domingo, 12 de febrero de 2012

Un enfermo de Pasewalk


En el atascado frente de trincheras de Ypres, en Bélgica, las nubes de gas mostaza eran de tal densidad que no le permitían ver nada al soldado de enlace Adolf Hitler, que no cejaba en su empeño de transportar ordenes y claves entre el Alto Mando y el frente avanzado, entre el frente avanzado y la retaguardia... Órdenes destinadas a desencadenar operaciones que deberían de alcanzar un punto determinado del mapa, órdenes para tomar una zona, órdenes para emplazar en un nuevo lugar un nido de ametralladoras estratégico; órdenes, siempre órdenes.

El soldado mensajero Hitler las transportaba, eficiente, de un lugar a otro, en bicicleta, a pie, corriendo e, incluso, en más de una ocasión, arrastrándose por el fango, serpenteando en el lodo.

Al regreso de la entrega de uno de estos mensajes Hitler retomó su posición en el interior de una de las trincheras del regimiento List. Sintió hambre, abrió una de las latas de comida preparada del ejército y con un gran cucharón que apenas sí penetraba por la embocadura del recipiente empezó a comer con ansia. Masticaba con la boca desmesuradamente abierta, junto a otros tres soldados que dormitaban, relajados, sobre el talud de la trinchera, ganándole un inesperado provecho a la inquietante pausa del combate.

En efecto, era uno de esos extraños momentos de relativa paz y el mensajero Adolf, repleto, emitió un brutal eructo de satisfacción al termino de su comida. El silencio se apoderó del instante y una voz en el interior de su cabeza le dijo:

¡Levántate y márchate de aquí, abandona la trinchera!

Al principio, no le prestó mayor importancia, pero transcurrido un rato, la vocecilla insistió en su aviso. Hitler, asustado, miró hacia a ambos lados y contempló a sus compañeros que reposaban exhaustos y confiados. La voz repitió la advertencia y, entonces, decidió obedecerla: se levantó y abandonó la zanja. Cuando se parapetaba en otro lugar, el silbido de un mortero rasgó el aire; el impacto, justo en el centro del sitio que ocupaba antes, aniquiló a sus tres camaradas.

Esa fue la primera vez en que el futuro Führer escuchó esa vocecita interior providencial, tal y como él mismo la calificaría desde entonces. No cabía duda, pudo oírla con claridad en el interior de su cabeza, la obedeció y salvó la vida por ello. Acató la orden ante lo insistente de la advertencia, de manera automática, como si se tratase de la mismísima ordenanza militar dictada por un superior. Ante la vocecita no cabía la posibilidad de rechistar.

En ese instante, al abandonar la trinchera, se inició la relación entre Hitler y la voz interior que tan a menudo le hablaría. Desde entonces, siempre iba a saber cómo actuar al escucharla; la consideraba una inspiración divina, la Voz de la Providencia, tal ves lo que una vez leyó en algún lado: ese aliento pitagórico de Dios. Esa voz acababa de salvarle la vida en la guerra y se juró que, junto a ella, conduciría al pueblo alemán hasta la victoria. Esa voz era una demostración de la predestinación del caudillo, de su relación verdadera con la Providencia.

Y esto era algo indudable para él.

Más adelante, en pleno auge del Tercer Reich, Hitler achacaría a la voz el mérito de salir indemne de varios atentados, porque demostró una anticipación a los sucesos más propia de un demonio que de un ser humano. Sí, era la voz, que le avisaba del peligro como aquella vez, en las trincheras... Sin embargo, un tiempo después, lo que la voz no le advirtió, o tal vez no quiso hacerlo para, así, alejar a Hitler definitivamente de los peligros del frente, fue de la amenaza que representaba una densa nube de cloro gaseoso lanzada desde las posiciones británicas. Los alemanes contestaron con un contraataque de gas mostaza sobre las posiciones francesas que, producto del caprichoso viento, se les volvió en contra, quedando atrapados entre dos humaredas tóxicas.

El molesto e irritante humo golpeó en la cara del recién ascendido a cabo Adolf Hitler. Primero sintió un súbito escozor para, después, apoderarse de él la ceguera. Presa de los nervios desatados ante el pánico que le causaba la certeza de quedarse ciego, con la cara despellejada que le ardía, comenzó a proferir aullidos de pavor y a corretear, sin sentido ni dirección, de un lugar a otro del frente. Se caía a menudo por entre las trincheras, se enfangaba, provocaba el caos y la confusión entre los soldados, aunque también desataba la carcajada en unos pocos, que se reían y se burlaban de verlo así, con tan infinita torpeza. Tropiezo tras tropiezo, rodaba por los taludes embarrados, como un tonto.

