Cuatro de marzo de 1916:
El mariscal Merde se quedó traspuesto en un cómodo sillón de orejas mientras saboreaba su Armagnac.
El cuartel general de Souilly se encontraba lo necesariamente cerca del conflicto, pero lo suficientemente alejado del mismo como para que el mariscal pudiera conciliar el sueño sin ser molestado por el fragor del combate.
La panzuda copa se mantenía en precario equilibrio sobre los muslos y amenazaba con derramar su contenido sobre los impecables pantalones del uniforme.
El mariscal Merde soñaba con una pesadilla que le asaltaba cada vez más a menudo: aparecía caracterizado como el otro gran Merde de la historia de Francia, el tristemente famoso y célebre gendarme Merde quién, en la época de la Convención, detuvo a Robespierre y, según las malas lenguas, le pegó un tiro en la mandíbula... Robespierre acabó guillotinado y el gendarme Merde pasó a ser más odiado que querido por la plebe.
En el sueño, se contemplaba vestido como ese indeseable, con la casaca a juego y el pesado mosquetón, de patrulla por el París revolucionario...
Sí, reconocía que el apellido Merde era como una maldición caída sobre él. Desde que era pequeño recordaba las burlas de sus compañeros. Después, cuando fue el soldado raso Merde, se le mofaron en el cuartel y las chanzas alcanzaron hasta la época de la academia de oficiales. Al final, los ascensos sucesivos de Merde acabaron por quitarle las ganas de reír a sus compañeros, situados en escalafones inferiores. Ahora le tocaba a Merde reírse de ellos al igual que, antes, todos se carcajearon de su persona. Esa era la ley y, haciendo gala de su poder, repartía castigos y venganzas por doquier.
Pero al mariscal Merde ya le cansaba la confusión, harto, extenuado de verse obligado a aclarar, una y otra vez, que en ningún caso era familiar del gendarme, que ese otro Merde era parisino, mientras que él y sus ancestros se afincaban en Le Coq, un pueblecito de la Francia central, cercano a Vichy, un páramo de escasa población. Y más de una vez, en el cuartel del área de Verdún, entre las vaporadas de alcohol y el calorcillo de la chimenea, le llegaba con añoranza el recuerdo de su tranquilo pueblecito de Le Coq, donde se dedicaba a la cría de gallos y gallinas. Aunque fracasó en el intento de la cría del urogallo en cautividad sí era cierto que obtuvo un sonado éxito al conseguir una raza particular de la zona, sumamente estimada y valorada por los avicultores. A esa tarea se dedicaron sus padres con ahínco, los abuelos con esmero y los bisabuelos con esperanza. Entre todos cimentaron una tradición que ahora él esperaba poder transmitir a sus hijos, en el hipotético caso de que lograse tenerlos. Su mujer no lograba concebir pese a los denodados intentos.
El mariscal Merde se dio cuenta, en mitad del pesado sueño que le dejaría el pequeño rastro de un molesto dolorcillo de cabeza, de que tal vez ya era demasiado mayor para procrear y que nunca tendría ese hijo a quien transmitir sus conocimientos sobre los gallos y las gallinas, sobre todas esas razas, sobre los gallos de Faverolles y de Bresse, sobre las gallinas de Livorno y de Sussex.
Porque los gallos de la raza de Faverolles eran su especialidad, en particular los armiñados, aunque a los asalmonados tampoco les hacía ascos. Se trataban de unos animales hermosos, de altiva cresta y limpio plumaje... Tal vez cuando todo aquello acabase y fuera a recoger alguna condecoración, medalla que a buen seguro le otorgarían, podría regalarle un par de ejemplares al Ministro de la Guerra... o mejor al Ministro de Finanzas, que sin duda ambos acudirían en persona a la ceremonia para honrar a un héroe de guerra como él. Seguro que tan importantes personajes no podrían negarse a recibirlo después, en privado, como tampoco podrían reprimir un gritito de admiración al ver como los hermosos animales asomaban las altivas y erguidas cabezas por la cesta, estirando el cuello con curiosidad. Aprovecharía, además, para solicitar una cita con el Ministro de Agricultura y explicarle que, mediante unos delicados cruces, sus gallinas de Livorno eran unas extraordinarias ponedoras. Tal vez pudieran ampliar en toda Francia la producción de huevos y, ya puestos, ¿por qué no darles a probar a todos los ministros una de las deliciosas pepitorias que elaboraba su mujer con la jugosa carne de las gallinas de Sussex, cebadas a tal efecto?
