Parece ser que una oleada de fiebre
adaptativa recorre la cartelera del teatro madrileño. En pocas semanas, he
podido asistir a una ópera –y ya se anunciaba otra con idénticos mimbres que
fue notablemente abucheada- y a una obra de teatro que, además de presentar
montajes que podría calificar de “osados”, muestran un auténtico afán por
“modernizar” la puesta en escena de las obras.
Parece lógico –y en ocasiones será hasta obligado– que se alteren,
cambien o supriman líneas de texto, párrafos o escenas, en beneficio de un
espectador quizás no tan ducho en el teatro clásico, porque le resulten
morosas, farragosas o porque, simplemente, sean prescindibles. Ésta práctica, vista
desde la buena intención como espectador, puede
tener cierto sentido cuando sea para ayudar o favorecer al espectáculo por
demasiado dificultoso. Ahora bien, el estupor aparece cuando se modernizan y
actualizan algunos aspectos, pero respetándose otros, o cuando se añaden
“solapas” o pastiches –recuerdo aquí el desgraciado cierre con villancico de la,
hasta el momento, una extraordinaria puesta en escena de Larga cena de navidad de Thornthon Wilder, o el desatino del Retablo de la avaricia, la lujuria y la
muerte con un Valle-Inclán a ratos motero de los Ángeles del Infierno y a
ratos sumido en el despiadado karaoke más casposo-.
Es el caso de la desconcertante escenografía del Cosí fan tutte, botellas de Jack Daniel´s incluídas, en el
arriesgado montaje del reputado Haneke, y de El lindo don Diego, funciones que cohabitaban en el escenario
madrileño hasta hace bien poco. En ambas, pero centrándonos en la obra de
Moreto, hay una clara voluntad de modernizar para aproximar el texto, o en
realidad de lo que se trata es de validar la historia al momento de hoy, al
público actual. La pregunta es si la obra necesita de esa maniobra. Esa voluntad
es caprichosa y, si bien acierta en algunos casos, con algunas brillantes
puestas en escena (como en el caso del juego de los espejos), ciertos elementos
no actualizados dejan una sensación como de desidia. Que unos personajes vistan
de traje y corbata con cierto corte de principios de siglo XX, y otros lleven
capa y espada, que unos aparezcan con calzas y jubón mientras otros se pasen la
representación embutidos en trajes de noche, aunado todo ello a la intención de
mantener largos pasajes del texto enmarañado (original y divertido, desde
luego), crean una sensación de anacronismo e insatisfacción en el espectador,
que asiste a una especie de ceremonia de la confusión, a pesar del buen hacer
de casi la totalidad de los actores.
Vestir de época a unos actores y a otros no, mantener ciertos
soliloquios junto a ciertas “morcillas” de actualidad en el diálogo, todo ello
escenificado a veces con demasiado gusto por los pasillos, las salidas y entradas
laterales y por un acusado espíritu vocinglero, son situaciones contradictorias
que no realzan los aspectos positivos de la obra, que son muchos, sino que los
sume, a todos, en una grisácea mediocridad.
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