Al final se dieron cuenta de que no era presa de un ataque de histeria provocado por el miedo al combate y que, de verdad, el cabo Hitler se encontraba cegado. Como se arriesgaba a que un tommy inglés le pegase un tiro, que con tanto ir y venir era un blanco perfecto en mitad del revuelo, unos sanitarios se lo llevaron cogido de ambos brazos. Allí se despedía Adolf Hitler del frente de la Gran Guerra. La próxima vez que Alemania, su Alemania, entrase en una contienda, sería él quien dirigiría a mariscales y lugartenientes, no como sucedió hasta entonces, que ese atajo de inútiles lo mandaron a él, un mísero cabo.

Pero eso ya sería otra historia: una historia que se empezó a rumiar en el sanatorio pomerano de Pasewalk, cercano a la localidad de Stettin.

Pomerania, noviembre de 1918:

El enfermo de Pasewalk llevaba internado casi un mes. El enfermo de Pasewalk hacía relativamente poco que se levantaba y comenzaba a dar algunos tranquilos paseos por los jardines del hospital. Se recostaba sobre las paredes de los pasillos para reposar su agotado cuerpo y comenzaba a ver algo más que la borrosa nube aguada que, desde la lesión, aparecía ante sus irritados ojos. Porque cuando los médicos le quitaron las vendas creyó desesperarse: tras varios días en la más absoluta de las oscuridades, días en los que soportó la administración de las pomadas oftálmicas para aliviar la quemazón de los párpados, sólo lograba atisbar delante de él una masa informe, decolorada, borrosa y caldosa, indefinible. El facultativo le recomendó paciencia y tranquilidad, que poco a poco recuperaría la vista. Era una suerte, no perdería visión y, además, para cuando viera por completo, la guerra estaría terminada, definitivamente perdida para Alemania, con lo que no se vería en la obligación de reincorporarse a filas. Las noticias que llegaban del frente eran preocupantes. Informaban de deserciones en masa, de batallones enteros pasados a las filas enemigas, de soldados que tiraban sus fusiles al suelo y salían despavoridos, de masacres, de divisiones aniquiladas por completo, de errores en el Alto Mando Estratégico, de una absoluta pérdida de la moral de combate, del extravío de la fe en la victoria.

¿Suerte? ¿Eso era tener suerte? ¡Él no era ningún cobarde! Deseaba recuperarse lo antes posible para volver a incorporarse a su regimiento List, para regresar al frente a batallar y a entregar, si eso era necesario y por el bien de la victoria, su vida por Alemania. No, él no era ningún cobarde, desde luego, de esos que buscan herirse por cualquier medio, autolesionarse, o que se fingen enfermos, empeñados en denodados esfuerzos por contraer alguna enfermedad contagiosa o infecciosa que los libre de acudir a las trincheras.

Escuchó multitud de historias diferentes al respecto. Un recluta de Praga se inyectó petróleo en las rodillas y en los tobillos para simular reuma edematoso, un soldado austriaco se dejó atropellar por un carromato en las calles de Viena para así quebrarse un miembro, unos amigos de Budapest se bañaron durante varios días de copiosas nevadas en el Danubio y pescaron unas tremendas pulmonías... Incluso, ya en el mismo frente, muchos se disparaban adrede, se clavaban astillas, púas y alambres.

Los desdichados que, ingeniosamente según ellos, se disparaban, bien pronto era descubiertos... Los restos de pólvora alrededor de la herida –en el pie o en una pierna- delataban a los médicos la existencia de una detonación a quemarropa imposible de ser efectuada por el enemigo atrincherado en lontananza. Se los condenaba a muerte y, en el caso de que tuvieran que amputar la zona afectada, aguardaban a que el paciente se hubiera recuperado por completo para ejecutarlo. Se suponía que, durante la convalecencia, el reo tendría tiempo de reflexionar sobre su cobardía; así servía de ejemplo a los demás soldados, siempre tentados de elegir las autolesiones como una manera de abandonar el frente por la vía rápida.