A lo mejor, tras la guerra, podría dedicarse a la cría de gallinas por toda Francia. Eso, sin mencionar nada de sus gallos...
Punto y aparte eran sus gallos de Bresse, el tradicional gallo francés, el prototipo del gallo en el país del gallo, una raza extraordinaria, combativa, de poderosos espolones y recia cola, orgullosos, unos gallos que se criaban así de hermosos sin necesidad de grandes cuidados, unos gallos que enaltecían el espíritu patriótico de cualquiera. Merde pensó en sus gallos de Bresse como una llamada al espíritu nacional, una forma de elevar la moral de combate de la tropa. Esa idea debería de contársela después al Ministro de la Guerra. Desde luego que lo haría, no pasaría nada por alto...
Con gran sobresalto, un mensajero del frente le arrancó del ahora dulce sueño de su ceremonia de condecoración en el que se entregaba a una cuchipanda de muslos y pechugas con multitud de ministros. El enlace con el Alto Estado Mayor se introdujo con timidez en el despacho tras golpear levemente con los nudillos en la puerta. Descubrió que acababa de despertar al mariscal Merde y se sintió azorado.
-No se preocupe, ¡pase, hombre, pase! -le ordenó, aún algo atolondrado por un despertar tan súbito. El emisario le acercó un correo con el parte de operaciones y el informe de una de las últimas refriegas contra los alemanes, aquella en la que Franz Marc entregó su vida y dejó huérfanos a sus Pequeños Caballos Azules. Después, el hombre le extendió el balance de bajas, que Merde apenas miró por encima, distraído en depositar su copa de Armagnac sobre la mesa cuando descubrió, alarmado, que con el despertar sobresaltado se le derramó un poco de licor en los pantalones.
Más atento al cerco de su mancha, como era natural, que a la marcha del cerco de Verdún y a la lista de muertos -intentaba limpiarse frotando la tela del pantalón con un pañuelo-, inquirió al enlace sobre quién iba a encargarse de escribir una carta a los familiares de los caídos. Asombrado, el soldado le manifestó un dubitativo:
-Yo creí que... que... que sería usted, señor -Merde apartó los ojos de la mancha, que se resistía a salir del tejido, y alzó la mirada con la que parecía querer fusilar al subordinado. De repente, prorrumpió en una gran carcajada y añadió:
-¿Pero cómo se le ocurre eso, hombre de Dios? ¡Me reclaman otras cosas más importantes, tengo supremas tareas de las que ocuparme, como organizar toda la defensa de Verdún!
El silencio flotó en el despacho, acompañado del tenue crepitar de la cálida y confortable chimenea, un chisporroteo acompasado con el arrullo cansino del lento caminar del reloj de cuerda del aparador.
-¡Que las escriba el párroco del regimiento! -resolvió el mariscal. Asustado, el enlace manifestó que ignoraba el paradero del pater. No, aún no le habían pegado un tiro, de eso estaba seguro, así que supuso que dormía la borrachera tirado en alguna esquina.
Ese era el problema, que a los curas castrenses les gustaba mucho el licor, pensó Merde, pero lejos de sentirse desagradado por esa reflexión ordenó que lo encontraran de inmediato y que le administraran una ducha de agua fría, un termo entero de café y, una vez despejado, que le obligaran a escribir las dichosas cartas, ¡si era necesario bajo la vigilancia de un par de soldados!
El enlace abandonó el despacho con ridícula marcialidad. Merde saboreó un nuevo trago de su Armagnac y descubrió que la breve pero intensa siesta le dejaba el rastro de una levísima cefalea. Pronto, se quedó otra vez traspuesto, arropado por su sillón de orejas, junto a la crepitante chimenea, acompañado del tictac del reloj y cómodamente sumido en sus sueños, donde gallináceas y ministros compartían escenario en los mismos instantes en que las tropas hundían sus botas en el barro de las trincheras, pasaban las noches a la intemperie, soportaban los chubascos y bebían del agua corrompida de los charcos.
Nada de eso podría ser comparable, nunca, a las traicioneras manchas de Armagnac que dejaban un cerco indeleble en los pantalones de gala de la Plana Mayor.
