lunes, 19 de febrero de 2018

Contra una perspectiva prehistórica de la literatura y la lectura


*Esta columna apareció en achtungmag.com:

http://www.achtungmag.com/contra-una-perspectiva-prehistorica-de-la-literatura-y-la-lectura/

Cada vez me encuentro con más gente que lee. En Instagram, en ese Instagram literario del que tantas veces hablo, conformamos una legión numerosa de amantes de los libros, de tsundokianos, muchos de los cuales compartimos, además, las impresiones de nuestras lecturas. Es evidente que nadie tiene por qué conocer los resortes de las teorías literarias y de la narratología para dar sus opiniones sobre lo que acaba de leer, pero sin embargo, sí creo que se deberían desechar algunas prácticas que entorpecen la comunicación de esas opiniones e, incluso, crean cierta confusión a la hora de reseñar una obra. Por otra parte, encuentro todavía a muchos lectores anclados en ciertas costumbres periclitadas a la hora de llevar a cabo sus lecturas, unas ideas preconcebidas de la literatura que he denominado como “prehistóricas”.

Porque el lector habitual, ese compulsivo que encadena una obra con otra, es decir, el cierre de las tapas de un volumen con la apertura de las tapas de otro, apenas va más allá de mero hecho de la consumición de páginas y páginas de texto. He comprobado, demasiado a menudo, que para la gran mayoría de los lectores, el final de un libro significa la desaparición de todo un universo, como si la explosión de esa supernova literaria no dejara el menor rastro en su persona.
Estamos hablando de mundos, de constelaciones, de sistemas planetarios, de agujeros negros y de estrellas literarias. En efecto, un libro es todo eso, un sistema con leyes propias, que se rige por unos códigos determinados que ha concebido y puesto en pie con sus palabras el autor. Como tal debemos entenderlos.
Cerrar un libro dándolo por acabado y comenzar otro certifica su absoluta defunción. Convierte al texto, automáticamente, en un compartimento estanco que nada tiene que ver con las lecturas anteriores al mismo, ni con las que se realizarán después. Es algo completamente equivocado. En el juego cósmico de la escritura, y así viene a demostrarlo la literatura comparada, todos los libros dialogan entre sí, al igual que absolutamente la totalidad de los autores mantienen una charla, más que animada y enriquecedora, entre ellos.
La literatura se somete a las leyes del Universo. Un libro es un astro, con sus fuerzas de atracción, y también de repulsión, y nosotros como lectores ejercemos las veces de planetas. Si en el espacio interestelar se produce un cambio de órbita de un satélite, o sucede una explosión solar, la gravedad, el clima, o los pulsos electromagnéticos de otros planetas, incluida la Tierra, se ven alterados.
Por ello, nosotros, que somos nuestro pequeño planeta, nos vemos afectados con el fogonazo deslumbrante de una lectura que nos encandila, con el terremoto que provocan determinados párrafos, con las fuerzas telúricas que se desencadenan en nuestro interior al toparnos con una obra mayúscula que ni podemos ni queremos evitar. Ese cataclismo que provoca dentro de nosotros consigue que se abra un hueco en donde la memoria emocional de la lectura ya viaja, para siempre, acompañándonos.
Y como nos acompaña, nos influye sobre los siguientes libros que acometemos, porque proyecta su magnetismo sobre ellos, establece líneas de coincidencia y comparación, se suma a las visiones del nuevo texto, encajando como una pieza de precisión. Al cerrar el libro podemos pensar que hemos terminado con su lectura cuando, realmente, ese libro albergado en nosotros está empezando.
Son vasos comunicantes, recipientes conectados, puertas de viaje entre agujeros de gusano, conexiones de galaxias. Todos los libros se atraen y todos los autores se escuchan unos a otros, y esa circunstancia se suma a nuestras lecturas. Concebir el libro, la lectura de ese libro, como un acto aislado y no conectado, es una idea prehistórica de la literatura. Los libros se alimentan de libros. Los libros se albergan en nosotros. Los libros se proyectan sobre otros libros y nosotros los interrelacionamos. No se puede entender la lectura, ni la literatura de otra forma.
Solo de esta manera, se pueden comprender otras dos máximas que arruinan la concepción de la literatura: se puede hablar de un libro sin haberlo leído, porque en absoluto es necesario haberlo hecho, y los autores modernos y sus obras influyen directamente sobre autores y obras antiguas. Entender esto no debería ser muy difícil de conseguir, pero muchas veces me topo con una resistencia recalcitrante, generalmente producto de la irreflexión.
Al conversar todos los libros con todos, al alterar nuestro sistema interno después de una lectura, estamos cambiando la percepción y las conclusiones a las que hemos llegado de otras lecturas. De esta forma, podemos encontrarnos con un diálogo entre el soneto 126 de Lope de Vega y el poema del argentino Oliverio Girondo “Se miran, se presienten, se desean…”, o entre la novela picaresca del Estebanillo Gonzalez y Las aventuras del valeroso soldado Švejk, de Jaroslav Hasek. Son dos ejemplos de influencia “hacia adelante”, pero de igual manera la literatura está repleta de influencias “hacia atrás”, y de correlaciones recíprocas.
El escritor albanés Ismaíl Kadaré dialoga en su novela El accidente con un pasaje determinado del Quijote, la novelita insertada de El curioso impertinente, que nos obliga a leerla de otra manera. Igualmente. El Don Juan de Peter Handke transforma la visión que teníamos del Don Juan clásico. Son sólo dos ejemplos, pero la literatura está preñada de ellos. Foster Wallace dialoga con Cervantes,Houellebecq con Camus o Sebald con Handke. De forma recíproca, retroalimentándose en ambas direcciones, Günter Grass con el Lazarillo de TormesDante con Bret Eston EllisSaramago con Sabato o Salinger con Dickens.