De hecho, en la caja de reclutamiento de Viena eran tropel los que se presentaban para alegar enfermedades, taras, lesiones congénitas y otro puñado de mentiras. Allí, el sistema para que los mentirosos reconocieran su culpa era bien sencillo: varios días a pan y agua, a dieta o en ayunas, continuas purgas, administración de vomitivos y lavados de estómago, mucha quinina amarga y, como último remedio, horas envueltos en sábanas y mantas empapadas en agua helada. Después del tratamiento ninguno se atrevía a mantener su enfermedad ficticia y todos deseaban acudir al frente aunque, a veces y durante la estancia, hubieran contraído verdaderos males que ahora sí que los incapacitaban de verdad; pero ya no querían ni oír hablar de escaparse.

Hitler reflexionaba sobre estos asuntos y se mordía los puños por la desesperación que le producían los últimos partes de guerra y el no poder acudir en ayuda de tantos y tantos compañeros que lo necesitaban en su regimiento. Todas las mañanas, a las doce, el cura del sanatorio leía copia de un informe que se colgaba en la puerta de ayuntamientos y parroquias. El doctor Wegmüller acompañaba al párroco y los enfermos capaces de trasladarse hasta el pabellón de ocio se les arremolinaban en derredor para escuchar las novedades. Otra vez, como en los últimos días, incluso se diría que en las últimas semanas, las noticias no eran buenas, aunque la Komandatur intentaba disimular un poco y no expresar los desastres y las retiradas con palabras y frases claras, pero Hitler, como casi todos a esas alturas, sabía leer entre líneas. Si decían rectificaron sus líneas hasta posiciones defensivas hablaban de una humillante retirada, del vergonzoso sálvese quien pueda.

La ineludible cita con el parte de las doce se repitió durante unos días llenos de incertidumbre. Una aciaga mañana, el párroco y el doctor Wegmüller se mostraban más apesadumbrados de lo que en ambos ya era habitual: informaron de la rendición de los Imperios Centrales. Con Alemania derrotada, tan solo quedaba por firmar el armisticio. Era el final de la monarquía por la que tanto lucharon, ahora se avecinaban turbulentos tiempos de república, a expensas de los caprichos de los vencedores. Alemania en manos de judíos, rusos, comunistas, republicanos... ¡Demasiado para el joven Hitler!

Hitler, recostado sobre la pared, desolado, se dejó escurrir de espaldas y quedó sentado en cuclillas. Las lágrimas brotaron a sus ojos, la rabia y la indignación se apoderaron de él. Un espeso y dramático silencio flotaba sobre el pabellón de ocio del sanatorio de Pasewalk, inusualmente abarrotado de médicos y enfermeras e, incluso, de los enfermos que apenas si podían tenerse en pie.

-Bueno, pues ya ocurrió... -murmuró alguien.

-Esto se ha terminado, era cuestión de tiempo -y la voz sonaba amarga, resignada. Poco a poco, todos retomaron sus ocupaciones y volvieron a sus habitaciones; todos, menos Hitler, que rumiaba su venganza, convencido de que a Alemania le acababan de asestar una puñalada por la espalda, la Dolchstob, una traición perpetrada por los políticos que la mandaban, por la casta endiosada de barones y condes, de la nobleza de monóculo que aglutinaba los altos mandos y, como máximos culpables, los soldados cobardes, judíos en su mayoría, así opinaba, que dejaron al país en la estacada con su vergonzosa huida del campo de batalla.

¡Qué diferentes eran sus lágrimas de ahora comparadas con las pretéritas lágrimas de alegría que vertió entre la multitud de la manifestación patriótica de Munich, en la Odeonsplatz! Cuando la muchedumbre, y él entre ella, inflamada por la proclama mediante la cual Alemania declaraba la guerra, comenzó a entonar el Deutschland über Alles y el Die Watch am Rhein. Entonces, se dejó llevar por un llanto de alegría, henchido de un espíritu popular de patriotismo y fe en la victoria. Parecían esos tiempos unos tiempos tan lejanos...

Sí, que diferentes eran ahora esas lágrimas.

Con gran dolor comenzó a llorar, a llorar como sólo lloró una vez antes, frente a la tumba de su madre.

Ocho días después de la firma del armisticio, el once de noviembre de 1918, Adolf Hitler, el enfermo de Pasewalk, recibió el alta médica. Ahora podría vengarse de quienes apuñalaron a Alemania por la espalda, de todo ese grupo de rufianes que se aprovechaban de la guerra para apoderarse del país, de los perpetradores de la mayor villanía del siglo.

Sí, pensaba vengarse.

Y vaya que se vengó.

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