Una mañana, la novela salió en defensa de la narratividad, y alzó la
voz, gritó hasta enronquecer, hasta desollarse la garganta, hasta
desgargantarse, pero nadie le hizo caso a ella, que luchaba contra el
adelgazamiento de la anécdota, que exigía una reinstauración de las tramas
jugosas y rezumantes de savia y resina, pegajosas en las manos del lector, y no
esas raspas de sardina sobre las que era imposible ensamblar una frase para
aclarar cuál era su argumento, inexistente, esos devaneos experimentales y
fragmentarios que habían tomado y copado los tiempos de solapas adulatorias y de montones-pila.
Nadie le hizo caso a la novela.
Y se extinguió la literatura, dando paso, con gran regocijo de algunos, a espantos disfrazados de obras maestras y a libros como muñequitos de ventrílocuo, de tripas vacías y que no articulaban más que la propia falsedad de sus autores con palabrillas grandilocuentes plasmadas en reflexiones de muchas páginas y tramas retorcidas, tan retorcidas como el intestino achorizado de un puerco. Achorizado, en efecto, a la espera de ser lavado de sus inmundicias: así que repleto de mierda, también.
Eso, de mierda, también
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