sábado, 14 de enero de 2012

El contador de cuerpos (parte 8 y última)


A las doce me bajaron el cadáver del hijo de puta aquel: del hombre al que arrojé a la vía y por el que me habían desenmascarado: en cualquier caso, un cerdo como otro cualquiera. Bueno, no, como otro cualquiera no. Este se adornaba, además, con el pecho-quilla de los que han sufrido la autopsia. El metro le arrancó los brazos y las piernas: puaf, puaf: me sentó tan mal verlo en ese estado que se me revolvió el desayuno en el estómago y vomité ampliamente sobre sus párpados zurcidos y deformados: chof, chof: el chorro a presión del agua penetró por su culo con más furia que nunca: un líquido oscuro rezumaba por su boca, por su nariz y por sus oídos. ¡Eres un cabrón, eres un cabrón!, no dejaba de repetir a gritos: tris, tras: con un bisturí: le abrí las tripas y amorosamente enrosqué sus deleznables intestinos al cuello: chac, chac: le arranqué los testículos y se los introduje en la boca. De esta guisa, lo deposité en el interior del túmulo: ja, ja: me regocijaba pensar en las caras que pondrían sus familiares al verlo por última vez. Al verlo de esa guisa: ja, ja. Tanto me reí que aún tuve fuerzas para ciscarme sobre él: puf, puf. No eres más que un maldito hijo de perra. Como yo, pero sin la menor gracia. ¡Capullo!: toc, toc: con una ostensible cojera abandoné, para siempre, las dependencias del hospital. Nunca más conversaría con los mudos dueños de los pechos-quilla, nunca más disfrutaría con los entretenidos lavados rectales. Ni muertos: ni sangre: ni vísceras: se acabó: todo se acabó: chof, chof: la mierda se escurría: chorreaba: por la cara grotesca y deformada del cadáver: para su desgracia: ese día yo me sentía ligero de vientre.

Frente al andén sonaba mi hora: ese traqueteo lejano: ese chirrido cercano. Ya no más cantos del gallo al amanecer: ni más mascotas destripadas. La luz amarilla que deslumbra: el pitido y el asalto de las vías. El frío viento congelado del apeadero del pueblo parecía azotar mi cara. Se trataba, esta vez, por vez primera en mi vida, del gélido aliento del miedo. Recordé las palabras de mi padre sobre el respeto al pavor, sobre cómo era necesario aprender a tener pánico. Bobadas. ¿Me sirvieron de algo aquellas peroratas? Ahora no iba a tener tanta suerte -¿aquella fue mala suerte?- como en la afortunada madrugada en que ejecuté a mi familia. No existía ninguna montonera de cuerpos tras la que parapetarme.

Al fondo del andén me pareció ver a una moderna Santa Águeda metropolitana que me ofrecía sus pechos cortados en una bandeja de plata. Se asemejaban a un par de bamboleantes e inestables flanes temblorosos, coronados por sendas cerezas, rojas y verdes guindas anegadas en dulce almíbar y flamígero licor: flanes exuberantes que flotan y resbalan sobre una base de natillas: decoradas con un chorrito de sirope de granadina y con unas gotitas de jarabe de menta. Me ofrenda sus pechos con una expresión de infinita lástima, de incombustible dolor, de azorado pánico.

Ahora comprendía el significado de aquella mugrienta y estúpida S que languidecía pintada en descolorido color negro a la salida de las vías: era la inicial de la palabra SENTENCIA: la primera letra de SER: o tal vez el inicio de SUICIDIO: no, no se trataba de nada de eso: no era más que la incompleta transcripción de la palabra SACRIFICIO.

Las ruedas como cuchillas: unos segundos: y: chof, chof: otro cerdo se encargaría de limpiarme el culo con el chorro del agua a presión.

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