viernes, 13 de enero de 2012

El contador de cuerpos (parte 1 de 8)


De pequeño vivía junto a las vías del tren: atrapado por la densa, pesada y tétrica atmósfera del tranquilo apeadero situado en un pueblecito cercano a una capital de provincias. Me despertaba con el alba y permitía que penetrase en mi habitación todo el gélido aire impregnado del rocío matutino. Inmensos campos sin horizonte se desperdigaban, congelados, frente a mí. El tiempo parecía detenerse eternamente, pero tan sólo se trataba de una mera ilusión. En aquel maldito lugar jamás se paraba el reloj. Las cadencias -primero tristes, luego insoportables- del paso de los trenes junto a la casa marcaban el odioso transcurrir de las horas.

Curtí la niñez enganchado a sísmicas traviesas de madera y metal: pegado a las estúpidas vías del tren. Era camarada de los absurdos raíles de acero, unos obstinados listones empecinados en permanecer desgajados, empeñados en su discurrir paralelo, sin encontrarse, sin tocarse jamás. Durante un tiempo creí que las franjas de hierro tal vez se juntaran a la altura de Bilbao, o tal vez un poco más allá, cerca de Santander. No, no era así. Los raíles surcaban juntos los miles de kilómetros de trazado, uno al lado del otro, transcurrían cercanos por la geografía española, pero siempre caminaban separados hasta alcanzar el infinito del ancho de vía europeo a la altura de Hendaya. Condenadas sus estremecidas estructuras de metal plomizo, hierro desgastado por la inclemente caricia de los elementos, a no tocarse nunca.

De pequeño languidecía entre los duros inviernos y los calurosos veranos: entre cacareos y cantos del gallo, entre fincas y arados, entre tractores de cansino deambular y negro queroseno quemado, entre amaneceres y atardeceres melancólicos, sumido en un eterno ambiente de abulia. Un día, descubrí a un perro brutalmente seccionado sobre las vías del ferrocarril. Era la primera vez que veía algo así. Una terrible novedad que me rescató de la desgana pueblerina.

Para mi padre: el cadáver del animal arrollado por las ruedas del tren representaba toda una reflexión sobre la esencia de la vida y de la muerte. Tuve que acostumbrarme a desenlaces de este tipo y desde entonces comencé a ser consciente de que nuestras mascotas siempre terminaban destrozadas en ese lugar, enfrente del apeadero. De nada valían ya las mentiras de mi padre asegurándome que el gato se había marchado de casa por estar en celo. Un estúpido instinto protector le obligaba a ocultarme la cruda realidad: el metálico final de los animales con los que me encariñaba. A veces morían en el acto, pero en la mayoría de las ocasiones los bichos conseguían ganar la casa en un inútil esfuerzo, en una inútil demostración de la estéril y siempre estúpida lucha por la vida. Intentaban ponerse a salvo en el interior de su cesto, dentro de la casetucha, pero expiraban a causa de la hemorragia. Surtidores de sangre manaban de los miembros traumáticamente cercenados.

Ganar la caseta: curioso concepto, meta obsesiva de lo que para ellos consistía salvar la vida. Conseguir un refugio mientras se desangraban a chorros, presa de enormes dolores en las amputadas extremidades. A la mañana siguiente me entretenía siguiendo el rastro sangriento que serpenteaba en sentido inverso al de los sucesos. Arrancaba mis pesquisas desde la encharcada perrera, donde aún reposaba el ya plácido cadáver, para descubrir que el abstracto manchón del dolor siempre desembocaba en el mismo sitio: el reguero iba a morir justo enfrente del apeadero, lugar donde la noche anterior se inició la desgracia, al lado de un semáforo que cada tres minutos cambiaba al color rojo y cerca de una mugrienta señal que representaba una lánguida S pintada en negro. Un rápido vistazo me permitía encontrar las patas, la cola o los lacerados pedacitos del animal entre el rastrojo salvaje que crecía a la vereda de las vías. La brutal disección, la muerte y el espectáculo del sufrimiento, se hicieron hueco en mi existencia de una forma sorprendentemente habitual.

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