miércoles, 19 de febrero de 2014

La reserva literaria de Leopold Writing




Tratamos de preservar la literatura, me aseguró muy orgulloso Leopold Writing, emboscado tras aquellas gafas con narices y barbas que le daban un aspecto a lo profesor chiflado, de bromista ataviado con prótesis jocosas. Y con una mano me animaba a recorrer las instalaciones.

Mucho me habían hablado y mucho había escuchado yo de aquello que calificaban, quizás de una manera algo rimbombante, como “reserva literaria”, el último lugar donde podría sobrevivir la literatura ante la pujanza del mundo digital, de lo audiovisual, del ímpetu de nuestros tiempos modernos que eliminaban el soporte de la lectura, de la cultura, que aniquilaban los vehículos del saber de una forma medieval, arrollado todo lo no inmediato por la ducha cibernética y youtubesca.

¿De modo que es aquí, se trata de esto?, no pude evitar comentar sorprendido, cuando accedí al recinto de la “reserva”: ante mí, un pabellón techado por una cúpula opaca cuyos límites, es decir el cierre de sus paredes al extremo, era imposible atisbar. Perfectamente alineados, uno junto a otro, los cubículos que albergaban los “dioramas vivos”, por millones. Entre las filas, las hileras, las manzanas de los dioramas, los técnicos iban y venían con ajetreo, montando en sus patinetes eléctricos. Comprobaban que todo se desarrollase a la perfección, que las escenas de los libros se repitieran, una y otra vez, sin errores.

Leopold Writing me animó a contemplar las vitrinas desde cerca: miniaturas con detalles de realidad asombrosa que cobraban vida tras los cristalitos: aquí, la Regenta marchaba en procesión por las calles de Vetusta, y descalza, como transfigurada en una virgen por el dolor religioso; allá, Don Quijote caía derrotado en las playas de Barcelona con la flema del fracaso y la cordura pintada en la cara; delante, Pascual Duarte descerebraba un perrillo de un escopetazo con el gesto frío y el corazón espeso… En otro diorama, Oskarcito Matzerath confundía a la tropa de un desfile nazi con los redobles de su tamborcillo, repiqueteado con golpecillos sañudos y de pequeñitas manitas, o el artero Ulises lustraba con la sangre de los pretendientes la aurora de rosados dedos…

¿Pero… cómo… es… posible?, acerté a preguntar entre balbuceos de incredulidad. La respuesta era sencilla, me dijo con una sonrisa que desbrozaba las barbas de Leopold Writing, la clave de esos dioramas vivientes que preservarían las escenas literarias eternamente se encontraba en una máquina: la Rastra Proteica. Y me la mostró: por un extremo de una caja que se asemejaba a un buzón de correos, se introducía un ejemplar del libro. Acto seguido, la Rastra del interior rasgaba, desgajaba y reducía a pulpa el volumen, dejando escapar un humo blancuzco que inundaba la vitrina adyacente. Cuando el humo se disipaba, tomaba vida la escena del diorama.

Sin embargo, dos eran los problemas con los que semejante maravilla amargaba a los técnicos: la Rastra Proteica elegía las escenas de la novela, al parecer, sin criterio ni control alguno, y además el libro quedaba completamente destruido, lo que era un gran inconveniente en una época en donde estaban desapareciendo los textos. El proceso dejaba la gran paradoja: para preservar la literatura y plasmar una de sus inmortales escenas en un diorama milagroso era necesario desintegrar uno de los escasísimos y ya valiosos libros. Un departamento de investigadores seguía peinando el planeta a la búsqueda de librerías que conservaran volúmenes de clásicos, y que no fueran esas dependencias virtuales de e-books o dispensadores de gadgets literarios que florecían en los grandes almacenes y supermercados o junto a los andenes del metro. El best-seller de turno se podía añadir al carrito de la compra en un cartucho del tamaño de un usb, junto a los yogures desnatados o la lejía. Ante semejante crisis, se peinaban almacenes, tiendas, colecciones privadas, en busca de novelas que someter a la Rastra Proteica, antes de su completa desaparición.

A un lado de una sección de los maravillosos dioramas se encontraba una dependencia de seguridad. Cuando pregunté sobre ella, Leopold Writing se lo pensó un instante, con un gesto que torció su boca y su barba, pero se decidió a dejarme entrar. Al abrir la portezuela una fetidez insoportable me sacudió la cara. Son los libros fallidos, me explicó, la Rastra inunda con un humo negro y denso, pestilente, las vitrinas, pero no conseguimos nada más… El humo permanece estancado expandiendo este mal olor durante meses… Un olor que se nos agarra a la ropa, se nos pegotea a la garganta y nos destila desde las narices.

