domingo, 3 de junio de 2012

Rodríguez Fresón, frutero y estudioso de la metaliteratura en las frutas






-Dedicado a Thomas y su futuro TFM, aunque ignoro si llegará a leer este relatillo alguna vez en su vida...-
 
Rodríguez Fresón era dueño de una frutería, y entre kilo y kilo de cerezas, dos aguacates maduros y unas mandarinas, todo ello envuelto en papel de estraza, reflexionaba sobre los mensajes literarios que se encontraban ocultos en sus frutas, adormecidos en el género.


Así, las cerezas, además de recordarle a Chéjov y Miró, eran como los relatos de Aldecoa, dulces y sabrosos, pero de un final con escasa carne y un hueso duro en el centro que, de mordisquearlo, podía producir dolor de muelas, un dolor taladrado hasta las sienes.

Luego, estaban los plátanos, esos plátanos largos y amarillos, curvados, los plátanos sádicos, millerianios y hasta bataillescos. Y eran como los relatos de Borges, envueltos en una cáscara dura, que es necesaria e inútil y que, una vez pelada, dejaba una carne de texturas grumosas que debía ser masticada con trabajo para que no terminara empachando. Y aún así, a veces se indigestaba. Como el propio plátano, con esos retrogustos a Borges, repletos, colgados de la boca de la garganta.

Y, al fin, la sandía: esa bomba de pepitas, roja y de cubierta estriada como las ásperas aberraciones de Paul Auster, punteadas de esas semillas de presunta genialidad que, en la boca del lector, terminaban escupidas como basura. Y tras el atracón, como ocurría con la sandía, la escritura de Auster era todo líquido, un agua que se debía orinar urgentemente.

Tanto estudió, Rodríguez Fresón, la literatura en las frutas que hasta publico un opúsculo: formas de brevas, lo llamó, en donde ponía por escrito sus teorías. Ante el escaso éxito de su tratado terminó leyendo, después de comer, en las chirimoyas y en los lichis, y comiéndose, antes de leer y a modo de postre, los indigestos tomos de las obras de Goytisolo o Marías y, un día, fue encontrado con el vientre abultado y desplomado junto a la mesa de la cocina: en ella, a medio devorar, un libro de Cormac McCarthy, que había colapsado su aparato digestivo.

Dicen que aún aguantó un rato vivo en la ambulancia, esa que en ningún caso llegó al hospital a tiempo, y que Fresón pidió para leer un pomelo, pues decía gustar de lecturas amargas y cítricas como las de Bernhard…

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