domingo, 4 de febrero de 2018

Los libros como nuestra defensa ante las ofensas de la vida


*Esta columna se publicó en achtungmag:

http://www.achtungmag.com/los-libros-como-nuestra-defensa-ante-las-ofensas-de-la-vida/


Durante estos días, una persona que es muy querida para nosotros está pasando por unos momentos muy difíciles y dolorosos a causa de la pérdida de un familiar. En situaciones así hay pocas cosas que puedan decirse o hacer, salvo dejar pasar el tiempo para hacerse a la idea. Sin embargo, parece que esta persona ha encontrado en los libros, en sentirse rodeada y arropada por ellos, en sumergirse en la lectura, aunque sea brevemente, aunque abandone a las pocas páginas un volumen para ponerse con otro, un refugio a los malos momentos que la afligen. En este caso, con mayor razón que nunca, se cumple la máxima de Cesare Pavese de que “la literatura es una defensa contra las ofensas de la vida”.

Muchas personas han manifestado, en diferentes ocasiones, que la literatura, o los libros, o la lectura, no es que les ha cambiado la vida, sino que les ha salvado la vida. Esta afirmación, que puede parecer exagerada o frívola es, en muchos de los casos, una verdad incuestionable. En el caso de Pavese, a pesar de la convicción en su frase, esa defensa literaria al final terminó por quebrarse y se suicidó. Sin embargo, hay otros casos en donde la luz de los libros ha iluminado las tinieblas de las pulsiones de la muerte.

Daniel Pennacchioni era un pésimo estudiante. Y el problema se agudizaba con unos grandes problemas de aprendizaje, dificultad manifestada en la escuela y que lo convertía en una diana para sus compañeros. Estaba desesperado, y según avanzaba en los cursos, su sensación de rabia y de dolor lo estaban llevando hacia una idea: el suicido. Sin embargo, con 13 años, decidió empezar a leer a los clásicos, quizás espoleado por un profesor que le propuso cambiar el examen de matemáticas que tenía que hacer por la lectura de un libro, por ver si de aquello sacaba más provecho.

Y vaya que lo sacó: de la lectura de los cuentos de Andersen pasó a esos clásicos, y desde ellos, además, empezó a escribir. A menudo, manifiesta que la lectura, y después esa escritura, le salvaron la vida; que le impidió arrojarse por una ventana. Ese muchacho rescatado por la literatura es hoy el más que pujante escritor Daniel Pennac. Esta historia la he encontrado en una entrevista que la periodista Catalina Gómez le realizó para la revista digital Arcadia un 30 de junio de 2010.

Un muchacho tartamudo que no hablaba prácticamente con nadie, se encontraba solo y aislado en su desesperación. Para sostenerse en un mundo cruel, empezó a escribir de una forma vehemente, y a leer volúmenes que intercambiaba en un trapero por dos reales. Este niño se hizo un escritor de un éxito descomunal, especialmente entre los jóvenes. Es Jordi Serra i Fabra, y no tiene problemas en reconocer que leer, también a él, le salvo la vida. Este relato lo podemos encontrar en una entrevista realizada por Jordi Avellá para el periódico El Mundo, un 26 de marzo de 2015.

Los ejemplos son muchos entre los escritores: Simone de Beauvoir manifestó en muchas ocasiones que cuando era niña, y cuando era adolescente, los libros la salvaron de la desesperación. O Bukowski, que aseguraba que la escritura le salvaba de caer en la locura. Pero prefiero referirme a la lectura, no a la escritura, cuando digo que los libros han salvado de la oscuridad a muchas personas y que, en efecto, han sido esa defensa ante las ofensas de la vida. Porque la vida tiene muchas ofensas.
Incluso en los lugares más hostiles, en donde la muerte es cotidiana, aferrarse a la literatura puede ser el detalle que marque una diferencia entre vivir o ser aniquilado. Primo Levi, durante su cautiverio en el campo de Auschwitz recordaba la Odisea de Homero y pasajes de la Divina Comedia de Dante como una forma de mantenerse atado a su espíritu humano, al concepto de belleza, a la lucha por la vida…

De la misma forma, el escritor Varlam Shalámov en sus Relatos de Kolymá (Editorial Minúscula) recuerda que durante su condena en Siberia algunos afortunados, los intelectuales, los escritores, la gente que era como él, podían sobrevivir algo mejor si eran capaces de montar historias para los prisioneros con los que compartían barracón.