¿Qué libros eran aquellos que provocaban esa excrecencia turbia y densa? ¿Con qué tipos de narraciones la Rastra se había atascado, atragantado?  Leopold sonrió maliciosamente, para luego prorrumpir en algunas sinceras carcajadas a la vez que mencionaba algunos de los títulos y sus autores: Mémez Verte, Sanchís Dragonte, Saray Auriga, Mudaina Grandeza, Daniel Marrón y su exitosa El cartapacio de Boticelli… todo un compendio de famas fugaces, egos indigestos, tramas insinceras y personalidades repulsivas; todo un puñado de premios traicioneros, loas falsarias, mercadeos editoriales y mentiras literarias.

Cuando me despedía, cometí el error. El gran error que echó a perder la “reserva literaria” y aniquiló para siempre a millones de dioramas vivos que reproducían a Dickens, a Kafka, a Proust, a Tolstoi, que daban vida a Gregorio Samsa despertando convertido en insecto, tras aquél sueño agitado, y a Josef K. degollado en el descampado con la última visión en su retina de la silueta de un vecino de un edificio cercano; a la Maga y a Holden Caulfield, a Sancho Panza y a Lanzarote del Lago… Pedí una prueba, un intento, el que sometieran a un ejemplar de mi única novelita, que me había auto editado hacía ya como unos diez años, al implacable juicio de la Rastra, mientras ya la estaba sacando de mi maletín…

Como mucho, aseguró Leopold Writing, llenaremos de humo negro otra vitrina, eso en el peor de los casos, y me guiñó un ojo, con la seguridad de que mi calidad literaria alumbraría un diorama vívido y podría maravillarme con la visión de mis personajes en miniatura evolucionando detrás de los cristalitos. Ya me imaginaba representada la escena principal del libro, cuando el protagonista desenmascara a un criminal de guerra que se hace pasar por el patrón de un barco de recreo en las playas de Venezuela…

Haga usted los honores, me ordenó con tono apacible y seguro Leopold Writing, y dejé que un volumen de Damero de Satanás, que así se titulaba mi novelita, se deslizara buzón abajo, ansioso por presenciar una fumata negra de pestilencia persistente y nublar así para siempre mis aspiraciones literarias, o una blanca nube de talento que al disiparse dotaría de vida a mi obra, de la vida que todo autor ansía alentar en sus novelas.

Todo ocurrió muy deprisa, no pudimos reaccionar: la Rastra empezó a emitir unos ruidos extraños y aterradores, unos crujidos estremecedores, y una humareda asfixiante; entre la bruma, llorando por los gases, pudimos ganar las salidas de emergencia, no sin antes contemplar como los personajes de mi novelita, los positivos y los negativos, es decir los buenos y los malos, codo con codo el criminal de guerra, el protagonista, la chica, la femme fatal, el secundario chocarrero y el que moría a poco de aparecer en la narración, el que hacía de escritorucho y el que hacía de periodistilla, la vidente y la poeta suicida, todos ellos, juntos y a una, devastaron a golpes, patadas, puñadas y mordiscos las vitrinas, las urnas, los dioramas.

No entiendo cómo pueden comportarse de una forma tan violenta… grité junto a Leopold Writing, mientras corríamos en nuestra huida… Será cosa de que estos personajes tuvieron una infancia atormentada o tal vez un padre autoritario que ha generado esas acciones violentas, traté de justificarme. Leopold se detuvo y me agarró por las solapas, acercó su rostro y sus barbas hasta casi rozarme la piel con ellas y me gritó: ¡Imbécil, esos personajes son de ficción, no han tenido ni padres ni madre ni psicología, sólo han vivido los minutos que han pasado enlatados en la cabeza de su autor, en la cabeza de usted! ¡De donde ni debieron salir jamás! ¡Diletante!

Esos, mis personajes sin pasado ni bagaje freudiano, las obras maestras y barrocas de mi diletancia literaria, incendiaron la nave: un brutal estallido suspendió en la atmósfera los pedazos del recinto de la “reserva literaría” que, durante meses, estuvo goteando su lluvia ácida y corrosiva sobre la arquitectura de la ciudad y, unas veces un pedacito del brazo de Lázaro de Tormes, un piececito de Tristana, las manos de Werther o ciertas vísceras de Madame Bovary, caían sobre los parabrisas de los coches, los campos de fútbol o las mesitas de los cafés, con evidente fastidio de los conciudadanos que, con un gesto de asco, los apartaban de un manotazo, para siempre, de sus vidas.

Y luego, se limpiaban las salpicaduras, metódicamente, de la grasilla que se había abrazado a los cristalitos de sus gafas y pedían otro latte macchiato, un vermut Yzaguirre o una ración de pajaritos fritos.

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