*Esta columna se publicó en e sitio web Achtungmag.com:
Resulta casi
enternecedor ver la inocencia y candidez de los escritores primerizos cuando,
en estas fechas, llega la Feria del
Libro a Madrid. Anuncian en las
redes, una y otra vez, la caseta en donde van a firmar, repletos de ilusión y,
por qué no decirlo, de un pequeño ego que luego estallará en algunas fotos con
los amigos, más bien pocos, que hayan tenido el valor de acercarse por el recinto
del Parque del Retiro. Incluso un
poeta, los días anteriores a la Feria, clamaba en Facebook para que alguien le consiguiera un lugar en donde firmar…
Sin embargo, las tan ansiadas firmas reflejan una realidad bien diferente, más
bien triste y miserable.
Yo también
he tenido que sufrir, un par de años, la experiencia frustrante de acudir a una
caseta para firmar en la Feria del Libro.
Por supuesto, después de aquello me he negado a repetir, y no pienso volver salvo
circunstancias de causa mayor. La Feria
del Libro es el momento y el lugar en donde menos escritores se concentran,
paraíso para diletantes y aficionados, para perpetradores de best sellers, para famosillos y
fracasados y, sobre todo, para editores chamarileros que piensan en hacer su
agosto.
Siempre, con
la llegada de esta ignominiosa feria, aparece una pléyade de libros que se
publican para la ocasión. Nunca puede faltar el presentador de televisión que promociona su nueva novela. En primer
lugar, tengo muy serias dudas de que hayan sido capaces de juntar todas esas
letras ellos solos, pero, realmente, es una circunstancia que al lector de
cierto tipo de publicaciones le da igual. Entre famosos, tertulianos,
conductores de telediarios, opinadores
de profesión, actores, cocineros y músicos de rock, entre todos ellos,
están rebajando el mágico suceso de publicar un libro: lo degradan.
Y de esta
manera, consiguen que los autores que se dedican a la literatura terminen por hartarse,
por no tener ganas de escribir. Taponados por todas esas toneladas de papel,
resulta imposible que nuestros libros sean recibidos, mínimamente, por el
público. Los críticos del futuro deberán establecer qué nuevo género trabaja esta gente, porque en ningún caso se encuentran
al lado de nuestros textos, ni siquiera de la literatura. Están degenerando de
tal forma el acto de escribir un libro, emponzoñándolo de tal manera, que
muchos autores, entre los que me incluyo, empezamos a plantearnos, de verdad, dejarlo
y no volver a escribir una línea nunca jamás. Al fin y al cabo, nadie lo
sentiría. Escribir se ha convertido en una batalla que alcanza mucho más allá
de enfrentarse a un folio en blanco y convertirlo en una novela de cientos de
páginas. Empieza a ser agotador y, entre editores chorizos y pseudo autores de
lo que puedo denominar como literaTVra,
han conseguido vaciarlo de cualquier sentido. Y las fuerzas se agotan a golpe
de desesperanza y de chascos. Me da mucha pena.
Son tiempos
extraños estos que corren, en donde casi lo peor que le puede ocurrir a un
escritor es firmar en la Feria del Libro.
Vivimos una época en la que, si se quiere ser original, incluso elegante, uno
debe plantearse no volver a publicar jamás, porque en España la mitad de las personas han escrito —y publicado— un libro,
y la otra mitad lo están escribiendo. Realmente no veo a toda esa legión de
diletantes como una competencia, en absoluto, porque jugamos en ligas
diferentes. Durante una época pensé que nosotros, los autores que batallamos en
el barro literario, que nos enfangamos en la creación plagada de problemas y
adversidades, pertenecíamos a una división infame de la literatura de este
país, y que esos autores consagrados, que gozan del beneplácito de la fama y
manipulan sus nombres como una marca comercial de ropa, colonia o zapatos,
ocupaban una especie de Champions League
del libro. Estaba equivocado, y ahora me doy cuenta: los que realmente
militamos en la División de Oro de
la cultura somos nosotros, los embarrados, los timados, los apestados, los que
nos partimos el pecho a cara descubierta en el vano intento de defender
nuestros trabajos, y ellos, los manipuladores de la litera-hartura, integran una autentica División Basura.