Durante las noches, un grupo de hombres reducidos a un escombro humano, que ansiaba relacionarse con esa parte anulada de su ser, la imaginación, consumían ávidos las historias que brotaban como un vino cálido de las bocas de esos narradores afortunados. Los jefes del barracón, los temibles capos, a menudo sanguinarios presos comunes —porque la mayoría de los prisioneros eran condenados políticos— apreciaban estas narraciones porque sosegaban su fiereza, y prometían que, a cambio de aquellas historias desgranadas sobre los espíritus helados y que se fundían en sus corazones como carbones al rojo, al siguiente dia la vida resultaría un poco más sencilla para tan valiosos relatadores. Y eso significaba que podrían seguir viviendo en un lugar donde lo habitual era continuar muriendo.

Allí adentro, en el barracón que se mantenía medio podrido en mitad del frío, se apiñaban esos hombres en derredor de un aedo, de un recitador que empezaba a derramar las virtudes curativas de sus historias, mientras afuera, la noche tremenda trataba de ocultar los lugares del crimen. Y lo que contaba no eran sino aquellas historias que había leído en los grandes clásicos de la literatura: las aventuras de Ulises, algo de Shakespeare… lo que fuera, traído a la memoria como salvación.

Pero al fin y al cabo, estas han sido, aunque reales, historias de personajes íntimamente relacionados con la literatura. Eso no quiere decir que sean menos ciertas, pero ahora voy a recordar algunos sucesos en donde los libros han servido de parapeto ante la desesperación y el impulso violento, en personas que salvaron sus vidas por la irrupción de los libros en su día a día.

Buceando en los archivos de la hemeroteca digital podemos encontrar algunos testimonios realmente impactantes. Tal es el caso de Mariano Cuesta, que el 27 de mayo de 2015 escribía en Eldiario.es su historia relacionada con una adolescencia compleja, agudizada por cierto retraso y problemas de aprendizaje y conducta. De nuevo, esos problemas magnificados en el colegio, como en el caso de Pennac, y de nuevo el descubrimiento de la lectura como salvación, en concreto El proceso de Kafka, perfecto para identificarse con un personaje en un mundo en el que no se comprende nada, y mucho menos el castigo y la crueldad sin motivo:

Me refugié en la lectura. Conocí a Kafka, Camus, Hesse, Stephen King… Una gran cantidad de autores en los que encontré refugio, algunos como Kafka me hacían comprender que no estaba solo en mi existencia incomprendida”.

Otro caso es el de José, que nos lo cuenta el escritor Fran Correa. José agradece a su bibliotecaria Yunia que le haya salvado la vida. El relato de este suceso, publicado en el medio Cubanet, es del 5 de febrero de 2015. José era un pintor de brocha gorda que tan solo tenía a su televisor para hacerle compañía después de las jornadas agotadoras. Eso y el ron con el que ahogaba su existencia. Pero un dia el televisor se averió, y entonces se desesperó. La soledad y el silencio de su cuarto a oscuras, y la imposibilidad económica y también comercial de encontrar piezas de repuesto (recordemos que nos encontramos en Cuba) lo llevó a la angustia.

Tenía una soga, pero no encontró en donde colgarse…, o tal vez no llegó a intentarlo con ahínco porque esa cuerda ataba un rimero de libros. Al ver esos libros, recordó que en la esquina de su casa vivía Yunia, una mujer que había sacrificado su habitación para convertirla en una biblioteca comunitaria:

Cuando estuve frente a los libros me sentí salvado. Comencé fuerte, por todo Vargas Llosa y después me leí En el camino, de Jack Kerouac y Ragtime, de Doctorow (…) Seguí con Tom Wolfe y Celestino antes del alba, de Reinaldo Arenas, que me hizo recordar mi niñez (…) y luego encontré lo mejor, las biografías de Aníbal, de Alejandro Magno, de Julio César, de Kennedy, de Martín Luther King… Ya no me hace falta el televisor, y todos gracias a la bibliotecaria Yunia, que vive al doblar de la esquina”.

Estas son sólo algunas de las historias que se pueden encontrar publicadas en la prensa. Hay muchas más, pero ahora quiero terminar con dos historias que conozco de primera mano. Una, me la conto su protagonista hace ya tiempo, quizás demasiado tiempo, y no quiero dejar de traerla aquí porque siempre se ha mantenido fresca en mi memoria.

