sábado, 21 de enero de 2012

De gigantes o de hombres


El gigante Fillipot llora amargamente sobre un plato de sopa: la sopa se convertirá en un agüilla incolora y salada a causa de sus lágrimas que, poco a poco, caen sobre el recipiente y lo colman: lo anegan de tristeza: lo inundan de tristeza.

El gigante Fillipot permanece sentado sobre su silla construida con huesos y calaveras de niños pequeños: con tibias y fémures: con gritos de dolor y llantos: con suplicios y ruegos: con cuerpos despellejados y apaleados: con rescoldos de corazones quemados y restos de existencias torturadas. Erigida con el sentimiento de la dureza: con el corazón de piedra. Sí, el gigante Fillipot llora por tener un corazón de piedra -y descubrirlo ahora-.

El gigante Fillipot es el mayor gigante que existe. Se podría decir que es el rey de los Gigantes. Y el rey de los solitarios: de los tristes: de los descastados: de los desencantados: de los afligidos. El gigante Fillipot tiene, por tanto, más de dos millones de motivos por los que llorar: más de dos millones de cosas por las que gimotear. Pero sólo se lamenta (realmente) de una: de su soledad. Permanece solo a causa de sus crudos actos. Actos insensibles: crueles: insoportables... actos repudiables e incapaces de enamorar a una dama. Actos salvajes que lo han conducido a la situación actual: Fillipot, rey de Gigantes, no tiene a quien amar. Y tampoco tiene quién lo ame. Llora con magníficas lágrimas de gigante: con goterones dignos del rey de los Gigantes. Del rey de los solos: de los abandonados.

Fillipot, en un tiempo, fue el efímero ídolo de la juventud. Su mala vida y sus pésimas costumbres lo convirtieron en un ser admirado por otros adolescentes. Lo expulsaron del colegio, se escapó de casa, más tarde terminó encarcelado, y, finalmente, de tanta fama como cosechó, logró presentar un programa de televisión. Aprovechó para grabar un disco y alcanzó el estrellato del rock. Al poco tiempo, sus caprichosos fans lo repudiaron. Cayó en el descrédito y su programa perdió audiencia, su disco no vendió más copias y fracasó. Contemplado por la sociedad como un desecho y un perdedor, un derrotado y un vándalo, fue desterrado. Se recluyó en el Reino de los Gigantes, donde gracias a su brutalidad y a su salvajismo -siempre imperantes-, obtuvo la corona. Rechazó a sus padres (a los que desheredó y desterró) para aislarse definitivamente en el castillo de la Cota del Abandonado, donde han transcurrido los últimos catorce siglos de vida del gigante. Esta es la historia de Fillipot, ¿quieres que te la cuente otra vez?

Ahora llora. Ni con el suave olorcillo del segundo plato (relleno de niño con peras en almíbar) cesa su llanto. Nadie osa arrimarse a él ni a su gran castillo. Lo temen. Un ataque de ira, una borrachera, una palabra mal entendida, mal escuchada, podría dar con el presunto amigo en la olla o en el horno... o ser devorado crudo. Todos lo saben. Incluso Fillipot lo sabe. No, nadie llama a la puerta del castillo de la cota del Abandonado.

En su desesperación, Fillipot decidió sumergirse en la cocina, entre fogones y cuchillos carniceros -tan afines, estos, a su carácter-. La elaboración de deliciosos platillos de alta complicación culinaria era la única manera de abstraerse al duro paso del tiempo, tan estridente si transcurre en mitad de la soledad. Incluso llegó a pensar en publicar un libro con parte de sus mejores y más perfeccionadas recetas. El recuerdo de sus fracasos televisivos y discográficos alejó la idea de su descomunal cabeza. Una pena, pues creía dignas de ser conocidas por el público sus cocochas de neonato en salsa de pimienta, las deliciosas morcillas de sangre dulce y las no menos suculentas patatas ahumadas en guarnición de lenguas y dermis. Aunque la verdad, la palma de su cocina se la llevaban los jamoncitos de nonato al buen gigante, en cuyo demi glacé mezclaba criadillas y dientecillos de leche...

Llevaba Fillipot veintitrés años de lloros continuos y de incansable cocina como terapia nerviosa, cuando resonaron los picaportes de Palacio.

-¿Quién osa interrumpirme mientras lloro y cocino?

Rápidamente: se levantó: dispuesto a triturar al intruso que no respetaba su dolor: que irrumpía en su soledad: que demostraba no temer al gigante. Abrió los portones y su sorpresa fue mayúscula -como de otra manera no podría ser, tratándose de un gigante-. Allí, abajo, muy abajo, casi invisible, diminuto como una pulga, se encontraba su hermano Fillipou. Era el rey de los Enanos, chiquitísimo, microscópico. De un ágil brinco se subió a su pulgar y le dijo con una vocecilla chillona:

-¡Hola hermano Fillipot! Vengo para ayudarte a encontrar esposa y así mantener la estirpe.