Estamos, por
tanto, en juegos diferentes, pero eso no evita que ellos signifiquen un monumental atasco para nuestras
aspiraciones. Y eso es lo que agota, dado que disfrutan de un manojo de
oportunidades que a nosotros se nos niegan sistemáticamente. Y hablo,
exclusivamente, de oportunidades a la hora de publicar, no ya de vender, porque
un escritor lo que más desea es que puedan leerlo el mayor número de personas
posibles, circunstancia que sólo se logra publicando.
Así las
cosas, la visita a la Feria del Libro
puede resultar letal para un escritor. Es un recinto delirante en donde pueden
sucederse las escenas más descabelladas. Por ejemplo, autores que vocean sus
libros como chamarileros, instigados por los editores que ejercen de sargentos
de hierro en las casetas, hostigando al escritor para que avasalle a todo aquél
que se arrime. Porque parece que con haber escrito la novela no basta. También
hay que venderla… ¿Pero eso no es trabajo del editor? Pues parece que no. O, de
forma rocambolesca, uno consigue vender una decena de ejemplares y asiste a
cómo el editor, torticero y trabucaire,
se embolsa el dinerito en sus bolsillos. Ese puñado de euros irá, directamente,
a llenar el depósito de gasolina de su automóvil, a pagar alguna factura del
gas o de la luz o, en el peor de los casos, servirá para que se tome unas
gambas en el aperitivo. Después, cuando llegue la triste liquidación de
ejemplares a casa del autor, la editorial le asegurará que sólo ha vendido un
ejemplar, tal vez dos…escamoteada esa decena que el propio escritor vendió por
su propia mano en la caseta. ¿No es esto robar?
También está
el asunto de las colas de fanáticos
que se agolpan para conseguir el autógrafo
de los cocineros metidos a escritores, de los psicólogos, actores, dietistas,
presentadores, toreros, deportistas… mientras las casetas donde aguardan los
verdaderos autores aparecen tristes y devastadas. Luego, algunos de los
diletantes, orgullosos por denominarse escritores,
subirán fotografías a Facebook o a Instagram rodeados de palmeros y
conmilitones, celebrando lo gozoso de la literatura.
Parte de
esta realidad miserable de la literatura en España ha sido denunciada en algunos ensayos que han pasado sin
pena ni gloria. Quiero reivindicar, aquí, algunos de esos textos que aportan
una visión lúcida y realista de todos estos tejemanejes vergonzantes llevados a
cabo por esa nueva modalidad de
delincuentes que son algunos editores. Un escritor, que además es un
reputado crítico literario y profesor en diferentes Universidades de Europa, Germán Gullón, ha publicado un ensayo
tan primoroso como desalentador: Los mercaderes en el templo de la literatura
(editorial Caballo de Troya).
Otro texto crudo en su realismo y desesperante por su análisis es La
gran estafa, Alfaguara, Planeta y la novela basura (Vosa editorial), del crítico Manuel García Viñó.
Sólo nos
queda, ante un panorama tan desgraciado, volver a la literatura y encontrar
motivos de alegría en afirmaciones como la llevada a cabo por José María de Guelbenzu en un artículo
publicado, hace mucho tiempo ya, en El
País:
“El becerro de oro de
la popularidad ha llegado a confundirla con el éxito de tal modo que al
escritor la sociedad ya no le exige autoridad sino popularidad. Ser popular es
ser conocido por la mayor cantidad de gente posible, culta o inculta; tener
éxito, en cambio, es conseguir lo que uno se propone en la vida y esto, llevado
a la buena literatura, significa que es, sobre todo, cumplir con la ambición de
excelsitud que cada uno se ha propuesto o morir en el empeño,
independientemente del grado de reconocimiento que consiga: lo que en términos
de vida se llama cumplir una vocación”.
No desesperemos: los
que nos dedicamos a escribir, simplemente a eso, por encima de adversidades y delincuentes culturales, somos los
verdaderos escritores de éxito. Y
creo que no necesitamos ferias de
vanidades.
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