domingo, 3 de diciembre de 2017

La hermandad literaria de la uva



*Esta columna fue publicada en achtungmag.com:

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La nómina de escritores que se han sumergido en un océano de color tinto es tan amplia como legendaria. La idea de Bukowski aporreando las teclas de su máquina de escribir mientras bebía vodka y componía poemas, o de Hemingway haciendo el memo en los San Fermines con un chato de vino y sin saber muy bien que ocurría a su lado, ya forma parte de la iconografía literaria.

Si tenemos que escribir sobre los grandes borrachines de las letras, una parada obligatoria debemos hacerla en Francis Scott Fitzgerald, tan capaz de crear hermosas historias como El gran Gatsby (Anagrama) o la incomparable Suave es la noche (Alfaguara), como de mantenerse durante días en el corazón de la melopea de ginebra, concretamente del Gin Rickey (ginebra, lima y soda).

Aunque las especulaciones sobre su muerte son muchas, desde que tenía tuberculosis hasta úlceras, un infarto acabó con su vida. No cabe duda, de que el proceso destructivo de la bebida fue minándolo hasta matarlo.


Bebedores legendarios son también William Faulkner —con lagunas temporales de las que no recordaba nada, la inconsciencia, o peleas monumentales gracias al Julepe de Menta, a base de Jack Daniel´s y menta—, Ian Fleming —una botella de ginebra al día—, John Steinbeck y el Jack Rose, a base de Applejack, granadina y zumo de limón, Truman Capote —un recordman de los Martinis que acabó falleciendo de cirrosis a los 59 años—, Malcolm Lowry —whisky, tequila y mezcal—, Joseph Roth —un gran amante de coñac—, Anne Sexton —Margaritas— y Baudelaire —absenta—.

Otros ilustres bebedores fueron William Burroughs, Marguerite Duras, Lawrence Durrell o Jack Kerouac.

Veamos una lista de los escritores que más bebían y sus tragos favoritos:

Oscar Wilde y la absenta. Hemingway y la absenta en cóctel con champán. Raymond Chandler y los Gimlets. Alan Poe y el coñac, solo o bien en ponche de huevo. Bukowski y el Vodka 7 (es decir, con Seven Up).

Sin duda es una lista contundente. Quiero detenerme un momento en dos escritores y bebedores muy peculiares, y el primero de ellos es John Fante.

John Fante no obtuvo un gran reconocimiento de su obra como novelista. De hecho, sólo después de su muerte se le empezó a considerar como el padre del Realismo Sucio, sobre todo cuando Charles Bukowski comenzó a reconocerlo como tal. El problema de Fante, tal y como explica su hijo en la extraordinaria biografía Fante. Un legado de escritura, alcohol y supervivencia (Sajalín), fue que renunció a ser escritor a cambio de la vida muelle repleta de campos de golf que le proporcionaban los guiones magníficamente remunerados que le demandaba la empresa cinematográfica de Hollywood, y eso terminó por amargarlo por completo. Bueno, eso y la diabetes, que lo dejó ciego e inválido.


Entonces, lo que de verdad nos importa de John Fante no son sus órganos macerados en alcohol sino la grandeza literaria de sus obras denostadas en su tiempo y admiradas actualmente. Es un escritor enorme, y es queda demostrado, por ejemplo, en la saga de uno de sus personajes más memorables, Arturo Bandini, compuesta por Espera a la primavera, Bandini, Pregúntale al polvo, Sueños de Bunker Hill y Camino de los Ángeles (todas ellas en Anagrama).


Son novelas algo gamberras, extraordinariamente divertidas, con un personaje disolvente como Arturo Bandini, que batalla para triunfar como escritor en el ambiente de Los Ángeles, en una especie de alter ego que muchas veces recuerda a ese Hank Chinaski que oculta a Bukowski.

Pero Fante no sólo iba a legarnos la saga de novelas de Bandini. Así mismo notables son Llenos de vida y La hermandad de la uva (ambas en Anagrama); en esta última los protagonistas son un grupito de bebedores, que terminan por resultar realmente carismáticos e, incluso, enternecedores. Hace unos pocos años, Anagrama publicó, en esa recuperación de la obra narrativa de Fante, un libro de relatos: El vino de la juventud.


De tal palo tal astilla, o de tal padre tal hijo. Es el caso de Dan Fante, el autor de la biografía a la que me refería anteriormente, y que experimentó un viaje de la mano del alcohol mucho más oscuro, tenebroso y demoledor que el de su padre.

Todas estas experiencias quedan reflejadas en las novelas Chump Change y Mooch —ambas en Sajalín—, narraciones excelentes, vibrantes, vertiginosas y, si alguna vez la literatura aspiró a la verdad, de lo más sincero y descarnado que he leído.


Dan Fante, como muy bien aprendió de sus mayores, también se crea un alter ego, esta vez el escritor Bruno Dante, consumido por el vino barato (llamado Perro Loco), y en permanente peregrinar por las reuniones de alcohólicos anónimos. A pesar de lo tremendo de las narraciones, en ellas aparece de forma muy brillante la esperanza al final de camino. En noviembre de 2015, Dan Fante falleció a los 71 años, víctima de cáncer.

Vamos a fijarnos en los bebedores patrios. A Lope de Vega parece que le gustaba el vino en demasía, y a Quevedo también. Francisco Umbral y Claudio Rodríguez también usaban los vapores etílicos a la hora de incentivar la inspiración.

Quiero terminar con la leyenda, porque realmente no hay nada comprobado con veracidad al respecto, de Dylan Thomas. Al parecer, un instante antes de fallecer, reconoció, no sin orgullo, que acaba de beber 18 whiskies seguidos. “Creo que es un récord”, sentenció antes de desplomarse y entregar su poesía a la posteridad.


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