La alegría de Fillipot fue enorme: por fin alguien se acercaba a él y se preocupaba por sus problemas: le demostraban, por una vez, afecto. Era su hermano: ¿quién sino podría comportarse así con él? Lloró de alegría: tanto: que casi se ahoga Fillipou entre los gotillones: fue sólo un susto provocado por el agradecimiento desproporcionado, tan peligroso y dañino como la más reconcomida ignorancia: tan doloroso y asfixiante como el más espinoso de los desprecios.

El plan de Fillipou consistía en organizar una grandiosa recepción para elegir así a las candidatas para la boda de ambos hermanos, ya que el enano también deseaba perpetuar la especie de los hombres microscópicos.

El castillo de la Cota del Abandonado se llenó de bellas mujeres, de risas, de alegría y cánticos, comida y adornos, todas estas eran expresiones nunca hasta la fecha conocidas por aquellos lares. Por una vez, Fillipot se sacrificó y no comió niños envueltos en coliflores para no espantar a tan altas damas. Fillipou también se sacrificó sin comer jilgueros, que tal era su costumbre.

Fillipot y Fillipou presidían un descomunal salón donde, tras la fiesta y el baile, se procedió a la elección de las novias. Poco a poco pasaron las candidatas en solemne desfile ante los ojos de los hermanos. Fillipou encontró, rápidamente, esposa. Era una princesa del Reino de lo Elíptico que lo encandiló con su mirada vaporosa y fatua. Fillipot, decepcionado, tras un siglo de examen de doncellas destinadas al tálamo real, abandonó. Su hermano, tan feliz, bebió y celebró su boda. Se emborrachó. Fillipot estaba muy furioso. Discutieron. Con el exceso de alcohol (el Diminuto se bebió una gotita de absenta en un dedal) llegó el exceso de las palabras. Fillipou dijo a su ingrato y envidioso hermano que siempre permanecería solo por ser terrible, grotesco y enorme... por devorar niños... por ser deforme, con granos en la cara y con los dientes podridos. Fillipou reconoció, entonces y en arrebato de microscópica crueldad, que acudió hasta allí para aprovecharse de que su hermano era el rey de los Gigantes y obtener así una esposa. Esto era demasiado duro de admitir para la decepcionada mole de carne de Fillipot.

Fillipot, en un ataque de ira, pisó y aplastó a su hermano y a la desposada. Bajo las suelas del gigante flotaron unas plumillas de jilguero como todo recuerdo del enano. Parece ser que, a escondidas, Fillipou transportaba en sus bolsillos un pajarillo que devoraba con deleite cuando nadie lo miraba. Eso indignó aún más a Fillipot, que se contuvo de engullir niños durante los siglos que duró la elección de las novias y en el transcurso de la boda del hermano. Se sacrificó por él, por su Fillipou, y así se lo pagó... con insultos y vejaciones. Incluso comiendo jilgueros a escondidas. Esta es la historia de la búsqueda de novia del gigante Fillipot… ¿quieres que te la cuente otra vez?

Fillipou fracasó en su intento de asegurar la especie de los Micro-Enanos. Él era el último ejemplar y falleció bajo las grasientas y húmedas suelas de Fillipot, que en su cólera, además, arrasó pueblos y valles. Este fue un tremendo ataque de ira: en consonancia con sus dimensiones mastodónticas: miles y miles de personas fallecieron: miles y miles de personas fueron enterradas en fosas comunes, para vergüenza de la historia. Lugares de tan increíble belleza, como el Coloso de Rodas, los jardines colgantes de Babilonia, el complejo de los mercados de Mileto, el zigurat de Babel, los palacios de Nabucodonosor, las murallas de Persépolis, las columnatas de Hércules, el templo de Atlas, la biblioteca de Alejandría, el portón de Ishtar y el palacio de Ratisbona, desaparecieron bajo la ira del gigante. Lugares demolidos para siempre. Las ruinas de una humanidad en crisis, en retroceso. El horror y el espanto se apoderaron de los hombres: por siglos y siglos.

Fillipot perfeccionó un nuevo plato que consistía en calcinar a los cadáveres en su propio ataúd donde deberían yacer, al menos, por espacio de un mes. El sabor de la madera mohosa se unía a la putrefacción, complementándose maravillosamente bien. Después, enterraba las cenizas en montones de arena. El gigante bautizó el plato como pequeñas fosas comunes de cadáveres quemados en su propio jugo. Excelente: exquisito: un clásico.

Ahora, mientras se hurga una caries pestilente con la tibia de un niño que acaba de devorar, Fillipot ya no llora. Asume, resignado, su soledad y su falta de amor: todo su horror. La ingente dimensión de su tragedia.

Esta es la historia del gigante Fillipot... ¿quieres que te la cuente otra vez? Aunque no quieras: siempre te la contaré otra vez.

No hay comentarios:

Publicar un comentario