El mariscal Merde se quedó traspuesto en un cómodo sillón de orejas mientras saboreaba su Armagnac.
El cuartel general de Souilly se encontraba lo necesariamente cerca del conflicto, pero lo suficientemente alejado del mismo como para que el mariscal pudiera conciliar el sueño sin ser molestado por el fragor del combate.
La panzuda copa se mantenía en precario equilibrio sobre los muslos y amenazaba con derramar su contenido sobre los impecables pantalones del uniforme.
El mariscal Merde soñaba con una pesadilla que le asaltaba cada vez más a menudo: aparecía caracterizado como el otro gran Merde de la historia de Francia, el tristemente famoso y célebre gendarme Merde quién, en la época de la Convención, detuvo a Robespierre y, según las malas lenguas, le pegó un tiro en la mandíbula... Robespierre acabó guillotinado y el gendarme Merde pasó a ser más odiado que querido por la plebe.
En el sueño, se contemplaba vestido como ese indeseable, con la casaca a juego y el pesado mosquetón, de patrulla por el París revolucionario...
Sí, reconocía que el apellido Merde era como una maldición caída sobre él. Desde que era pequeño recordaba las burlas de sus compañeros. Después, cuando fue el soldado raso Merde, se le mofaron en el cuartel y las chanzas alcanzaron hasta la época de la academia de oficiales. Al final, los ascensos sucesivos de Merde acabaron por quitarle las ganas de reír a sus compañeros, situados en escalafones inferiores. Ahora le tocaba a Merde reírse de ellos al igual que, antes, todos se carcajearon de su persona. Esa era la ley y, haciendo gala de su poder, repartía castigos y venganzas por doquier.
Pero al mariscal Merde ya le cansaba la confusión, harto, extenuado de verse obligado a aclarar, una y otra vez, que en ningún caso era familiar del gendarme, que ese otro Merde era parisino, mientras que él y sus ancestros se afincaban en Le Coq, un pueblecito de la Francia central, cercano a Vichy, un páramo de escasa población. Y más de una vez, en el cuartel del área de Verdún, entre las vaporadas de alcohol y el calorcillo de la chimenea, le llegaba con añoranza el recuerdo de su tranquilo pueblecito de Le Coq, donde se dedicaba a la cría de gallos y gallinas. Aunque fracasó en el intento de la cría del urogallo en cautividad sí era cierto que obtuvo un sonado éxito al conseguir una raza particular de la zona, sumamente estimada y valorada por los avicultores. A esa tarea se dedicaron sus padres con ahínco, los abuelos con esmero y los bisabuelos con esperanza. Entre todos cimentaron una tradición que ahora él esperaba poder transmitir a sus hijos, en el hipotético caso de que lograse tenerlos. Su mujer no lograba concebir pese a los denodados intentos.
El mariscal Merde se dio cuenta, en mitad del pesado sueño que le dejaría el pequeño rastro de un molesto dolorcillo de cabeza, de que tal vez ya era demasiado mayor para procrear y que nunca tendría ese hijo a quien transmitir sus conocimientos sobre los gallos y las gallinas, sobre todas esas razas, sobre los gallos de Faverolles y de Bresse, sobre las gallinas de Livorno y de Sussex.
Porque los gallos de la raza de Faverolles eran su especialidad, en particular los armiñados, aunque a los asalmonados tampoco les hacía ascos. Se trataban de unos animales hermosos, de altiva cresta y limpio plumaje... Tal vez cuando todo aquello acabase y fuera a recoger alguna condecoración, medalla que a buen seguro le otorgarían, podría regalarle un par de ejemplares al Ministro de la Guerra... o mejor al Ministro de Finanzas, que sin duda ambos acudirían en persona a la ceremonia para honrar a un héroe de guerra como él. Seguro que tan importantes personajes no podrían negarse a recibirlo después, en privado, como tampoco podrían reprimir un gritito de admiración al ver como los hermosos animales asomaban las altivas y erguidas cabezas por la cesta, estirando el cuello con curiosidad. Aprovecharía, además, para solicitar una cita con el Ministro de Agricultura y explicarle que, mediante unos delicados cruces, sus gallinas de Livorno eran unas extraordinarias ponedoras. Tal vez pudieran ampliar en toda Francia la producción de huevos y, ya puestos, ¿por qué no darles a probar a todos los ministros una de las deliciosas pepitorias que elaboraba su mujer con la jugosa carne de las gallinas de Sussex, cebadas a tal efecto?
