viernes, 22 de diciembre de 2017

Algunos libros que son perfectos para leer en las vacaciones navideñas



*Esta columna se publicó en achtungmag.com:

http://www.achtungmag.com/libros-pendientes-perfectos-leer-las-vacaciones-navidenas/


Soy un friki, lo reconozco. Pero no un friki como esos que aparecen en la serie de televisión The Big Bang Theory, o bueno, tal vez un poco sí. También. Mi confesión como friki viene por algo sobre lo que ahora he vuelto, con motivo de las Navidades que se aproximan. Algunas personas aprovechan el tiempo libre, de las vacaciones, para detenerse en la lectura con mayor calma que el esfuerzo robado a esos renglones en el día a día, tal vez en el vagón de metro, arrebatados al agotamiento vespertino tras una pesada jornada laboral. Por ese motivo, por el carácter hogareño y familiar que siempre han tenido las Navidades, me parece que son especialmente indicadas para entregarse a algunas lecturas que exijan algo más de nosotros mismos. Y lo de que soy un friki, pues ahora lo aclararé.

Convengamos que las vacaciones navideñas invitan más al recogimiento, lo que, de inmediato, favorece la indigestión-constrictor de Nochebuena, el hartazgo de cuñadísimo y la agarrada paterno-filial. Para que todos esos trances sean más llevaderos, la lectura aparece como un pasatiempo muy indicado, en especial aquellas lecturas que, por el tiempo que demandan o la exigencia que prometen, necesitan de mayor concentración: las Navidades son las fechas ideales para ellas.

Ya sé que todavía no he aclarado el motivo de mi frikismo. Voy a ello. Como lectura idónea de unas Navidades, a los doce años, me embutí el monumental Libro de Alexandre (Castalia). No se trataba de una enorme biografía del cantante Alejandro Sanz, sino de un poema del siglo XIII que nos cuenta con profusión de cuaderna vía la vida y aconteceres de Alejandro Magno en más de diez mil versos de erudición y aventuras.

Debo admitir que me gusta la idea de que en una época se atribuyera este trabajo descomunal a Gonzalo de Berceo, pues conocida es mi pasión por el vate riojano, pero lo cierto es que no hay estudios ni pruebas concluyentes, y la paternidad de esta joya del mester de clerecía continúa sumida en el anonimato.

En otras fiestas, todavía anteriores a la que fue mi mayoría de edad —por lo menos la mayoría legal—, me acompañaron las Cantigas de Santa María (Cátedra) de Alfonso X el Sabio, junto a su libro de Las siete partidas (Castalia); más adelante, como lecturas genuinamente navideñas, recuerdo a La Regenta (Akal), en aquella edición de papel biblia que reproducía la mágica portada de la edición original —y disfruté de pasajes inolvidables como el de don Santos Barinaga en el lecho de la agonía pegando gritos y renegando de Dios, hasta tener que ser enterrado fuera del camposanto—, el Guzmán de Alfarache de Mateo Alemán (en dos volúmenes de Cátedra), El Quijote, pero el de Avellaneda, en una prieta y microscópica edición de Austral, y regresando de nuevo a Clarín, la opaca —por culpa del protagonismo de Anita Ozores—, Su único hijo (Cátedra), por momentos incluso mejor novela que La Regenta.


En eso consiste mi frikismo. En semejante listado de lecturas navideñas, todas ellas llevadas a cabo antes de cumplir los 18 años. Después, siguiendo aquella tradición, siempre he buscado sumergirme en libros especiales para negociar las fiestas: La montaña mágica de Thomas Mann —entonces no existía la formidable edición de Edhasa con traducción de Isabel García Adánez y dejé parte de mi vista y de mi paciencia en un volumen de Plaza & Janés— , Yo Claudio, y su segunda parte, Claudio el dios y su esposa Mesalina —ambas de Robert Graves y ambas en Alianza Editorial—, e incluso la fascinante primera parte de Caballo de Troya (Planeta) de J. J. Benítez…, además de El castillo de Kafka (Cátedra), o Las aventuras del valeroso soldado Schwejk de Jaroslav Hasek (en aquellos míticos volúmenes de Destinolibro con las ilustraciones de Josef Lada).

Así que, siguiendo esta tendencia, voy a recomendar en esta columna cuatro libros para sumergirse en ellos durante las Navidades. En primer lugar, El rojo y el negro (RBA), la obra maestra de Stendhal. ¿Cómo pudo escribir casi 700 páginas de pura diversión y entretenimiento, sustentadas en gran literatura? Sin olvidarnos de ese final…, un final tan gore, por calificarlo de alguna manera, como el colofón a las andanzas de Julien Sorel, desde sus modestos orígenes en un aserradero y hasta su auge y caída posterior, víctima de la vida parisina y de las grandes pasiones, circunstancias que en ningún caso estaban hechas para él.