Es la historia de una mujer maltratada por su marido. Es la historia terrible de una mujer sometida a tremendas vejaciones. Es la historia de una mujer que durante mucho tiempo vivió sometida como un perro, atada a una mesa, a los muebles, para que no pudiera salir de casa. No creo que jamás llegue a leer esto, si lo hace puede que se sienta molesta, no lo dudo, pero como mantengo su anonimato esta historia puede ser, lamentablemente, una de tantas de esas que aparecen en los telediarios cada día.

Prisionera en su propia casa, sin poder ir al baño ni lavarse, salvo cuando al hombre le venía en gana, encontró en aquella habitación en donde la recluían una forma de escapar. Un libro que, independientemente de mi opinión sobre su calidad literaria, algo que ahora no viene al caso, le sirvió de sujeción, fue una forma de aferrarse para poder salir de aquella tortura. El libro que leyó poco a poco, administrado como el contraveneno, la cura, el antídoto a toda esa violencia machista, era Como agua para chocolate de Laura Esquivel. Perderse en esa lectura hizo que se detuviera el tiempo, que pudiera escapar mentalmente de aquella situación.

Mucho tiempo después, cuando pudo liberarse, y el maltratador terminó en la cárcel, me contó esta historia. No puedo negar que le habían quedado multitud de marcas psicológicas, un fuerte desequilibrio, que trataba de controlar con un infinito amor por los libros. Años después, visto su deterioro —dejamos de hablarnos y he perdido todo contacto, me temo que para siempre—, he llegado a preguntar qué cantidad de verdad se albergaba en la historia…, si fue realmente así o era una forma de poder digerir lo terrible de la experiencia.

Prefiero darla por cierta, así resulta mucho más esperanzador y, aunque suene raro, incluso hermoso: el libro, el único libro de esa habitación de tortura, emergiendo como un salvavidas al que aferrarse.

La otra historia es la de un hombre de cuarenta años que una noche se despierta desesperado, enfermo de soledad y harto de angustias. Se levanta de la cama, y decidido sale de casa, descalzo, en calzoncillos, y sube a la azotea en obras de una parte del edificio en el que vive, en donde están realizando unas obras de reformas. Salta los plásticos anaranjados que prohíben el paso y, por la escombrera y los suelos de cemento, se aproxima hasta justo el borde de uno de los pisos abiertos a la noche. Son diez pisos. Y está seguro de que tiene que hacerlo.

Entonces, una certeza le asalta. Sabe que aún tiene muchos libros por leer, porque ama profundamente la literatura (esa que tanto le ha dado, pero que también tanto le ha quitado, después), y sobre todo: tiene muchas novelas pendientes por escribir. Y se da la vuelta. Ha comprendido en dónde se encuentra la salvación. Se vuelve a la cama y no le dice nada a nadie de aquello.

Años después, incluirá este suceso en un breve capitulillo de su novela Casillero del diablo (Xorki). Por supuesto, aquel aborto de suicida en calzoncillos era yo. No podía dejar abandonados a Kafka, a Bernhard, a Houellebecq, a Grass… Entonces, me decidí a estudiar Teoría de la literatura y literatura comparada, y hacerme Doctor en Estudios Literarios…, pero bueno, esa ya es otra historia.

Fue el fotógrafo húngaro André Kertész, hijo de librero, quién se dedicó a retratar en sus fotos a los lectores que sorprendía en cualquier lugar, ensimismados en sus libros. Blindados en sus libros. Parapetados tras los volúmenes. Entre 1915 y 1975, desde Budapest a París, y Nueva York, recogió instantáneas de personas defendiéndose de las afrentas de la vida con un libro. Esta fotos se pueden verse en el libro Leer (editado por     Periférica y Errata Naturae).

No puedo terminar esta columna sin recordar las palabras del escritor Willian Sommerset Maugham:

Adquirir el hábito de la lectura es construirse un refugio contra casi todas las miserias de la vida”.

Y sin recordar a Cervantes cuando nos avisa de que:

en algún lugar de un libro hay una frase esperándonos para darle un sentido a la existencia”.

Así es, y por eso, la persona a la que me refería al principio, ha elegido muy bien al refugiarse en los libros para superar un trance tan doloroso como la pérdida de un ser querido. Porque en esta vida somos superhéroes del sufrimiento y nos comportamos ante el daño que nos inflige la realidad batallando como Batman o Superman. Solo nos falta llevar puesta una capa. Y esa capa son, sin duda, nuestras lecturas favoritas, nuestros libros, aquellos que nos blindan y nos hacen más fuertes. Y nos permiten volar.

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