viernes, 23 de febrero de 2018

Cuarto y mitad de Dostoyevski


“Póngame cuarto y mitad de Dostoyevski”, pidió Mersault con su desidia habitual.

“¡Marchando!”, exclamó el carnicero Patrick Bateman, siempre solícito cuando se trataba de trinchar, cortar o despiezar. “¿Qué Dostoyevski quiere? El jugador nos está saliendo muy bueno, pero se nos acaba pronto… ¿Quizás lo prefiera de Memorias del subsuelo?, acabo de recibirlo hoy y está fresco-fresco”.

Mersault meneó la cabeza como si estuviera apesadumbrado, y señaló con un dedo huesudo que parecía una prolongación de la guadaña de la muerte: “Quiero de ese”, sentenció con dureza. “¡Uuuh!”, Bateman emitió un chillidito de satisfacción, “¡Crimen y castigo! ¡Sabia elección! ¡Marchando cuarto y mitad de Crimen y castigo! ¡Fíjese que veta tiene!”

Bateman siempre ponía nervioso a Mersault, con esa hiperactividad, con ese espíritu risueño, como si pudiera ocultar todo aquello que había hecho y de lo que no le gustaba nada hablar, por cierto.

Mersault miró su reloj. Odiaba venir al mercado con el portero de fútbol Bloch, no sabía ni por qué lo había acompañado hoy, pero es que desde que uno de esos comparatistas chiflados los juntó para un estudio, estaba condenado a compartir piso con él. Por las noches, Bloch se despertaba gritando. Siempre las mismas pesadillas, soñaba que iban a lanzarle un penalti, y eso era lo que más miedo podía darle. Llevaba días sin pegar ojo por culpa de ese tipo, estaba pensando seriamente en pegarle un tiro.

Apareció Bloch desde el fondo del mercado, sus ojeras parecían caminar un paso por delante, y bajo el brazo llevaba la compra que había realizado en el puesto de Alonso Quijano: cuarto y mitad de novela bizantina, cuarto y mitad de novelita pastoril y cuarto y mitad de novela de caballerías; así, sin denominación de origen, a granel. En eso, Bloch era tan rácano como Quijano, siempre amantes de lo más barato, de esos sucedáneos que enfermaban a Mersault.

Bateman acabó de cortar las lonchas de Crimen y castigo y se las tendió en un paquetito. Mersault y Bloch discutieron. Uno quería ir a la parafarmacia de Jean-Baptiste Grenouille porque buscaba una crema para realizarse un buen peeling —el sol de Argel siempre le dejaba el cutis muy estropeado—, mientras el portero necesitaba un rosario fosforescente para ahuyentar sus pesadillas, y esperaba encontrarlo en el puesto que La Regenta había montado con Fermín de Pas.

Ninguno quiso ceder. Así que, como vulgarmente se dice, al final no fue ni para ti ni para mí, y se acercaron a donde Tyler Durden despachaba productos para deportistas, eufemismo que ocultaba enormes botes de proteínas para culturistas y bebidas isotónicas milagrosas. Mersault estaba intentado perder algo de peso, y ya alcanzaba las 50 sentadillas del tirón, mientras Bloch confesó, un día, que pensaba ponerse hecho una mula. Así que le compraron varias cosas a Durden —como el potenciador muscular Gargantúa—, y le preguntaron qué tal le iba en el gimnasio. El muchacho alternaba el mercado con largas jornadas de entrenamiento al caer el día: quería ser boxeador. Todos sabían que, además, Tyler Durden no soportaba a Patrick Bateman; una vez se pelearon a mamporro limpio por una tontería y acabaron en la comisaría.

Mersault volvió a mirar el reloj y metió prisas a Bloch: “¡Venga, en una hora tengo que estar en la página 98, y llego tarde!”. En efecto, su lector de ese día pensaba retomar el libro en cuanto volviera de las clases en la Facultad.

“¿En la página de lo del árabe?”, le preguntó Bloch, que conocía muy bien la respuesta, pero así fastidiaba un poco a Mersault, algo que le encantaba. “Sí, en la página del árabe”, le contestó de mala gana. “Pues come algo antes, no te marches a pegar unos tiros sin nada en el estómago”, le recomendó el portero.

Mersault levantó las cejas indignado. ¡Ya estaba otra vez con lo del árabe! No pudo contenerse y le gritó: “¿Y tú no te marchas a estrangular a la taquillera? ¡Vas a llegar tarde!”. Pero Bloch sabía que su lector de ese día, hasta que no tomara el metro, no continuaría con la lectura. Se enzarzaron en una tanda de insultos: “¡Existencialista de playa!”, “¡Alienado de fotomatón!”. Indignados, cada uno salió por una puerta diferente del mercado.

“Aunque no lo parece, esos dos se quieren, ¡se lo digo yo!”, le advirtió Josef  K. a Werther, el joven dependiente de la droguería que le servía un bote de insecticida.

Junto al estante de los quesos que atendía Holden Caulfield —así ahorraba para poder acudir a la Universidad— la rata Firmin se llevaba, satisfecha, un enorme queso de bola.

Ya nadie se acercaba al colmado de Bartleby. La situación era insostenible y le amenazaba la quiebra. Tendría que verse obligado a cerrar pronto, de proseguir con esa actitud. Cada vez que un cliente le pedía algo, se limitaba a responderle: “Preferiría no hacerlo”, no atendía y perdía la vista en un indeterminado punto lejano; al final, dejaron de intentar comprarle.

Afuera, Oskar Matzerath buscaba ganarse unas monedas tocando el tamborcillo en una esquina, mientras empezaba a llover y se oscurecía el cielo de la ciudad. Bajo un puentecillo, Ignatius, presa de su voraz apetito, devoraba más perritos calientes de los que era capaz de vender en su puesto ambulante de salchichas sin esperanza.


Calle abajo venían, cogidos del brazo, Madame Bovary y el coronel Aureliano Buendía. El militar estaba enfadado. No quería que la mujer volviera a comprar ni una loncha más de Franzen. Le había resultado tan indigesto que ni con un bote entero de sales de frutas logró apaciguar su acidez. La mujer lo miró a los ojos. Ambos sabían que la culpa no era de Franzen; era correoso, en efecto, pero esas malas digestiones se debían, seguramente a cosas de la edad…

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