lunes, 1 de octubre de 2018

Nuestra inocencia, de Wadji Mouawad: un puñetazo teatral inolvidable



*Esta crítica apareció en achtungmag.com:

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El pasado domingo tuve el privilegio de presenciar una nueva obra de Wadji Mouawad. En efecto, privilegio, porque la propuesta, los personajes, los argumentos que trata, la puesta en escena, están convirtiendo a este libanés-canadiense en todo un clásico de las tablas, tal vez en la mayor autoridad escénica de nuestro tiempo. Mouawad conmueve, Mouawad provoca, Mouawad emociona. Y su gran virtud: después de presenciar una obra suya, al término, el espectador ya no es el mismo. Y nunca volverá a serlo. Produce una metamorfosis que va más allá de la tan conocida catarsis teatral. Te injerta unas emociones que ya no se desprenderán jamás.

Hasta la fecha, he asistido a cuatro representaciones de obras de MouawadLitoralIncendiosUn obús en el corazón y la del pasado domingo, Nuestra inocencia. Las dos primeras pertenecen a esa monumental tetralogía de La sangre de las promesas, y que se completa con Cielos y Bosques (todas ellas publicadas por KRK ediciones). De Un obús en el corazón —y pro extensión de la obra de Mouawad—, ya hablé aquí en Achtung!:
Pero hoy quiero centrarme en el prodigioso despliegue al que pude asistir en el teatro Valle Inclán del Centro Dramático Nacional. Una obra en francés con subtítulos, cuya intrahistoria nos advierte que se fue prefigurando a medida que se ensayaba. El resultado: un nuevo puñetazo teatral inolvidable.
Cartel de la obra que nos trajo el Centro Dramático Nacional.
Nuestra inocencia, o Notre Innocence, es un texto dramático molesto, que escuece, una serie de acusaciones formuladas por la juventud de ahora hacia nosotros, los propietarios de la cincuentena, más culpables de lo que parece de la situación actual que viven ellos. En efecto, argumentan que son inocentes ante el desgraciado momento en el que se encuentran, prácticamente sin un futuro, y lo hacen lanzando reproches amartillados con furia.
Los protagonistas son un coro, un coro al estilo del clásico coro griego, que durante gran parte de la obra se dirigirá al patio de butacas como una sola voz en un ejercicio de garganta que roza con el síndrome de tourette más desencadenado.
18 jóvenes agriados y enfadados, irritados, que nos arrojan su amargura mientras reflexionan sobre las redes sociales, la pornografía o la sociedad de consumo, acusaciones enmarcadas en un ajuste de cuentas de la juventud actual con quienes hicieron el mayo del 68 y todavía se creen revolucionarios con derecho a exigir algo, a reclamar un activismo que, quizás, ya no pertenezca a estos tiempos.
Los protagonistas de la obra: el coro.

El motivo que desencadena la obra es el suicido aparentemente inexplicable de una mujer joven que decide lanzarse desde la ventana de su casa y deja huérfana a una niña de nueve años. El impacto que este suceso provoca en su pandilla de amigos es demoledor, y hace que salgan a flote todos los reproches y conflictos de esa juventud desamparada, desorientada, que no comprende la realidad a la que se esté enfrentando, y que se siente ahogada por todo lo que les rodea.
De modo que los protagonistas son 18 actores y actrices de entre 23 y 30 años: llevan a cabo un prodigioso despliegue de vitalidad; bailan sobre las tablas, discuten, se mueven espasmódicamente, sostienen un largo rato de inmovilidad mientras recitan pedazos de historia de la vida de la suicida, Valerie, y también de quienes habitaron antes que ella el apartamento del suicidio (un matarife cuyo oficio se detalla con profusión de sangre y vísceras y un obrero industrial polaco que murió de una forma atroz —la cabeza arrancada por unas aspas—). Toda una puesta en abismo de lo que significa vivir manchados de sangre y junto a la omnipresencia de la muerte.
Wadji Mouawad, un futuro Premio Nobel.