A lo mejor, tras la guerra, podría dedicarse a la cría de gallinas por toda Francia. Eso, sin mencionar nada de sus gallos...
Punto y aparte eran sus gallos de Bresse, el tradicional gallo francés, el prototipo del gallo en el país del gallo, una raza extraordinaria, combativa, de poderosos espolones y recia cola, orgullosos, unos gallos que se criaban así de hermosos sin necesidad de grandes cuidados, unos gallos que enaltecían el espíritu patriótico de cualquiera. Merde pensó en sus gallos de Bresse como una llamada al espíritu nacional, una forma de elevar la moral de combate de la tropa. Esa idea debería de contársela después al Ministro de la Guerra. Desde luego que lo haría, no pasaría nada por alto...
Con gran sobresalto, un mensajero del frente le arrancó del ahora dulce sueño de su ceremonia de condecoración en el que se entregaba a una cuchipanda de muslos y pechugas con multitud de ministros. El enlace con el Alto Estado Mayor se introdujo con timidez en el despacho tras golpear levemente con los nudillos en la puerta. Descubrió que acababa de despertar al mariscal Merde y se sintió azorado.
-No se preocupe, ¡pase, hombre, pase! -le ordenó, aún algo atolondrado por un despertar tan súbito. El emisario le acercó un correo con el parte de operaciones y el informe de una de las últimas refriegas contra los alemanes, aquella en la que Franz Marc entregó su vida y dejó huérfanos a sus Pequeños Caballos Azules. Después, el hombre le extendió el balance de bajas, que Merde apenas miró por encima, distraído en depositar su copa de Armagnac sobre la mesa cuando descubrió, alarmado, que con el despertar sobresaltado se le derramó un poco de licor en los pantalones.
Más atento al cerco de su mancha, como era natural, que a la marcha del cerco de Verdún y a la lista de muertos -intentaba limpiarse frotando la tela del pantalón con un pañuelo-, inquirió al enlace sobre quién iba a encargarse de escribir una carta a los familiares de los caídos. Asombrado, el soldado le manifestó un dubitativo:
-Yo creí que... que... que sería usted, señor -Merde apartó los ojos de la mancha, que se resistía a salir del tejido, y alzó la mirada con la que parecía querer fusilar al subordinado. De repente, prorrumpió en una gran carcajada y añadió:
-¿Pero cómo se le ocurre eso, hombre de Dios? ¡Me reclaman otras cosas más importantes, tengo supremas tareas de las que ocuparme, como organizar toda la defensa de Verdún!
El silencio flotó en el despacho, acompañado del tenue crepitar de la cálida y confortable chimenea, un chisporroteo acompasado con el arrullo cansino del lento caminar del reloj de cuerda del aparador.
-¡Que las escriba el párroco del regimiento! -resolvió el mariscal. Asustado, el enlace manifestó que ignoraba el paradero del pater. No, aún no le habían pegado un tiro, de eso estaba seguro, así que supuso que dormía la borrachera tirado en alguna esquina.
Ese era el problema, que a los curas castrenses les gustaba mucho el licor, pensó Merde, pero lejos de sentirse desagradado por esa reflexión ordenó que lo encontraran de inmediato y que le administraran una ducha de agua fría, un termo entero de café y, una vez despejado, que le obligaran a escribir las dichosas cartas, ¡si era necesario bajo la vigilancia de un par de soldados!
El enlace abandonó el despacho con ridícula marcialidad. Merde saboreó un nuevo trago de su Armagnac y descubrió que la breve pero intensa siesta le dejaba el rastro de una levísima cefalea. Pronto, se quedó otra vez traspuesto, arropado por su sillón de orejas, junto a la crepitante chimenea, acompañado del tictac del reloj y cómodamente sumido en sus sueños, donde gallináceas y ministros compartían escenario en los mismos instantes en que las tropas hundían sus botas en el barro de las trincheras, pasaban las noches a la intemperie, soportaban los chubascos y bebían del agua corrompida de los charcos.
Nada de eso podría ser comparable, nunca, a las traicioneras manchas de Armagnac que dejaban un cerco indeleble en los pantalones de gala de la Plana Mayor.
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