domingo, 18 de julio de 2010

Un Ejercicio


Subieron la colina de la mano, vislumbrando las torrecillas de la residencia donde ya habitaba su último verano.
-Te has dejado la luz de la biblioteca encendida- dijo ella soltándole la mano con desagrado.
"Siempre esa maldita biblioteca", pensó él, esa biblioteca que tanto se interponía entre ellos, esa biblioteca en donde ella calcinaba las horas en estudio, pergeñando sus abstrusas novelas, como si de una moderna Jane Austen se tratara. Y esa manía, siempre al salir de casa, tenía que ser él quién apagara todas las luces y ensombrecer las habitaciones y atrancar las puertas, porque a ella le angustiaba que, durante la ausencia, alguien pudiera entrar y apoderarse de sus libros, de sus novelas, de sus borradores, de la biblioteca.
Sin embargo, estaba convencido de que había apagado todas las luces... ese resplandor en la biblioteca no era una luz encendida...
Cuando iba a pronunciar una excusa para aplacar la ya conocida (conocida por desaforada) ira de la escritora, un estallido desventró la ventana de la biblioteca y, por ella, los tentáculos del fuego iluminaron las torrecillas de la residencia donde, ahora ya poseía él la certeza, boqueaba su último verano.
A su lado, ella, con el rostro tiznado del resplandor naranja, contemplaba como se consumían sus sueños, sus libros, su, hasta el momento, impostado amor.
-Ya no me cogerá la mano nunca más... -murmuró él.
Y la columnata negra, Bernini alimentado por frases y palabras en combustión, alcanzó los cielos, tocó los cielos, para desaparecer entre las nubes dejando el rastro de carbón del parpadeo de un tizón.

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