La literatura produce extraños compañeros de cama, pero solo si entiende cada libro como parte de un inmenso muro que vamos construyendo en nuestro interior. Cada lectura es un ladrillo que colocamos en ese frontal, agrupado junto a otros de similares características, corrientes y tendencias estilísticas. Esto hace que no haber leído determinado volumen, por ejemplo el Ulises de Joyce, no nos impida emitir juicios y opiniones sobre él. Hemos leído otras obras del autor, y otras novelas de la misma época, con propuestas estéticas parecidas o, incluso, similares.
No necesitamos más que contemplar el brillo del agujero sin taponar que pertenece a Ulises, para percatarnos de todos las piezas de alrededor, y entender de inmediato las características del libro aún no leído. De esta forma, podemos hacernos una idea, intuir si nos gustará o no, e incluso determinar si nos merece la pena invertir nuestro tiempo en leerlo. Es un sistema que no suele fallar, aunque en literatura, más que en ningún otro campo de estudio, no existen las verdades absolutas. Eso conviene no olvidarlo.
Amigos reseñistas, debéis tener en cuenta lo anteriormente expuesto, si os da la real gana, por supuesto, y advertir un par de cosas más. Una buena reseña crítica es aquella que, generalmente, no habla del argumento del libro, o lo trata de forma tangencial porque eso resulta inevitable o necesario para alumbrar algún aspecto determinado. Millones de reseñas críticas están construidas con una doble articulación realmente odiosa: varios párrafos contando el argumento, y un cierre de “opinión personal”, meramente basado en la crítica impresionista. Esta es una forma caduca de afrontar la exégesis de un texto. Realmente no puede calificarse como exegesis, sino como chapuza.
Es posible, quizás, que hace años, pero muchos años, muchísimos, presentar un resumen de la obra fuera pertinente, porque no existían los recursos y accesos a la información inmediata de ahora. Sin contar con los paratextos editoriales (solapas, fajas, videobooks, etcétera…) cualquiera interesado en un libro puede encontrar en fracciones de segundo de que trata un libro que piensa leer. Por tanto, esos párrafos inacabables dedicados a glosar el argumento son completamente innecesarios, tan innecesarios como irritantes.
El otro aspecto es el de la llamada crítica impresionista, esa que se basa en el “me gusta/me disgusta”, sin aportar ni un solo argumento para sustentar esas opiniones. Por favor, basta ya de afirmaciones del estilo de que una novela no es del agrado de su crítico porque el personaje “le cae gordo”, o “antipático”. Necesitamos escarbar un poco, un poquito solo, y atender a la estructura, a la forma en que está escrita, a sus recursos… Escapemos de ese mundo maniqueo de lo bueno y lo malo en función de una percepción física de los personajes de la obra.
Si atendemos a esta crítica impresionista furiosa, La conjura de los necios con su repulsivo Ignatius, o El guardián entre el centeno con el insufrible Holden, serían obras clasificadas en el “no me gusta”. Por el contrario, personajes de acción, pero radicalmente planos, que se mueven en los Best sellers de ínfima calidad literaria, entrarían en la categoría de “me gusta”. Así, obras incómodas y exigentes con los lectores, como El corazón es un cazador solitario de Carson McCullers o Austerlitz de Sebald, o El pozo de Onetti, serían relegadas a las columnas de las malas obras. Desde el punto de vista impresionista, se reordenaría toda la literatura, de una forma realmente chusca.
