Mémez
Verte: ese prócer de la patria, el fénix de ingenios, ese maestro de la
palabra, ese ES-CRI-TO-RA-ZO, tan ducho en tantas cosas, pero fundamentalmente
en el arte de escribir, en la militaria y en la marinería, decidió un buen día
utilizar uno de sus barcos de recreo (la bestselerizada vida del autor era
generosa en ingresos y caprichos) como biblioteca flotante.
Mémez
Verte proveyó a uno sus mejores buques con metros de estanterías corridas, con
archivos y con depósitos bibliográficos. En pocos meses, pero tras un trabajo
arduo y enciclopédico (tal y como solía construir sus novelas de época) poseía
la biblioteca flotante más grande del mundo, que bautizó como su ”biblioteca
atlántica”.
Durante
semanas, las contrataciones, búsqueda de bibliotecarios, afichadores, personal
en general para su proyecto, eran titulares de la prensa diaria. Ahora Mémez
Verte no era primera página por haber ganado o aceptado tal o cual premio
corrupto o sospechoso, o por enzarzarse en amoniacales disputas con su némesis
Sancho Dragonte, uno y otro utilizando los medios de sus respectivos grupos de
comunicación para escupirse fuego editorial, veneno literario y fango flemoso.
No, Mémez
Verte, ejemplo patrio, botó su biblioteca atlántica con orgullo y, aunque hubo
quien no faltó a su cita con la crítica y el insulto, todos terminaron por
rendirse ante la magnitud y bonhomía del asunto; Mémez Verte: preclaro ingenio.
Sin
embargo, algo nos sospechábamos, en particular en cuanto yo pude echar un
vistazo al catálogo: el barco estaba repleto de libros de autores (incluso
adquirió y agotó ediciones completas de algunos) a los que Mémez siempre
odiaba, y así lo hacía patente en sus columnitas hemotóxicas que publicaba en
la prensa, esos origami de odio e insultos. Y, en efecto, allá estaban: Galdós,
Lope y Calderón, el Gran Escritor Gay, el Gran Autor Supermacho, el de Gafitas
de Pasta e incluso el Vegetariano, y la Amanuense Tropical, y la Verbenera,
junto a las novelas del Archiliterato, los disparates del Escritor Posmoderno,
los tochos de Berto Sellers –escritor especialmente odiado por Mémez- y, como
no, la obra completa de Sancho Dragonte. Y Larvatus Prodeo... y un etcétera de
autores públicamente aborrecidos, reconocidos en el odio por Verte.
Todo se
concretó: una mañana, bien temprano, navegó hasta la fosa de las Marianas,
evacuó al personal del barco y allí mismo, se hundió con él. Fue el gran acto
final de odio de Mémez Verte. Ahogó las novelas de sus rivales.
Y sus
pulmones se llenaron de agua marina mientras sepultaba a kilómetros de
profundidad las novelas de sus odiados autores con la esperanza de que, así,
desaparecieran de la historia literaria aún a costa de su propia vida: consuelo
póstumo ante la fija y disparatada mirada enloquecida de algún calamar
elefancíaco o de pececillos de sonrisa rajada de joker con bombilla por
montera.
Ahora, una fundación y un prestigioso premio literario lloran el nombre
eterno de Mémez Verte. Vayan estas líneas en su memoria.
¡Donoso
Escrutinio!, dicen que fue su último grito, ¡me cago en él!
Mémez
Verte: ese prohombre de las letras universales. Se ahogó, sí, pero que a gusto
se quedó, le dicen en coplillas compuestas por las sabias y doctas manos de sus
colegas los académicos y los miembros de los ateneos, siempre exactos a la hora
de jugar con el lenguaje.
¿Larvatus Prodeo? Insignificante mosca apartada con la mano del lacayo de esos escritores.
ResponderEliminarAhogado en su odio. Me place y lo agradezco.
ResponderEliminar