“Cuando un escritor inicia el proceso de
publicación de un manuscrito, se produce al primera de las numerosas asimetrías
presentes en el mundo literario. El autor envía el manuscrito a un editor, tras
elegir la editorial porque ha leído ciertos títulos de su catálogo y le parece
que su texto encaja en la línea editorial, o simplemente porque la ambición le
asegura que lo suyo resulta comparable a lo allí publicado, o porque si el
texto aparece en determinada colección el éxito está asegurado. El editor responde,
bueno, uno de los editores jóvenes, pues los experimentados andan de cabeza con
los nombres del sello, y jamás responden cartas de desconocidos. Son enecés
(n.c.), no corresponsales, lo opuesto a corresponsal. Sólo si un agente
comercial hace de tarjeta de visita se dignan entrevistarse con el autor, o si
es, por supuesto, el hijo de fulanito con renombre. El dilema principal es qué
criterios seguirá el editor para recomendar la publicación de un libro. Ninguno
en concreto, porque este aspecto de la empresa editorial resulta vocacional, y
no se sigue ningún criterio concreto, excepto el comercial (…) Uno de cada
siete libros publicados marchan mal. Por eso, cuando nuestro libro falle el
editor intentará justificarse diciendo cosas como: Ya decía yo que el tema, o
que el público al que iba dirigido es los menores o los menores de una cierta
edad. Los juicios a posteriori son ciertamente más seguros. El autor siente que
lleva el libro a rastras y le pesa como una rueda de molino atada a su cuello;
cualquier intento de comunicarse con su editor fallará, el editor pasa a ser un
n.c. Porque la religión de la literatura desconoce la compasión: las palabras
de los editores antes de publicar el libro brillan por su idealismo, las de
después del fallo en contaduría (…) brillan por su falta de locuacidad”.
Germán Gullón.
Los mercaderes en el templo de la literatura.
Caballo de Troya,
Madrid, 2004, pp. 166-167.
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