Por último, también creo necesario detenerme, o que os detengáis o reflexionéis sobre dos aspectos más: es conveniente huir de la imbricación de la vida del autor enlazada a su obra, y de la idea de que una novela es su final. Me explicaré. Un texto literario debe sostenerse, no importando nada de lo que ocurra a su alrededor. El texto existe por sí solo, atendiendo a su construcción y a su estructura, a sus recursos y a la verdad literaria que alberga en su interior. Solo después de este análisis podemos mirar en la vida del autor que lo construyó, para terminar de comprender algún dato nebuloso, aunque esto ni siquiera debería ser necesario.
Un ejemplo de esta maldición del biografismo la podemos encontrar en la interpretación del poemario Ariel de Sylvia Plath, durante años leído como la influencia que sobre la autora tuvo la asistencia a la obra de La tempestad de Shakespeare que se celebró en su colegio. Al final, se descubrió que Ariel era el nombre de uno de los caballos que montaba, especialmente manso y afable. Válganos esto como advertencia. La biografía de un autor puede venir en nuestra ayuda de muchas formas al enfrentarnos a un texto, pero solo después de haberlo trabajado desde ese propio texto. No obremos al contrario porque entonces la vida, la personalidad del autor, actúa como interferencia.
En mi taller de lectura comparada pude escuchar el otro día, por parte de una alumna, las tan ansiadas palabras que forman parte de mi objetivo principal al impartirlo. Reconoció, al fin, que no deseaba terminar con la lectura de Austerlitz. No le importaba la forma en que acababa el libro porque había comprendido que lo realmente interesante era el camino, el viaje realizado por esa galaxia literaria, y todas las cosas deliciosas que salían a su paso y que iba incorporando en su interior. Es todo un cambio de perspectiva. Desde la idea de la novela como la búsqueda de un final, de un desenlace, por el mero hecho de poder acabar para empezar otra, derivó a la lectura como viaje, en donde el punto de destino es lo menos importante.
Por eso, nunca nadie puede destriparnos una novela contándonos el final. A nosotros, el final no nos importa, no nos parece interesante. Nosotros encontramos apasionantes las formas en las que el autor nos ha conducido a ese final, final que representa un principio, al cerrar y completar la obra con nuestra lectura, incorporarla a nuestra biblioteca interior, y sumarla a la nueva lectura que hagamos después.
Desde estas perspectivas, podemos abandonar concepciones anticuadas de la idea de la literatura y podremos realizar reseñas críticas útiles para los demás pero, especialmente, útiles para nosotros mismos. Porque la literatura, fundamentalmente, por encima de otros aspectos, sirve para un único fin: nuestro crecimiento personal. Todos esos libros están escritos para nosotros y por nuestra culpa. Son nuestros. Ni tan siquiera pertenecen ya a sus autores.
Entendedlo así.

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