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Hace
unos días pude ver la película La ciudad perdida de Z, basada en el
libro de David Grann (Debolsillo). Se trata de una historia
biográfica sobre el explorador británico Percy
Fawcett, obsesionado por encontrar una ciudad perdida en el Amazonas, siguiendo el rastro de la
leyenda de El Dorado y la ciudad de
oro. Mientras veía la película no podía dejar de acordarme de un libro bastante
parecido, al menos coincidente en los aspectos de la figura del explorador y
sus vicisitudes, El capitán Richard F. Burton, de Edward Rice (Siruela).
La
principal diferencia entre Fawcett y
Burton es que el primero nunca
regresó de su última expedición, extraviado junto a su hijo en algún lugar
recóndito del Amazonas. No se conoce
bien cuál fue la suerte que corrieron padre e hijo. Se barajó la posibilidad de
que hubieran muerto a manos de los indígenas, pero también se especuló que Percy Fawcett se quedase, extrañamente,
a vivir con los indios al estilo de un Kurtz
conradiano. Unos 100 hombres
partieron en expediciones de rescate, con el objeto de hallar restos o indicios
del explorador: ninguno de ellos regresó de un territorio extraordinariamente
hostil y peligroso.
Otra
de las diferencias, y muy notable, es que mientras Fawcett limitó sus andanzas al Amazonas, Richard F. Burton llevó sus expediciones mucho más allá. Es en este
sentido cuando el libro de Edward Rice
adquiere un relieve notable. El retrato que hace de Burton es soberbio, atento al detalle, pero sin desenfocar el
verdadero espíritu y personalidad del personaje biografiado: antropólogo,
militar, traductor de árabe y lenguas orientales, cartógrafo, poeta, lingüista,
botánico, geólogo, traductor de Las Mil y una Noches… y, obviamente,
explorador y descubridor.
Burton
atesora en su carrera algunos hitos legendarios. Fue uno de los pocos occidentales
en entrar en La Meca, con todo el
riesgo que aquello entrañaba en el año 1853.
A tal efecto, su obsesivo trabajo de estudio sobre las costumbres y
comportamientos de los árabes lo llevaron a mimetizarse de tal forma que pudo
pasar por uno de ellos —llegó, incluso, a circundarse—. De esta forma, siguió
las andanzas del boloñés Ludovico de
Varthema que, ya en 1503, lo
había conseguido. La editorial Akal
publicó en 2010 la primera traducción moderna de la edición latina que Arcangelo Madrigiani llevó a cabo sobre
el viaje del explorador italiano en 1511.
Después, fue el viajero portugués Pedro
da Covilha el siguiente europeo en entrar en la Kaaba.
Aunque
también fue el primer europeo que entró en la ciudad prohibida de Harar, en Somalia, realmente, por lo que Burton
debería pasar a la posteridad, es por su descubrimiento de las Fuentes del Nilo Blanco y el lago Tanganika,
hitos que su compañero, pero también rival John
H. Speke, se atribuyó, iniciando una larga y agria polémica.
Sospechosamente, el mismo dia de 1864
en el que la Asociación Británica Geográfica
de Bath había designado para resolver el conflicto, mediante un careo ente
ambos exploradores, Speke falleció en
un extraño accidente de caza en Somerset,
víctima de un disparo proveniente de su propio rifle.
Volviendo
al retrato que de Burton lleva a
cabo Edward Rice, cabe destacar que
las páginas de su biografía son unas páginas vibrantes y repletas de vida.
Contienen momentos memorables, y además sabe alimentar el misterio y el misticismo
del explorador.
Burton
admiraba al barcelonés Domingo Badía,
más conocido como Ali Bey, que en
cierto modo es el modelo que el británico imitó. Bey, también militar y experto arabista, viajó por tierras
musulmanas a petición de Manuel Godoy,
ministro de Carlos IV, compaginando
sus dotes de explorador con los de espía al servicio de la corona española. Bey fue el tercer occidental en acceder
a La Meca, pero el primero en
documentar el lugar con dibujos y planos.
Producto
de sus andanzas, aparecieron los libros con sus viajes en 1814. Existe una magnífica edición en tres tomos, editada por Almed
en 2012. Alí Bey fue envenenado
con una taza de café por los servicios secretos británicos en Damasco, mientras realizaba una misión
de espionaje para Francia.
Pero
no todo es brillante en la literatura de viajes o de grandes viajeros, y quiero
traer aquí un par de esos libros que me han decepcionado profundamente. Se
trata de Guia para viajeros inocentes (Ediciones del viento) de Mark
Twain, y La vuelta al mundo en 81 días, (Debolsillo) de Manu
Leguineche.
En
el primero, el norteamericano, por
otra parte un excelente narrador, alcanza límites insoportables con unas
humoradas que pretenden ser sutiles pinceladas de socarronería, y que terminan
por hartar; mientras, en el segundo, el reportero
español anda más atento a erigir un monumento a su ego descomunal, relatándonos las personas importantes que conoce y
lo importante que es él mismo, que a lo interesante del viaje. Al final, es el
mismo defecto el que frustra ambos libros: un ego descontrolado que antepone a los autores por encima de los
viajes.
Si
os interesa un análisis más en
profundidad del libro de Mark Twain,
podéis encontrarlo en este enlace; se trata de un estudio que realicé hace
tiempo:
Y
para el libro de Manu Leguineche,
igual:
No
quiero terminar sin volver al motor que ha movido esta columna, el excepcional
relato biográfico del capitán Burton
que lleva a cabo Edward Rice. Un
libro monumental que asegura fascinación desde el principio hasta el final, y
que viene a recordarnos que la biografía es un género que permite trabajos
realmente emocionantes para los lectores. Y además, fue una de las obras
favoritas de mi hermano, y para mí, con eso, ya está todo dicho.
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