El comienzo de la obra aturde al espectador, lo deja aplastado sobre butaca. Es una cascada de palabras, un coro como una catarata que habla y habla, que recoge parte de la improvisación que Mouawad llevó a cabo en el taller que impartió en el Théâtre de la Colline de París. Es un knock out directo al oído, agotador y efervescente, con todas esas gargantas formulando preguntas y acusaciones, batallando con nuestra generación en una lucha existencial desesperada. Exigen que nos hagamos responsables de lo que les estamos dejando en herencia. Y lo que les estamos dejando es, de verdad, una porquería.
Tras el asfixiante coro que todavía retumba en la cabeza, la música electrónica a todo volumen contribuye al mayor aturdimiento, y conecta a esa juventud acusadora con la juventud desencadenada, la que nos parece irresponsable e incomprensible. Bailan, se mueven frenéticos mientras su amiga Valerie se empotra contra el suelo. Esto significa el fin de la fiesta, la toma de conciencia con la realidad, esa realidad que viene de la mano de la muerte, siempre.
Los protagonistas bailando en una actuación agotadora.
Los jóvenes se sienten culpables del desastre. Han cometido con Valerie cierto mobbing o acoso vía teléfono móvil con bromas de mal gusto, pero en una reunión que mantienen, repleta de reproches, acaba apareciendo el lado oscuro que oculta cada uno de ellos. Hay una forma de aliviar el dolor: hacerse cargo de Alabama, la hija de nueve años de Valerie.
Discusiones y desencuentros provocados por el suicidio de Valerie.
Sin embargo, en esta niña radica uno de los momentos fundamentales, de los puntos de giro de la obra. Alabama representa la entelequia, el sueño, lo imaginado, la posibilidad de lo que puede ser y no llegará a ocurrir. Alabama es, en su dulce inocencia onírica, la representación del mayor de los males de nuestra sociedad en este momento: la impostura, las vidas ficticias y mentirosas que se camuflan tras un perfil de Facebook o Instagram. Las letales apariencias.
Esta obra polifónica quiere desgajar a la juventud actual de cualquier tipo de culpa heredada del pasado. Del pasado solo somos responsables nosotros, y no podemos cargar sobre los muchachos y sus comportamientos todos los males de la sociedad actual, porque los hemos creado antes de que ellos existieran. Entre esos males, se encuentran la desesperanza y la desesperación que conducen al suicidio.
De esa manera, Nuestra Inocencia abraza, además, otro asunto polémico y controvertido: la cuestión del suicidio. El suicidio es un veneno que destroza a quienes lo presencian o lo sufren. Los amigos, los familiares, se preguntarán siempre por los motivos, por las causas que llevaron a sus seres queridos a tomar esa decisión tan trágica como contundente y si podrían haber hecho algo para evitarlo. Un suicidio, peor si además es el de una persona joven, sume en la zozobra y socaba los pilares de la sociedad.
Por ello, el suicidio tal vez sea una de las acciones más revolucionarias que existen, la guinda de la protesta. Negarse la vida en la sociedad actual es negarle a esa misma sociedad su capacidad de ofrecer una oportunidad, aunque sea solo una, a la persona que ha decidido quitarse la vida.
Sin embargo, y aunque brutal, Mouawad mantiene que suicidarse es un regalo que uno puede hacerse a sí mismo, y que no debemos, quizás, atormentarnos demasiado preguntándonos por los motivos y por nuestra culpabilidad. Ocurre y listo. El suicida es soberano en su decisión y, aquí viene lo terrible, le sobran motivos para hacerlo. Realmente, en el mundo en el que vivimos, a todos nos sobran los motivos para tirarnos por una ventana, y no hay culpables determinados.
Cada acto de la obra es un ejercicio de reflexión relacionado con la muerte, con la sangre, con el cuerpo, con la naturaleza y con la existencia. Cada acto nos ofrece un oscuro retrato del interior de las personas, de nuestro interior, pavoroso, desbocado, egoísta e insolidario, que apenas puede perturbarse ante las muchas desgracias que podemos llegar a presenciar en nuestro mundo.
Y entonces, va Mouawad y nos emociona; lo consigue: consigue lo imposible, perturbarnos con su texto, con sus actores, con su teatro. Con su concepción del mundo, este patio de desgracias, ese escenario de dolores que se transforma dentro de nosotros con una sensación extraña, como de resaca de culpabilidad. Y el milagro ya está obrado.
Mouawad ha conseguido con su obra, aunque sea tan sólo por unos instantes, hacernos mejores personas. ¿Acaso el teatro no trata de eso?

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