El folletín, pero despojado de lo ofensivo del término, resulta apasionante y absorbente. El retrato de toda una época, la sociedad de 1830, la Francia de la Restauración borbónica, cierto anhelo de Napoleón, y un protagonista que en realidad  es un rebelde y un provocador que siempre va en contra del orden establecido, que colisiona contra él a pecho descubierto, que una y otra vez sale derrotado.
Después, Stendhal intentó repetir su obra maestra con La cartuja de Parma (Mondadori), pero las cosas no resultaron iguales, desde luego, dando lugar a una novela en exceso extensa y desvaída, aunque muchos críticos y estudiosos la consideran su mejor obra. En mi opinión, le falta la garra y la magia de su antecesora, aunque no puedo restarle evidentes méritos. Pero no cabe duda de que, si en algún momento de su vida como escritor Stendhal estuvo en estado de gracia, fue cuando redactó El rojo y el negro.

El segundo texto recomendado para estas fechas que se avecinan, es Bella del Señor (Anagrama) de Albert Cohen. Una novela que, particularmente, me cambió ciertas ideas estilísticas y me abrió todo un mundo de recursos formales a la hora de escribir. La historia es la tercera entrega de una tetralogía que se completa con Solal, Comeclavos y el último libro, Los esforzados (todas en Anagrama), pero en ningún caso es necesario haberse leído los libros anteriores.

En Bella del Señor, Albert Cohen da un recital de lo que significa narrar, contándonos la historia de amor entre Solal y Ariane, mediante trucos como grandes párrafos de monólogos interiores sin puntos ni comas, faltas de ortografía, modismos y enormes dosis de un humor sutil pero hiriente. Sexo, cortejo, filosofía, todo tiene cabida en esta obra, que deja para la posteridad momentos como la jornada laboral en la Sociedad de Naciones, que los funcionarios consagran a sacar punta a los lapiceros, entre otros quehaceres importantes.

En tercer lugar, y necesitamos olvidarnos del espanto de su adaptación cinematográfica para encontrar un libro magníficamente escrito y estructurado, La mandolina del capitán Corelli (Plaza & Janés) de Louis de Bernières. Yo tuve la inmensa suerte de leerlo nada más aparecer publicado. Tiempo después, tuve la desgracia de ver la película, que traté de olvidar de inmediato. Así que, si podemos sobreponernos a esa combinación letal compuesta por Nicholas Cage y Penélope Cruz, y retornamos al texto, disfrutaremos de un libro espléndido, sustentado en una estructura narrativa que entrecruza historia tras historia para convertirlo casi en una novela coral repleta de talento.

Y he dejado para el final el libro de libros, la gran asignatura pendiente de cualquier lector que se precie, el desafío, el Himalaya, el Annapurna de las novelas: La broma infinita (Debolsillo) de David Foster Wallace. Prometo dedicar mi próxima columna del viernes a este libro, a todo el mundo de seguidores y frikis (y estos sí que son frikis) que han desarrollado un universo relacionado con el libro: desde camisetas con guiños para entendidos, hasta la recreación de sus capítulos con figuritas de Lego.

Esta novela excede, incluso, el ámbito de esta columna, por ello necesito dedicarle unas páginas en exclusiva. La próxima semana prometo hacerlo porque, si tuviera que elegir un libro que llevara posponiendo vez tras vez para leerlo en Navidades, sin duda sería La broma infinita.

Yo, lo he leído ya, y os envidio a todos aquellos que lo tenéis pendiente. Si entre mis lectores se encuentra algún valiente que vaya a atreverse, puede embarcarse en la lectura compleja, incómoda y desesperante de Foster Wallace de una forma completamente virginal, o aguardar a que le comente unas claves a modo de guía que, tal vez, o tal vez no, puedan servirle.

En cualquier caso, la magnitud de la obra maestra es tal, que La broma infinita, una vez leída, ya jamás se deja de leer, incorporada a nosotros para siempre de esa forma en que solo un puñado de obras maestras de la literatura lo consiguen, cuando se nos quedan en el interior, se ganan un hueco, y nos hacen ver la vida, desde entonces, pasada por el tamiz de aquella lectura.


Se aproximan las Navidades. Mi deseo es que os resulten plenas, felices, provechosas, y que se culminen con alguna de las lecturas maestras pendientes que cada cual tiene marcada en rojo en su catálogo particular. 

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