden del padre Canto ningún alumno podía permanecer en las aulas o rondando por los pasillos al término de la jornada, pero Alejandro, perdido en sus pensamientos y ensoñaciones, se quedó atontolinado y con la mirada extraviada en la nada hasta que lo sacó de su trance un seco tirón en la base de la nuca, mientras el vozarrón desagradable del padre Búho lo instaba a que bajase de inmediato al patio. Sintió el dolor rasgado en la piel y se revolvió eléctricamente, sin detenerse a pensar quién podría ser el autor del tirón: alzó su puño a la altura de la cara del padre Santiago que palideció de inmediato y dio unos dubitativos pasos atrás en ademán defensivo... Estuvo muy cerca, Alejandro estuvo tal vez demasiado cerca... El padre Prefecto se perdió en silencio por el fondo del pasillo con ademán de gallina clueca y cierta mueca de terror. Alejandro bajó intranquilo al patio, temeroso del duro castigo, incluso tal vez la expulsión del internado, que dictaminaría el padre Canto en cuanto se enterara del suceso... ¡Amenazó a un padre! ¡Intolerable! Pero el padre Prefecto Santiago nunca se atrevió a comentar el incidente…
sábado, 3 de septiembre de 2011
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