sábado, 24 de julio de 2010

Lloraba de los ojos (en San Mateo)


Cuando el Cid abandonó Castilla, camino del helado destierro, lloraba de los ojos. Cuando MacArthur perdió las Filipinas, henchido de impotencia, lloraba de los ojos. Cuando Napoleón capituló en Waterloo, el orgullo de rodillas en tierra, lloraba de los ojos.

Caminé como un autómata, bloqueada la capacidad de pensar, por la calle Hortaleza hasta abajo. Me detuve, como si me faltase la cuerda, con mis baterías agotadas, sin mirar atrás, frente a la calle San Mateo. Me fije detenidamente en la placa. “San Mateo”, me dije, “sí, San Mateo”, lo recordaré para siempre muy bien. Porque en San Mateo brotó mi tristeza, se atragantaron los pensamientos, se quebró la plétora del pecho y las oleadas desbordaron en gruesas lágrimas.

San Mateo sí, en San Mateo, en su esquina me apoyé y lloraba de los ojos, inconsolable, indefenso, como el Cid, porque “llorando de los ojos, con un dolor tan grande, así se separan como la uña de la carne”.

En San Mateo, lo recordaré bien. Si, allí fue. En San Mateo, nunca lo olvidaré.

Y por eso lo escribo ahora, he reunido un puñado de fuerzas, lo he rumiado como una bola amarga que me he tenido que tragar.

Ahora, que todavía no me fallan las lágrimas.

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