Al principio aparece un grano en el área por donde ha penetrado el mal; después, llegan los sarpullidos, las irritaciones de la piel, los dolores de cabeza, los vómitos, la fiebre, la pérdida del pelo... así empezaba el llamado, algo rimbombantemente, Informe sobre la Sífilis que el padre Canto se encargó de confeccionar y de repartir entre los atónitos alumnos: aquello era un terrorífico compendio de personajes célebres que soportaron la enfermedad, los horribles finales que tuvieron, y una descripción sádica y apocalíptica de la evolución del mal en el organismo.
Desde luego, Schubert era el personaje favorito del padre Canto a la hora de ejemplificar la forma en que la enfermedad atacaba al desdichado: la sangre del insigne genio austríaco se fue descomponiendo, podrida, tal y como remarcaba el cura no sin cierto gozo, llegando a desear la muerte: una muerte que le sobrevino con apenas treinta y un años.
Otro notable chalado fue Van Gogh, aseguraba Canto, chifladura derivada de la enfermedad: acabó suicidándose, desesperado, anhelaba terminar como fuera con su propia miseria, escribió en el informe. Y no se olviden ustedes de notables y notorios degenerados como Baudelaire o Wilde, que ahí encontraron el castigo a sus prácticas contra natura, pontificaba con recia voz mientras leía a vuelapluma su propio informe, intoxicado de soberbia, gustándose, admirando lo florido de su verbo, lo ensortijado de su pluma.
Y, por último, acababa tan elocuente trabajo con una referencia pormenorizada a la locura de Nietzsche: ese endemoniado que terminó con el cerebro disuelto; la masa encefálica se le licuó en el interior del cráneo, sentenciaba en las líneas finales del informe. Alejandro ignoraba si el padre Canto logró apartar del camino del mal a sus alumnos, pero, de lo que estaba plenamente convencido, era de las innumerables pesadillas que provocó esa noche –y las noches venideras- en los chavales, que se despertaban empapados en sudor tras soñar que les estallaba la cabeza o se les reventaban los ojos, cuando no se les derretían los sesos gota a gota, como un polo de limón a pleno sol.
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