sábado, 7 de septiembre de 2013

En defensa de la narratividad



Una mañana, la novela salió en defensa de la narratividad, y alzó la voz, gritó hasta enronquecer, hasta desollarse la garganta, hasta desgargantarse, pero nadie le hizo caso a ella, que luchaba contra el adelgazamiento de la anécdota, que exigía una reinstauración de las tramas jugosas y rezumantes de savia y resina, pegajosas en las manos del lector, y no esas raspas de sardina sobre las que era imposible ensamblar una frase para aclarar cuál era su argumento, inexistente, esos devaneos experimentales y fragmentarios que habían tomado y copado los tiempos de solapas adulatorias y  de montones-pila.

Nadie le hizo caso a la novela.

Y se extinguió la literatura, dando paso, con gran regocijo de algunos, a espantos disfrazados de obras maestras y a libros como muñequitos de ventrílocuo, de tripas vacías y que no articulaban más que la propia falsedad de sus autores con palabrillas grandilocuentes plasmadas en reflexiones de muchas páginas y tramas retorcidas, tan retorcidas como el intestino achorizado de un puerco. Achorizado, en efecto, a la espera de ser lavado de sus inmundicias: así que repleto de mierda, también.

Eso, de mierda, también

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