martes, 10 de enero de 2012

(Un nuevo) Insomnio


Dieron las 4 y 20: y sin dormir. Al principio estabas tranquilo, leíste un rato a Nick Hornby y su Alta fidelidad, bien, escuchaste un poco a Mozart, bien, te fuiste de la cama al salón, bien. En la penumbra, recostado en el sofá, veías los reflejos verdes del ruter en el techo, y el ambiente sereno, silencioso y calmado, era hasta agradable. El ruter… entonces recurriste al portátil, allí, sobre la mesita, pero quién te podría haber escrito un email a esas horas… nadie, evidentemente: y pensaste en la gente a la que quieres, todos, ellos, ahora, durmientes, plácidos durmientes. Cerraste de mala gana el portátil, te echaste para atrás en el sofá y, entonces, ocurrió:

Ahí estaba la madrugada, de nuevo, decantada en la copa de tu pecho como un vino añejo. Eres un catador de insomnios, un saboreador de noches en blanco, descubres matices y sabores en la vigilia: primero sueles encontrar, en el primer buche, temores, miedos y pánico. La madrugada es un vino amargo y fuerte, a veces frío y a veces caliente, que desazona el ánimo: los problemas se acrecentan, los retrogustos del brebaje al atravesar tu garganta y alcanzar tu corazón ya son como acíbar, todo rebulle en la cabeza y asfixia el pecho con una bota malaya.

No puede ser, te dices, mientras desde el salón escuchas, desgarrando las penumbras, el tic tac del nuevo reloj de la cocina. ¿Cómo es posible que unas manecillas, un miserable segundero y un estúpido minutero, puedan producir semejante estruendo? Es un reloj nuevo, pero estás tentado de arrojarlo por la ventana o destruirlo a martillazos. ¿Estúpido? ¿Has calificado de estúpido a un minutero? ¿Puede ser un minutero estúpido? Una vez hablaste de los estúpidos raíles de las vías de ferrocarril, condenados a viajar juntos decenas de miles de kilómetros sin llegar a juntarse uno con otro nunca: jamás, ni por un segundo. Eso sí que era estúpido, pero un minutero…

Tienes frío: te pones un viejo jersey confortable con el que te sientes tan cómodo y que es de los que tu madre insistiría hasta la exasperación para que los donaras a la parroquia. No puede ser: vuelves a decirte. Enciendes el ordenador, pones a los Ramones (eso de Sheena is a punk-rocker, sí, todo eso) (necesitas una descarga violenta que te devuelva a la vida) y empiezas a escribir: (Un nuevo) Insomnio. Te duele la cabeza levemente, algo así como al Príncipe de Salina en El Gatopardo, ese malestar detrás de los ojos que le cruje antes de morir de apoplejía… sí, es algo así, ahora.

Has trasegado el vino de la madrugada, el brebaje del insomnio, y has degustado todo su asco y su dolor, pero cuando en la ducha, o por el sumidero, toda la angustia se pierde, con ella el levísimo dolor de cabeza remite, y desnudo frente al espejo bailas The healing has begun de Van Morrison, a gritos haces los coros, entiendes, que en efecto, la curación ha llegado, la curación es tan posible, y que amnistiarás el nuevo reloj de cocina, a salvo de los martillazos, estimulado por el rico aroma del café, y que la nueva jornada despeja las brumas y el terror que el insomnio, que ese mal vino del insomnio, había vertido y esclerotizado en tus venas.

Pero eso sí: cuando vas en el bus, puedes determinar exactamente cuanta gente ha pasado, junto a ti, una noche de (un nuevo) insomnio y ya retorna el levísimo dolor de cabeza: un latido detrás de los ojos acaba de avisarte con su inoportuna punzada: a los insomnes se os reconoce a todos por llevar el peso de la mañana derramado sobre los hombros como una blanca y refulgente lápida de mármol con la que cargaréis toda la maldita jornada.

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